Juan Antonio Rosado Zacarías**

 

Fotografías de Beatriz E. Gallástegui

 

En una de las últimas conversaciones que sostuve con Armando Pereira (1950-2023), y que por fortuna fue grabada para mi canal de YouTube, Grandezas de Liliput, este escritor afirmó que la muerte no es sólo la idea de dejar de vivir, sino la idea de que con nosotros muere todo un mundo que hemos pensado, que nos ha dado orientación en la vida. Con cada uno de nosotros, muere toda una construcción imaginaria sobre lo que nos rodea y sobre nuestra propia vida. Pero la muerte —continúa Pereira— es impensable. Es una frontera de la que no se vuelve. Podemos cruzar muchas fronteras en la vida, pero la única de la que no se vuelve es la muerte. Y con cada quien muere todo un mundo o toda una versión del mundo que fue suya.

Estas palabras de Armando, tan justas, cobran un sentido más profundo cuando fallece alguien cercano, y si con la muerte muere un mundo y una construcción imaginaria sobre lo que nos rodea, con el deceso de un artista de la palabra, de un poeta, de alguien que dejó un legado escrito de su propia construcción imaginaria del mundo, se pierde también lo que hubiera imaginado y escrito de haber permanecido más tiempo con nosotros.

De izquierda a derecha: Eduardo Casar, Juan Antonio Rosado, Eloy Urroz, Claudia Albarrán, Carlos Rubio Pacho y Enrique Flores.

Hace poco, en el blog de mi página filopalabra.com, volví a publicar, en dos entregas, mis reseñas sobre los libros de Pereira: toda la construcción imaginaria y reflexiva; todo el diálogo por escrito que yo mantuve con una buena parte de su obra. En una entrega, recopilé los textos que tratan sobre sus libros creativos, y en la otra, sobre sus investigaciones literarias. Por tal razón, no hablaré aquí de sus libros, pero sí aludiré a algunos de ellos como parte esencial de su vida. En este modesto homenaje, he preferido desplegar una reconstrucción de la imagen de Armando como individuo, una visión enteramente personal (y por tanto parcial) sobre un amigo invaluable, como todos los amigos auténticos, porque en una relación humana profunda hay mucho más que mera racionalidad o mera emotividad: es la armonía entre el ensayo y la narración. Me parece que ambas facetas deben conjugarse y, sobre todo, mantenerse constantes. Esa constancia es la que forja las amistades sólidas y a ella me referiré aquí.

Gracias, Claudia Albarrán, por invitarme a expresar unas palabras sobre mi querido amigo Armando, a quien conocí a finales de 1993, hace ya más de 30 años. En aquel tiempo, yo gozaba de relativa estabilidad económica y emocional, publicaba en el suplemento El gallo ilustrado del desaparecido periódico El día, y daba clases de literatura en una preparatoria particular, a personas —con honrosas excepciones— a quienes la literatura les importaba un reverendo bledo. Cuando conocí a Armando, mi padre, un compositor y profesor de música puertorriqueño, es decir, estadounidense, llevaba algunos meses de fallecido. Yo ya había abandonado la carrera de música, debido a una tendonitis, y concluido la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas con Mención Honorífica. Trabajaba, publicaba y al mismo tiempo estudiaba la Maestría en Letras en la Facultad de Filosofía. Mi deseo era llevar a cabo una investigación sobre la relación entre política, mito y literatura. Me inscribí entonces al curso Novela de la Revolución cubana, que impartía el Dr. Armando Pereira, e invité de oyente a la mujer con quien yo salía en aquella remota época. Luego supe que ambos —mi exnovia y yo— fuimos parte de la última generación que pasó por ese curso; en el siguiente semestre, Pereira empezaría uno nuevo, sobre la llamada Generación del Medio Siglo, o de la Casa del Lago, o como quiera llamársele.

De izquierda a derecha: Eduardo Casar, Juan Antonio Rosado, Eloy Urroz, Claudia Albarrán, Carlos Rubio Pacho y Enrique Flores.

