Juan Antonio Rosado Zacarías

 

BREVE ACLARACIÓN

El presente documento reúne los textos que publiqué, en distintos medios impresos, a lo largo de los años, sobre las novelas, los cuentos y poemas de mi amigo y maestro Armando Pereira, recientemente fallecido. En la próxima entrega, reuniré mis escritos sobre sus libros de ensayos y de investigación literaria. Espero que ambas entregas sean de utilidad para llamar la atención sobre una obra que juzgo valiosa por su calidad, intensidad y profundidad.

 

 

 

 

 

Penúltima conversación de Armando Pereira con JARZ en el canal Grandezas de Liliput

 

  1. VERIFICACIÓN DE LA AUSENTE

Hay obras literarias a las que es inútil contemplar desde la debatida posición de los géneros, no sólo porque dichas obras, en conjunto, se mueven en zonas tan distintas y a veces hasta contradictorias como la investigación, la novela, el cuento, el ensayo académico, la ficción, el ensayo creativo, la crítica, el poema en prosa y en verso, sino también porque, en sí mismas, estas obras, aunque resulte paradójico, constituyen al mismo tiempo una unidad indestructible, llena de vasos comunicantes. ¿Cómo percibir, en este sentido, a un autor como Armando Pereira, quien se mueve con soltura en zonas tan distintas como la poesía, el ensayo, la investigación, la crítica y la narrativa? Como todo gran escritor, Pereira se niega a ser clasificado o encasillado en algún género preponderante.

No obstante, si puede afirmarse que sus libros Amanecer en el desierto y El ruido del mar son de cuentos, y que Las palabras perdidas es una novela corta; si podemos decir que Novela de la Revolución Cubana son ensayos más o menos académicos; que el Diccionario de literatura mexicana, que él coordinó, es un libro de investigación, y La escritura cómplice, sobre Juan García Ponce, que Pereira también coordinó, es un libro de crítica literaria, ¿cómo describir su último libro, titulado Verificación de la ausente (Editorial Praxis, 2005)? En principio —el autor lo advierte— retoma algunos textos de Ciudad sitiada (1982), pero también agrega poemas y otros escritos de reciente creación, de tal modo que en un mismo volumen aparecen diversos tonos, temas, voces e incluso poéticas: desde un poema en verso o en prosa, hasta una carta o un relato fundamentalmente descriptivo y simultaneísta; desde un casi aforismo marcadamente irónico, hasta un breve ensayo lírico…

El texto con que se abre el libro, «Los beneficios de la costumbre», es cáustico, de un humor ácido con que el autor concluye que si nos hemos acostumbrado a la bomba atómica, a las fábricas y campos de concentración o a una «bonita lámpara de piel de judío», «¿por qué no acostumbrarnos a una tarde como ésta?» En cambio, «Los pájaros» es un breve ensayo, una reflexión en torno a la naturaleza y su contraposición con el mundo humano, para concluir con una visión solipsista en que la propia mirada —como en Sartre— hace aparecer al mundo. El poema narrativo en prosa cuyo protagonista sin rostro es Deseo, por el contrario, constituye una especie de alegoría irónica en la que se une el maremágnum citadino y aparentemente racional con la irracionalidad del instinto separado del cuerpo que lo genera. En «No, porque era coja», el autor prefigura otro de sus cuentos: «Los avatares de un hidalgo en tierra de tátaros» (incluido en El ruido del mar) y revela, por tanto, una de sus obsesiones: la muerte por empalamiento.

Lo imaginario como reflexión y como representación, la subjetividad, el niño que por ir en busca de una pelota se introduce en el vientre de una mujer para ser luego digerido, la maternidad, la adolescencia, la memoria, la noche o el lado nocturno del ser, la ciudad y el deseo, los sistemas de pensamiento como cedazos a través de los cuales hacemos pasar la vida, el tiempo y la ausencia, la escritura misma como el lugar de la recurrencia, son temas fundamentales que, en buena parte, el Armando Pereira ensayista ha tratado también en libros como Graffiti.

