Juan Antonio Rosado

Todo es materia prima del arte, que intenta apresar y transfigurar la realidad, esa fuerza extrarracional constituida de inexorable tiempo. De modos diversos, el arte imita y transforma la realidad, pero ¿qué ocurre cuando la realidad imita al arte, cuando esta se modifica a partir de una representación, cuando la imaginación se impone para cambiar lo que nos rodea? El ser humano ha transmutado el mundo a partir de lo que él se representa: teorías, modelos económicos, filosofías, religiones (a las que llamo «sistemas para administrar el miedo a la muerte»), utopías, etc. Pero no sólo los intelectuales hacen lo anterior; también la gente común. Recordaré aquí sólo dos casos muy conocidos, a sabiendas de que hay miles, y de que cada día, en distintas formas, aparecen más y más.

El primero fue cuando el poeta-filósofo Friedrich Schiller publicó su obra teatral Los bandidos. Se cuenta que un noble joven se marchó a los bosques e, imitando a Moor (el personaje de la obra) realizó una serie de actividades que concluyeron en una muerte vergonzosa. El segundo caso, anterior al primero, es mucho más conocido. Como nos lo recuerda Alfonso Reyes, el poeta alemán J. W. Goethe escribió su novela Werther con la vida: «¿Qué hombres eran, pues, aquellos que imitaban las desdichas del joven Werther haciendo, al revés, vida con la poesía?». Luego Reyes evoca a esos «pobres muchachos» que se suicidaron tras la lectura del Werther, «¡cuando su autor se había librado del suicidio desahogando el morbo en la novela!».

En sus muy recomendables conversaciones con Eckermann, Goethe afirma que Werther es una criatura que él alimentó con la sangre de su corazón. El libro hizo época, y tan fue así, que en una ocasión un obispo llamado Lord Bristol, a quien le gustaba ser grosero, pero cuando le pagaban con la misma moneda se volvía dócil y tratable como borrego, quiso echarle a Goethe un sermón sobre el Werther, pretendiendo cargar sobre la conciencia del poeta el crimen de haber inducido al suicidio a muchas personas. Bristol le dijo que el Werther era un libro inmoral y execrable. Sin embargo, Goethe lo calló de modo tajante, achacándole los espeluznantes suplicios del infierno que él y los de su clase pregonan en sus sermones para asustar a los débiles. También le achacó los dogmas, «insostenibles ante la razón». En fin, Goethe arremetió contra el obispo y le sacó sus trapos sucios, pero cuando retomó el Werther, le interrogó: «¿Quiere usted reprender a un escritor y condenar una obra cuyo único delito fue librar al mundo de una docena de torpes y necios individuos que no supieron interpretarla bien, y que nada mejor podían hacer sino apagar la mermada luz de su miserable vida? Creía yo haber prestado un servicio a la Humanidad y haberme hecho acreedor de su agradecimiento, pero llegáis vosotros pretendiendo convertir en crimen esa modesta escaramuza, siendo que vosotros, sacerdotes y príncipes, los cometéis de tal magnitud». Y el obispo se volvió manso como un borrego. Para el lector, en cambio, hay toda una lección: el arte enriquece la vida, pero la vida no debe imitar al arte. El verdadero lector se distancia de lo que lee y lo considera en su justa dimensión.