Recuerdo aún el día en que, después de leer mi trabajo final de Novela de la Revolución cubana —que en casi nada se relacionaba con el asunto general de la asignatura, ya que versaba en torno del hombre del subsuelo dostoievskiano aplicado a una novela de Edmundo Desnoes—, Armando se entusiasmó tanto con él que me ofreció sugerirlo para su publicación y hasta me insistió en cambiar el rimbombante título que yo le había puesto para hacerlo parecer como un ensayo de la materia, por el más sencillo e intenso título: «El hombre del subsuelo». Por supuesto, incluí a Desnoes, escritor cubano, pero era uno más entre el cúmulo de propuestas estéticas del subsuelo que yo relacionaba en aquel ensayo. A mi maestro poco le importó que casi no me haya referido a la novela de la revolución cubana ni a su asignatura: le interesó la originalidad del texto, el tratamiento del tema, el estilo. De inmediato comprendí que, ante todo, Armando era rigor y no rigidez; apertura mental y no cuadratura. En otras palabras, era una actitud ante la vida y ante el conocimiento. Recordé entonces aquellas palabras de Borges sobre Pedro Henríquez Ureña: «maestro —dice el sabio argentino— no es quien enseña hechos aislados o quien se aplica a la tarea mnemónica de aprenderlos y repetirlos, ya que en tal caso una enciclopedia sería mejor maestro que un hombre. Maestro es quien enseña con el ejemplo una manera de tratar con las cosas, un estilo genérico de enfrentarse con el incesante y vario universo». Pues bien, le cambié el título a mi ensayo y lo publiqué, no una, sino por lo menos cuatro o cinco veces en distintos medios, siempre con algunas variantes en el contenido y en el título.

Aquel día, antes de despedirnos, Armando me dijo que me necesitaba para un proyecto sobre literatura mexicana y me invitó a inscribirme en su siguiente curso en torno a la Generación del Medio Siglo. No quiso revelarme de qué se trataba ese proyecto porque aún no lo tenía del todo claro y tendría que haber una reunión, pero agregó que había promesa de darnos a los investigadores una plaza en el Instituto de Investigaciones Filológicas una vez concluido el trabajo. Obviamente, tal promesa nunca se cumplió, pero los años de aprendizaje que obtuve con esa labor son invaluables, y lo más invaluable fue la fructífera amistad que se inició con ella.

Armando y yo (y mi exnovia) nos vimos un par de veces durante las vacaciones: en algún bar o en casa de mi ex. Poco después, yo terminaría con esa relación (con mi novia, no con Armando). Ella partiría para Québec y yo no sabía si la seguiría o me quedaría en México. Estaba confundido. Finalmente, me fui a Québec, donde permanecí dos meses viviendo una tragicómica y semitormentosa relación que, pese a que la ex me sugirió quedarme con ella, concluiría con la despedida final y mi pronto retorno a México con dos maletas atiborradas de libros en francés, la mayoría de segunda mano, que yo había comprado sobre todo en la calle de Saint-Jean, todos acompañados por decenas de botellas de jarabe de maple, para endulzar la lectura. Mis próximos destinos serían el Diccionario de literatura mexicana del siglo XX, la Generación del Medio Siglo, Juan García Ponce, Armando Pereira, Claudia Albarrán, y también conocer a la poeta Marcela Solís-Quiroga, futura madre de mi hijo Bruno Darío. En ese entonces, no estuvo mal, ¿verdad?