Las breves e intensas joyas literarias, que a menudo cabalgan entre el ensayo y la poesía, y que Armando nos ofrece en Verificación de la ausente, se hallan marcadas sobre todo por la sensibilidad y la imaginación. Esencialmente, se trata de un libro de poesía, entendiendo esta palabra en su acepción original: como acto de creación.

 

II. LA AGUJA Y EL AGUJERO DE LA AGUJA: NOTAS SOBRE LA POESÍA DE ARMANDO PEREIRA

Los académicos cuadriculados, que son la mayoría, suelen separar de forma radical la investigación de la creación, cuando en realidad el creador también investiga y el investigador debe poseer un mínimo de creatividad. Armando Pereira (Guatemala, 1950) desempeña con creatividad y rigor ambas disciplinas: la creación literaria y la investigación, aunadas a la labor crítica. En su libro El ojo de la aguja (Ediciones del lirio, Letrablanca, 2017), se revela como poeta.

Borges afirma que «un volumen de versos no es otra cosa que una sucesión de ejercicios mágicos. El modesto hechicero hace lo que puede con sus modestos medios». En «La araña en la pupila», el erotismo y la muerte se enlazan con magia: ojos, cuerpo, manos amadas atraen al amante, quien como el suicida camina hacia un abismo oscuro para hallar, a la postre, la nada: «me hundí en tu cuerpo oscuro,/ como quien se hunde/ en la noche más negra e indistinguible./ Ahora sólo me queda el recuerdo/ de esa muerte/ lenta, apacible, deseada»… Tal vez los dos grandes temas de este poemario sean dos viejas obsesiones de Pereira: el cuerpo y la memoria en tanto cohesionadora, a veces infructuosa, de ese cuerpo. Esto resulta claro en «Ulises», donde el yo se reduce a una «memoria inconsolable».

Y la frialdad de la soledad absoluta es representada por una silla, por los huesos de madera de una triste silla solitaria. En el permanente aburrimiento que teje el ser humano alrededor y del cual, paradójicamente, quiere escapar, se cifra no sólo nuestra adolescencia, como aparece en el poema «Una edad imposible», sino en los sucesivos intentos de seguir creciendo. ¿Hacia dónde? La única respuesta es la memoria, el recuerdo de Ulises. Y sin embargo, el peregrino carece de ella porque no escribe y no deja huella. A diferencia de Ulises, el peregrino sólo camina sin preocuparse por lo que dejó atrás. Que los escribanos enaltezcan la memoria estéril del peregrino. Sólo ellos guardan la memoria.

La vejez y el cuerpo como un estorbo son notorios en «¿Cómo salir de aquí?» y «Los ruidos de un cuerpo». Acaso este último poema refleje mucho más al Armando actual. En «Tiresias» adivino ecos del Borges de Los conjurados, en particular de «Cristo en la cruz». Es un retrato inigualable de la soledad. La soledad: «Cuando te vas de mí», pero también «Inusitada permanencia», donde todo se desvanece menos el estar. Amor, erotismo, soledad y memoria se conjugan en «¿Cómo llegar a ti?»

La «Carta (imposible) a Franz Kafka» rompe con los poemas precedentes en cuanto a tono y tema. Por su brevedad y profundidad la cito completa: «Un hombre/ despertó un día/ convertido en cucaracha.// La cucaracha/ miró hacia atrás/ contemplando al hombre que había sido.// Y sintió asco.// Buscó,/ entonces,/ sin dilación,/ un hoyo/ donde refugiarse».

Junto a poemas líricos de intensidad erótica, «Pensar la muerte» es una reflexión filosófica sobre lo imposible. En «Las puertas», la puerta es símbolo de la persona en su sentido etimológico: la máscara que todos llevamos. Es más sano salir por una puerta que entrar. Son impenetrables los humanos. Tras una puerta no se sabe lo que pueda haber. El mundo está lleno de puertas. El yo lírico prefiere caminar por un sendero libre de puertas. «Las últimas palabras de una hija» rompen lo que se creía metáfora o alegoría y reluce con ironía, en un final literal, crudo, burdo, denotativo, directo, que hace trizas el tono mismo del poema: he ahí, sin duda, un hallazgo.