Tras mi aburrimiento quebequense, de regreso a México, Armando me habló por teléfono: «Vamos a vernos, güevón», me dijo. Nos encontramos una tarde fría y nublada en el Sanborns de San Ángel; más bien, en el bar del Sanborns de San Ángel, ¿o fue en el de San Jerónimo? Qué importa el santo. Aún recuerdo que yo pedí una piña colada con vodka y él un Whiskey. «Tú no chupas, cabrón —exclamó Armando—; tú te alimentas. Échate un whiskey. ¿Qué es eso de piña colada, güevas?». Yo ya extrañaba sus muy sutiles y finas ironías. Allí, al calor de las bebidas, me habló del proyecto. Aún no se definía quién más participaría. Tuvieron que transcurrir meses. Al fin, se contrató a cuatro personas: tres mujeres y yo. A una de ellas, Armando terminaría despidiéndola del equipo, pues, al parecer, sólo investigaba en libros de texto para secundaria, o eso sentimos los demás. Nos quedamos Angélica Tornero, Claudia Albarrán y yo como investigadores. Al último, me tocaría revisar y corregir el diccionario en sus dos ediciones, pues la correctora a quien se contrató lo hizo mal. Pereira estaba enfurecido. Durante la realización del diccionario, tuvimos que viajar a varios rincones de la república con viáticos de tercera y aviones de quinta (una vez estuvo a punto de caerse uno en el que yo iba rumbo a Monterrey, y años después me enteré de que esa línea aérea quebró. Uno de sus aviones —tal vez donde yo había viajado— efectivamente se cayó y, claro está, murieron los pasajeros y la tripulación). También tuvimos que enfrentarnos a la provincia de esos tiempos; es decir, a bibliotecas desorganizadas o incluso habitadas por ratas (me refiero a los roedores peludos; no es una metáfora con políticos). En aquella casi prehistórica época, no había Internet para la gente común, y era necesario contactarse con personas de carne y hueso en asociaciones, universidades, instituciones literarias, cafés, bares, cantinas… Ojo: estoy hablando de 1994 al 2000. En este último año, apareció la primera edición del diccionario; la segunda, aumentada y corregida, se publicaría en 2004, ya con un índice onomástico que sugerí (y realicé), pese al escepticismo inicial del equipo.

Pero volvamos atrás. Antes de empezar con el diccionario, me inscribí en la nueva asignatura de Pereira y allí ocurrió algo de lo que le estaré agradecido toda la vida: conocí y leí a una de las generaciones más brillantes de la literatura mexicana. Hasta entonces, de aquella etapa yo sólo conocía a Elizondo y a Pacheco, entre otros pocos nacidos a finales de los 20 y durante los 30 del siglo pasado. Huberto Batis fue mi maestro en la licenciatura y con él recibí un baño de chismografía literaria, pero nunca leímos a los de su generación. Yo no conocía ni a Inés Arredondo ni a Juan García Ponce ni a Juan Vicente Melo, que para mí fueron auténticas revelaciones. De Melo, sólo conocía un par de artículos de los años 60 donde el escritor mencionaba a mi padre y enaltecía su música como algo propositivo en comparación de los demás compositores. Los amarillentos pedazos de periódico estaban pegados en un álbum paterno que llegué a ver desde la infancia y me llamaba la atención el apellido «Melo» y el hecho de que el autor haya sido crítico musical. Yo me decía: okey, muy ad hoc el apellido con la profesión. Nunca sospeché que ese señor era autor de una obra maestra: La obediencia nocturna. Todo esto se lo debo a Armando.

Mi trabajo final para su materia —sobre De anima, de García Ponce— entusiasmó tanto a mi profe, que pronto aparecería publicado en la primera plana del suplemento Sábado, dirigido por Huberto, y luego se publicaría en la obra colectiva Juan García Ponce ante la crítica, coordinada por Pereira en Editorial Era. Él también me invitó a un congreso internacional sobre la Generación del Medio Siglo, que se llevó a cabo en la Universidad Veracruzana de Xalapa, en 1994, donde me tocó dar una conferencia magistral —la primera que daba en mi vida— sobre García Ponce. Y tal como antes yo lo había hecho con Ernesto Sabato, Miguel Ángel Asturias y Martín Luis Guzmán, leí la obra completa de Juan e hice mi tesis doctoral sobre él, tesis que dirigiría ¿quién creen ustedes? Armando, aunque él confiaba tanto en mi trabajo que me dejó en absoluta libertad. Sólo me decía: «todo va muy bien». Ya había dirigido mi tesis de maestría, un estudio comparativo entre Guzmán y Asturias, y también me decía: «todo está muy bien». En esa época, presenté mi proyecto para obtener una beca de Jóvenes Creadores en el FONCA. Armando me firmó una carta de recomendación. En dos ocasiones gané dicha beca: en ensayo y en cuento. En ambas, Armando me apoyó con una carta (que en verdad redacté yo, pero él firmó). Cuando publicó su libro Novela de la Revolución cubana, me invitó a presentarlo y escribí el texto: «Armando Pereira: en busca de la Revolución perdida». Era, creo, la primera vez que yo presentaba un libro.

Y mientras realizaba la tesis sobre García Ponce con una beca de Conacyt, que también solicité con una carta de recomendación firmada por Armando y escrita por mí, yo cumplía con mis entregas para el FONCA, donde conocí, por cierto, a Adolfo Castañón, con quien también entablaría una fructífera y larga amistad, y continuaba impartiendo clases, y también seguía con las investigaciones para el Diccionario de literatura mexicana. Me dividía en distintas microparcelas para cosechar diferentes frutos a la vez, pero de algún modo, en casi todas estaba involucrado Armando Pereira; en otras, Adolfo; en otras, Carmen Armijo, quien como coordinadora del Colegio de Letras Hispánicas, me había incluido en un proyecto PAPIME, de donde saldría un viaje a Madrid (esta vez, en mejor línea aérea) y mi libro Cómo argumentar.

Juan Antonio Rosado, Eloy Urroz y Claudia Albarrán.

En el año 2000, gracias a la recomendación de mi amiga Carmen, se publicó, en la Coordinación de Humanidades, lo que fue mi tesis de licenciatura, y también gané una buena lana con el Premio de ensayo «Juan García Ponce». Simplemente envié un fragmento de mi futura tesis doctoral y, al parecer, le gustó al jurado. Ya no recuerdo quiénes fueron los miembros del jurado, pero aclaro que no estaba Armando. En 2002, terminé por fin la tesis y la presenté en la Facultad. Pereira la defendió a capa y espada, sobre todo contra un sinodal que pretendió saber más que nosotros y quedó en franco ridículo. Aún recuerdo sus raquíticos argumentos para descalificar mi investigación y me reservo el nombre de este personaje. Obtuve por tercera vez una Mención Honorífica y, meses después, no sé cómo diablos el manuscrito de mi tesis (o más bien mecanuscrito) llegó a manos de Juan García Ponce, quien lo leyó, y no sé cómo consiguió mi teléfono y me llamó, por intermediación de su secretaria, María Luisa. Me dijo que yo sabía más que él mismo sobre su obra, y que quería hablar conmigo personalmente. Fui a verlo varias veces. La primera, me prohibió decirle «maestro». «Soy Juan», me dijo. Hablamos sobre Georges Bataille y otros temas. Me confesó que Sade le aburría y que su obra nada tenía que ver con él. La última vez, antes de despedirnos, me prometió recomendar el ensayo a Fondo de Cultura Económica. Le hice varios ajustes antes de enviarlo, y cuando lo hice, tuve la mala suerte de que hubo un cambio en la gerencia del Fondo. El gerente en turno me dijo que los dos dictámenes de calidad fueron muy favorables, pero no así el dictamen comercial o económico: lo que a los mercanchifles de la cultura les importa. Juan, a quien Armando conocía bien, falleció a finales de 2003. Mi libro de 400 páginas se publicaría en 2005, en una coedición. Agradezco profundamente el rechazo comercial del Fondo porque pude hacerle más cambios al texto, pero sobre todo les agradezco a Eduardo Mosches y a Carlos López, los editores, y, claro está, a Juan García Ponce y a Armando Pereira, por sus lúcidas lecturas y, en particular, por su motivación.

Armando siempre fue ajeno a las payasadas desmotivadoras de los kafkianos laberintos de la burocracia cultural y de quienes, en busca de huesos, se adhieren a los machos alfas de las jaurías administrativas o dizque literarias. Al contrario, Pereira apoyó incondicionalmente, y en la medida de sus posibilidades, a quien sabía que había que apoyar. Sobre los laberintos de la burocracia cultural mexicana, donde, al igual de lo que ocurre en los gobiernos, muchas plazas están comprometidas a los «cuates» o familiares, y también hay expertos en aviación o —ya tratándose de investigadores— más bien difusores o antologadores, cuando no talacheros y recicladores profesionales de trabajos ajenos o propios. Armando nunca tuvo pelos en la lengua para hablarme, en confianza, de los turbios manejos, de la mediocridad de algunos personajes empoderados, de las corruptelas de autoencumbrados, y se comportó conmigo como un verdadero hilo de Ariadna, advirtiéndome de envidias, celos, plazas comprometidas y otras linduras que se relacionan más con el dinero que con el amor a las letras. A pesar de haber nacido en Guatemala y tener pasaporte español, conocía muy bien las debilidades y fortalezas del campo literario mexicano. No por nada quiso ir mucho más allá de lo que le encomendaron cuando le propusieron, como diccionario de literatura mexicana, un simple fichero de datos puntuales. La labor a menudo ensayística que hicimos Claudia, Angélica, Armando y yo fue —y ha sido— única en su género en México. Por supuesto, no está agotada ni mucho menos, y podría continuar.