El ojo de la aguja es un poemario muy personal, en ocasiones autobiográfico. Su poderosa tendencia al subjetivismo (y al pesimismo) que lo vuelve intenso, lírico, a menudo desgarrador (como la «Imago de un amigo»), es uno de los aspectos que lo diferencia de ese otro Armando Pereira, distante, dedicado a la investigación literaria y a la academia.

 

III. AMANECER EN EL DESIERTO: MÁS ALLÁ DE LOS CUERPOS

Los cinco cuentos que componen el libro Amanecer en el desierto (1996) (que toma su título del último relato) se caracterizan por su riqueza de niveles de lectura. Si existe un rasgo que, además del aspecto formal, tiene el poder de convertir un texto literario en una obra de carácter universal, ese es precisamente la diversidad de niveles de lectura, de interpretaciones que se le pueda dar. En los relatos de Pereira, además, encontramos una gran variedad de temas: desde la ironía feroz contra el psicoanálisis y los psicoanalistas, que se fundamentan en las fantasías de sus pacientes para sacarles dinero, como ocurre en «Conversación en un diván», hasta la colonización mental y cultural que ha sufrido México por parte de los Estados Unidos, notoria en «Amanecer en el desierto»; desde la denuncia política y social, hasta el tema de la guerra fría implícito en la confesión de un torturador; desde la importancia del cuerpo como entidad productora de placer, hasta el tedio y el hastío de una relación de pareja; desde la crisis económica y espiritual de nuestra sociedad, hasta el tema intimista e introspectivo.

Los cuentos están escritos con intensidad y pasión. Muchas imágenes adquieren un gran número de connotaciones debido al recurso de la comparación y la metáfora, pero siempre se halla presente la realidad de una clase más o menos acomodada. En cada cuento hay trasfondos vivenciales en los caracteres, de ahí la profundidad de sus dimensiones psicológicas y, en ocasiones, simbólicas. Los hombres y mujeres que habitan en estos relatos pueden ser conscientes de su anquilosamiento y autodegradación, pueden estar embargados por el deseo imperante de fugarse de una realidad para penetrar en lo desconocido. En todos los cuentos, las relaciones humanas se nos presentan sumidas en situaciones límite. Las parejas, por ejemplo, han llegado al hastío, a esa turbia repetición de lo cotidiano, donde sólo queda la costumbre y la soledad, aunque a veces la imaginación como medio de escapatoria, como en «Los visitantes», o la presencia de la muerte, el suicidio «involuntario», como en «Amanecer en el desierto».

El libro abre con el relato titulado «Lectura de cuerpo». Narrado en segunda persona, como si se tratara de la propia conciencia del protagonista, el cuento propone un nuevo dogma: «No hay otra verdad que el cuerpo», como afirma Paul Nizan, pero a la vez se trata de una ironía. El protagonista llega a un café donde, además de la lectura de tarot y de café, se hace «lectura de cuerpo». Como en García Ponce, la realidad del cuerpo no es utilizada por el autor sólo como un simple medio para excitar al espectador. No permanece en un nivel meramente pornográfico, lo que lo convertiría en un escritor superficial e intrascendente, como la mayoría de los que escriben sobre el tema. La pornografía aquí es usada con intensidad descriptiva, como un importante recurso para llegar a un nivel filosófico y metafísico: la realidad del otro y mi propia realidad. Los límites entre una y otra. Tú estás con los ojos cubiertos y

La lengua, como una daga, se hunde en la palma de tu mano y dibuja otras líneas: las líneas del placer, que no saben constreñirse a ese espacio y repentinamente lo desbordan. Se derraman por tus brazos y tu pecho, bajan jugando a tu vientre y se precipitan lentas, vertiginosas, por tus piernas, a medida que unas manos te recorren, a medida que unos dedos de uñas afiladas suavemente desgarran la piel que una vez te dieron, para develarte, en el placer y en el dolor que te provocan, la existencia de otra piel más honda, más oscura, que ignorabas. Esos dedos que imaginas te delinean trazo a trazo, te dan un nombre, te inventan, te reconstruyen.