Pero más allá de la niebla de dicho campo, el mexicanismo y universalidad de Armando Pereira se reflejan en obras como Narradores mexicanos (1947-1968), que escribió en coautoría con Claudia Albarrán, y que amablemente ambos me dedicaron, o el libro México en la imaginación europea, para no referirme de nuevo al diccionario de instancias mediadoras de las letras, del que también Claudia, Armando y yo hablamos para mi canal de YouTube, Grandezas de Liliput. La amena charla puede mirarse en Internet. Por ello, no ahondaré aquí en todas las reuniones, pláticas, discusiones y camaradería que envolvieron aquella época, durante más de diez años de nuestras vidas; tampoco me referiré a la queja que los tres expresamos sobre el manejo que se le dio al Diccionario y otros asuntos en que se entremezclan los esquemas preconcebidos (actitud propia de académicos a ultranza y dueños de panaceas teóricas), los celos profesionales (actitud propia de gente que se adueña de una época, de un autor o de una tendencia literaria y come de ella, y de paso alimenta a su familia), y —en contraste con estas dos actitudes— el afán de libertad artística y académica con responsabilidad y pasión (actitud propia de gente como Armando). Daré un solo ejemplo que en algo tiene que ver con el Diccionario. En una ocasión, le obsequié al Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM mi edición crítica de dos novelas de Ignacio Manuel Altamirano, que yo había hecho por encargo de Antonio Lorente Medina (de la UNED de Madrid), a quien conocí gracias a Adolfo Castañón y con quien yo organizaría un congreso internacional sobre narrativa de la Revolución Mexicana en Pamplona. Era entonces deseable y sensato que alguien escribiera una reseña sobre la mencionada edición de Altamirano, de más de 500 páginas, en la revista Literatura Mexicana, donde yo además había colaborado en sucesivas ocasiones. Entusiasmado, mandé pedir un ejemplar a España porque ya no tenía. ¡Oh desilusión! Gasté dinero y tiempo en vano. La reseña jamás apareció y alguien del Instituto se quedó con mi libro, con mis cientos de notas a pie y mi extenso estudio introductorio. Ignoro quién se quedó con él y no lo sabré jamás, pero tal vez el ninguneo se debió a los celos o la negligencia. No me habría importado que criticaran la edición, pero ni eso. Moraleja bíblica: ¡no oséis invadir los temas de los investigadores de gabinete que se han adueñado de ellos, pues sufriréis calamidades! Pues bien, algo similar le hicieron a Armando con un nuevo proyecto que traíamos en mente: elaborar un diccionario igual al que hicimos, pero del siglo XIX. Respuesta: desconfianza y ninguneo. Los interesados pueden escuchar esta charla en el video de Grandezas de Liliput. Pasaré mejor a otros asuntos. Finalmente, lo esencial, a pesar de los escollos, es que la amistad continuó.

Eduardo Casar, Juan Antonio Rosado y Eloy Urroz.

Publiqué mi primer libro de cuentos y le dediqué uno de ellos a Armando Pereira; él, por supuesto, fue uno de los presentadores. Y como en el ping-pong, cada vez que alguien publicaba un libro, el otro lo presentaba o escribía y publicaba sobre él, sin importar que la obra fuera creativa o de investigación. Él jamás se negó a mis invitaciones para presentar libros y siempre lo caracterizó una inmensa generosidad y empatía. Desde el inicio, coincidimos en muchas cosas; por ejemplo, en la necesidad de excluir a toda costa el deplorable lenguaje académico o academizante, lleno de vicios, muletillas, formulitas y pedantería gratuita —como ocurre con el lenguaje jurídico o administrativo—, en pro de un estilo literario que indaga con fuerza y eficacia en la materia, sin importar si se trata de una investigación, una novela o un cuento. Siempre he creído —y estoy seguro de que Armando también— que hay mucho de investigación en la creación, y debe haber creatividad en la investigación. Ambas actividades no están divorciadas ni se oponen. El juez de los divorcios es el incapaz de realizar ambas tareas o alguna de las dos. Robert Musil escribió: «El saber es una actitud, una pasión», y también: «No es cierto que el investigador busque la verdad; es la verdad la que lo busca a él». Armando jamás padeció de esas discapacidades mentales llamadas «envidia» o «celos profesionales». Al contrario: siempre celebraba si a alguien le iba bien: acaso intuía que la verdad o la imaginación lo había encontrado. Gracias a él yo aparezco en el Diccionario de escritores mexicanos, de Aurora Ocampo. Sin que yo le dijera nada ni me enterara, él tuvo la iniciativa de hablarle de mí a Aurora. Gracias, Armando.

En definitiva, si yo no hubiera conocido a Armando Pereira, mi vida habría sido muy distinta. ¿Mejor o peor? Lo ignoro, pero las cosas sucedieron así, y la amistad siguió prosperando con complicidad. En una profunda relación de intelectos, siempre queda exiliado el infantil concepto de competencia porque cada obra es única e insustituible, como cada amigo lo es, pues no nos dedicamos a fabricar zapatos ni cremas faciales, como para andar compitiendo. A don Alfonso Reyes le gustaba decir: «todo lo sabemos entre todos». Esta frase popular cobra sentido entre iguales o semejantes, entre individuos afines. Armando, espíritu seguro, libre, lúdico, quería que sus amigos también lo fueran.

Antes de concluir, deseo que la imagen que voy trazando de Armando sea todavía más personal. Con Claudia Albarrán, él tuvo a su hija única, Anita, a quien conocí cuando ella tenía tres años. Recuerdo cómo jugaba en el jardín mientras los adultos leíamos en voz alta y comentábamos textos, chupábamos —cerveza o vodka Zubrowka en mi caso; cerveza o whiskey en el de Armando, y no recuerdo qué cosas bebía Claudia—, y discutíamos sobre Arredondo, García Ponce, Kafka, Miller, Musil, Bataille, Derrida, Blanchot, Deleuze y Guattari, o sobre algún texto de la autoría de cualquiera de nosotros, o hacíamos todo eso, y continuábamos después de que Anita se dormía, ya en un estado menos apto para un público infantil. Recuerdo que Julián Meza estuvo en varias reuniones; también Carlos López y otros personajes que ahora se me escapan. Armando y Claudia, siempre como chimeneas ambulantes, o como humanos humeantes, dejaban alrededor un intenso aroma a tabaco, alquitrán y no sé cuántos químicos por el estilo. En esa época, yo ya no fumaba (el tabaco me había abandonado), pero aceptaba el sacrificio de estar envuelto en humo por la exquisitez de la compañía, por las conversaciones, por la cultura, porque yo siempre salía enriquecido intelectualmente de esa casa, aunque con los pulmones y la garganta… Mmm, bueno, ya podrán adivinar, pero eso era lo de menos.