La lectura del cuerpo es total y la lengua del otro es la mirada que lo lee. Felación. Convulsiones. Espasmos. Placer. El cuerpo abandona lentamente al espíritu… «Ahora no existes, no existe nada y el silencio vuelve a llenarlo todo». Pereira invierte los valores cristianos: no es el espíritu el que abandona el cuerpo al morir. Aquí es el cuerpo el que abandona la memoria, y tú quedas «deshabitado».

El tercer cuento, «El inquisidor», trata sobre un extorturador que expía su culpa relatándole a una mujer —con lujo de detalle— cómo torturaron y asesinaron a su esposo… El cuerpo ya no es aquí el centro del placer, sino del dolor. Pereira es autor de sensaciones táctiles, olfativas, visuales, auditivas… El cuerpo del torturado permanece en silencio y ese silencio es, al mismo tiempo, una tortura para los verdugos. La viuda escucha el relato y sabe que se trata de la venganza de un torturador que no pudo soportar el valor, el silencio de su esposo Rodrigo, a quien la mujer se dirige desde el principio como si estuviese vivo. Pasmada, estática, aterrorizada, la mujer, sin embargo, sigue escuchando: «Quise decirle que se callara y no sé si lo hice. A esas alturas, me había quedado sin voz y las palabras se me volvían piedras a mitad de la garganta. Ya no veía ni escuchaba nada. La cantina era un espacio borroso e incierto del que no hubiera sabido salir. Sentía o, más bien, había dejado de sentir mi cuerpo».

El último relato del libro, «Amanecer en el desierto» es, a mi juicio, el que posee más niveles de lectura. Se trata de uno de los mejores cuentos escritos en México durante la última década. Alvaro y Andrea hacen un viaje a Los Cabos, espacio culturalmente colonizado por los gringos. Allí, su relación conflictiva, aunada a la denuncia política y al humor negro y cáustico, cobra un sinnúmero de símbolos y connotaciones: la decadencia, la soledad que va más allá de los cuerpos, el desierto anímico de una mujer que piensa constantemente en un ser al que ha dejado de ver temporalmente y al cual quiere regresar para consagrarse a él por completo (no conocemos su obsesión sino hasta el final). La decepción —como en Emma Bovary— la evade de su marido, quien pretende acercarse a ella, pero ella lo rechaza: «Un rechazo más en la ya larga lista de rechazos cotidianos no era para alarmarse, aunque ahora se tratara precisamente del primer día de vacaciones, de ese espacio abierto entre los dos con el objeto de recuperar un deseo que parecía perderse cada vez más en las tediosas rutinas de todos los días». El desierto es esa conciencia de la soledad metafísica que nos conduce a reflexionar sobre la validez de lo que en una época creímos y que ahora nos decepciona. El autor, mediante el monólogo interior indirecto, nos otorga la visión, el punto de vista de Álvaro, pero también el de Andrea, que resulta más intenso y fundamentado. Ella, sin embargo, piensa en los «hombres» y hace generalizaciones de este tipo: «Ninguna otra cosa les importa, sólo ese chisguete de semen que les permite constatar que se han quedado adentro, que les pertenecemos, que nos han dejado anegadas. Para ellos somos sólo orificios: boca, ano, vagina. Y nos meten todo lo que a ellos les sale: la lengua, los dedos, el sexo, como si sólo así, como si únicamente así». Esta apreciación general tiene su origen en su interpretación racional, en su muy particular sentir de mujer que necesita afecto, que necesita que el otro la haga sentirse ella. Continúa Andrea:

Como ahora él, afanándose sobre mí, fatigándose. No sabe (o lo ha olvidado) que hay otras formas, otras vías: las caricias, por ejemplo, las palabras. Hacerme saber que soy yo la que está debajo de él, que no piensa en otra sino en mí, que es a mí a la que busca, a la que quiere. ¿Cuándo dejó de hablarme? ¿Cuándo dejó de decir mi nombre al penetrarme? Ahora sólo gime, gime como un perro agradecido en mi oreja. Pronto soltará eso que lo hace feliz, en lo único que se reconoce, y lo veré sonreír con esa sonrisa boba, alelada.

En el desierto, cada uno de los integrantes de esta pareja se encuentra consigo mismo. Y si se trata de un desierto cultural en nuestro propio país, donde la presencia del dólar y del idioma inglés es la única realidad, donde el mexicano ha sido reducido a un simple servidor del extranjero, entonces el desierto amplía sus dimensiones: desierto individual y desierto cultural. Dialéctica que conduce a la resignación, a la aceptación externizada de nuestra autodegradación histórica y ya casi irreversible. Desde el principio nos percatamos de esta realidad. En la playa hay un letrero que le advierte al público de los peligros de nadar en el mar, debido a las corrientes del Pacífico, pero —¡oh coincidencia!— el letrero está sólo en inglés. Incluso las calles de la ciudad no daban la imagen de ciudad: «Era más bien algo amorfo, a mitad de camino entre un pueblo y una ciudad, un lugar hechizo, artificial, sin fisonomía propia. Sólo la zona turística —dos o tres manzanas, fuera de la avenida central— estaba asfaltada, todo lo demás derivaba en casas de adobe y calles apenas trazadas en el terregal». El descuido de lo propio y el interés personalista de mantener buena imagen para el exterior sin importar la imagen que se produce en el interior, nos conduce a una asfixia lenta y progresiva. Por ello es parte de una denuncia que adquiere cada vez más actualidad.

Mucho podría comentarse sobre cada uno de los relatos de este libro —cada uno tallado con el buril del artista—, y en eso consiste su riqueza, que va de lo propio a lo universal.

 

IV. LAS PALABRAS PERDIDAS

Vete a la lengua, que en ella consisten los mayores daños de la humana vida.

Miguel de Cervantes Saavedra: El coloquio de los perros.

Tanto la frase bíblica «El que guarda su boca guarda su alma, mas el que mucho habla tendrá calamidades», como el famoso refrán «En boca cerrada no entran moscas», nos remiten a la dicotomía logos-silencio y optan por este último en tanto que la razón como tal pertenece sólo a aquellos capaces de hacerla surgir a través de la palabra y la acción, así como la palabra debe reflejar la razón. Ya en el Rig-Veda la Palabra (Vac), que habla en primera persona, dice, entre otras cosas: «Yo he creado la contradicción entre los hombres / He penetrado el cielo y la tierra // Yo soy quien creó al Padre en la cúspide de este mundo». Cuando en las antiguas culturas del Extremo Oriente (India y China) el ser humano empezó a explicar racionalmente el universo, a través de la filosofía —fuera materialista o espiritualista—, también se percató de la importancia del lenguaje y Panini creó la primera gramática de la humanidad: la del sánscrito, donde lleva a cabo una sistematización del único vehículo capaz de representar las distintas realidades (incluidas las conceptuales). Me surgen estas breves reflexiones sobre el poder de la palabra y el valor de la razón y del silencio —a veces el silencio es el auténtico producto de la razón—, tras la lectura de la primera nouvelle de Armando Pereira (1950): Las palabras perdidas (1999). Si es que puede extraerse una unívoca y fácil conclusión de esta obra en la que son discernibles varios niveles de lectura, se trata de una profunda e irónica reflexión sobre el poder de la palabra al servicio de una inteligencia que se niega a esa muerte cotidiana, a esa desintegración paulatina que la realidad —fuerza irracional e inacabable— produce en nosotros día con día. En cambio, el silencio, al que Andrés —el protagonista de la obra— siempre temió y nunca toleró en su mujer, Amalia, es la muerte de la palabra, la aceptación del cotidiano desintegrarse en el sinsentido del tedio prolongado: el tedio de amanecer para volver a vivir una y otra vez.