A Armando le importaban mucho más las acciones que las palabras, que a veces se le perdían, como en Las palabras perdidas (y no, no me refiero a las memorias de Mauricio Magdaleno, sino a la novela de Pereira), pero a veces las palabras amanecían en el desierto, se volvían sensación táctil y hacían lectura de cuerpo; a menudo mantenían «Los beneficios de la costumbre», pintaban un Graffiti en la puerta de alguna universidad, pasaban por El ojo de la aguja, imitaban El ruido del mar mientras verificaban a la ausente desprendiendo fotos de un álbum familiar o jalaban La cuerda del pozo; alguien las empalaba en tierra de tártaros, o quien las pronunciaba se convertía en víctima de un Blackout, y luego ya no recordaba lo que había dicho o hecho. Me acuerdo de una vez en que, un sábado por la mañana, después de una de aquellas reuniones interminables (¿o fue después de una noche de table dance?), Armando y yo fuimos al supermercado a surtirnos de… Mmm… ya no recuerdo de qué, aunque lo intuyo. Claudia y Anita se habían ido, creo, a Valle de Bravo. Armando me dijo: «Me voy a ir sin zapatos, güevas». No le creí hasta que lo vi salir descalzo. Le respondí: «No mames, cabrón». Nos metimos en su coche y condujo así, descalzo. En el supermercado, todo mundo se le quedaba (se nos quedaba) mirando con extrañeza. Esa mañana, sin saberlo, asistí a una muy buena obra de teatro del absurdo. Pero así actúan de repente los espíritus libres y divertidos: para ellos, resultan más trascendentes las acciones que la palabrería, aunque la acción consista en salir sin zapatos ni calcetines a la calle, o entablar conversación con el primer desconocido en un supermercado, o coquetear, bajo el efecto de las copas, con alguna mesera. Tal vez también por eso Armando, uno de los mejores narradores de los últimos tiempos, tejía historias en la cotidianidad, y no odas al calcetín o a la cebolla.

Al inicio de este escrito, recordé las palabras de mi buen amigo en una de nuestras últimas charlas: «la muerte no es solamente la idea de dejar de vivir, sino la idea de que con nosotros muere todo un mundo que hemos pensado». Sin embargo, la muerte, hasta hoy, puede dejar huellas, rastros de quien murió. Armando tuvo una hija de carne y hueso, pero a los demás nos dejó muchos hijos de papel que nos hablan desde la letra impresa con voz suave y convincente, porque para este autor, la calidad y la accesibilidad del lenguaje, por su ritmo y su tono, siempre fue preponderante, y siempre se alejó, como de la peste, del academicismo pedante, pretendidamente «científico», de la mayoría de críticos e investigadores, o peor aún, de filósofos que oscurecen gratis el estilo para conquistar un poder sobre el ignorante y pusilánime lector. Armando quiso que su obra se comprendiera y optó por la claridad y la intensidad del lenguaje: calidad sobre cantidad; claridad sobre oscuridad. Así era Armando en vida y obra, o así es como mis recuerdos han reconstruido, con necesaria parcialidad, su imagen.

Muchas gracias.


* Texto leído como parte del Homenaje «La mirada oblicua de Armando Pereira», que se llevó a cabo en el Aula Magna del Instituto de Investigaciones Filológias de la UNAM, el miércoles 17 de abril de 2024 a las 11:00 a.m.

** Juan Antonio Rosado Zacarías es narrador, ensayista, crítico literario, profesor e investigador independiente; es decir, no se ha puesto la camiseta de ninguna institución, aunque es cofundador de Filopalabra, servicios lingüísticos, y también tiene un canal cultural en YouTube: Grandezas de Liliput.

Ha trabajado para más de una treintena de instituciones, entre las cuales cabe mencionar al Instituto de Investigaciones Filológicas y la Facultad de Filosofía y Letras, ambas de la UNAM; el Centro de Cultura Casa Lamm; la Fundación Pro Academia Mexicana de la lengua; la Universidad de Educación a Distancia de Madrid, y la Fundación Larramendi de Madrid.

Desde 1993, ha publicado gran cantidad de libros, artículos, cuentos, ensayos, poemas y trabajos de investigación literaria. Su novela El cerco, sobre narcomenudeo y acoso escolar, ha vendido 5000 ejemplares y ha sido pirateada (mal pirateada) un par de veces en Internet. También es autor del libro de cuentos El miedo lejano y otras fobias, del libro Erotismo y misticismo y del manual Cómo argumentar, con cuatro ediciones. Ha obtenido varios premios, becas y reconocimientos.

En su juventud, estudió guitarra clásica, pero la Musa inmisericorde lo rechazó sin piedad. Aunque melómano de corazón, lo suyo no es armonizar sonidos. Tiene un hijo de 17 años, Bruno Darío Rosado (sí: su segundo nombre es por el poeta Rubén). A Bruno, sin embargo, le encantan las matemáticas y nunca se metería al Área 4. En una ocasión, Juan Antonio Rosado también plantó un árbol, pero pronto descubrió que tampoco se le da la jardinería.