Esta nouvelle de Armando Pereira nos transporta a lo que hubiera sido un inocente y tranquilo viaje de vacaciones de dos parejas (una de las cuales lleva a su hijo) a las costas de Oaxaca. Este viaje, sin embargo, se torna lentamente en una cadena de tensiones que recaen sobre Andrés, el hombre que desde el inicio reniega y agrede con palabras al medio rural y a la playa en pro de la ciudad y del asfalto. La intolerancia de aceptar el breve cambio de una situación a otra, el constante resistirse a ese lugar en que hasta el aire se ha convertido en una «masa dura, compacta, que más que respirar hubiera que tragar a mordiscos», convierten a Andrés en un extranjero en su nueva y efímera realidad: un extranjero de todo centro —como el personaje de Albert Camus—, un hombre urbano, insatisfecho, inteligente, pero que se lanza a la acción y emite palabras sin conocer las graves consecuencias.

Cuando Andrés pierde la memoria de lo que le dijo a una de las nativas, a la «ninfa negra» de hermosos ojos y piel morena, se pierde a sí mismo y el entorno va moviendo con saña las fichas del tablero para darle jaque tras jaque a ese hombre que vino de la ciudad a creerse rey en tierra de siervos. Si ya su soledad se acentúa in crescendo desde el inicio, a través de las sucesivas tensiones y conflictos —a veces lúdicos— con Roberto y Amalia, al irrumpir en su realidad la «ninfa negra» lo único que su sinrazón o razón adormecida le hará hacer, será tratar de atraer a esa ninfa con su única arma: las palabras. ¿Pero qué le dijo? No recuerda. La nativa asume que fue una declaración de amor e intenta atraer a Andrés. El temor de éste camina parejo con la cada vez mayor traición del habla y con lo que él interpreta como agresiones de sus amigos y de su mujer.

En busca del placer del que ha estado exiliado, Andrés hace intentos fallidos para salir del tedio y modificar la intimidad con su esposa. Pero cada vez le cuesta más trabajo hilar las palabras y su único centro lo va dejando desolado a la mitad del camino de su vida, aunque no en medio de una selva oscura, sino en medio de la repetición ritual de las olas y de la oscura, irracional, incomprensible naturaleza, de ese espacio ancho y ajeno para él. Su descenso al infierno será paulatino e inconsciente, porque no habrá ni Virgilio ni Beatriz ni Dios que lo proteja.

¿Qué significa esto último para nuestra cultura? Si la novela de Pereira, estructurada en cuatro capítulos, se caracteriza por su amenidad, intensidad, concisión, así como por sus descripciones eróticas y su humor cáustico, en ningún momento está exenta de profundidad. La obra nos sugiere que, cuando en medio de nuestro optimismo en el progreso de la civilización, el centro que constituía la presencia de Dios se transformó en Razón y luego en el yo de los románticos para después desplazarse y diluirse entre la confusión de las teorías y las conjeturas, dos mundos crearon una frontera invisible y difícil de transgredir: aquélla que separa al logos del ritual tradicional. Por ello Andrés rechaza y se burla de la teoría psicoanalítica, tachando a Freud de romántico que no acepta la realidad como es; por ello se burla del mito roussoniano del buen salvaje; por ello califica de imbécil a quien se le ocurra poner una frase de Calasso como epígrafe de un libro, aludiendo así —sin saberlo— al autor de la novela en la que vive, si bien el epígrafe en realidad es una cita de Homero que Calasso utiliza en Las bodas de Cadmo y Harmonía; por ello, en su imaginación, Dulcinea se venga de un don Quijote que la ha idealizado demasiado, hasta el punto de descarnarla; por ello se ríe de Paris y Helena. Andrés parodia los sistemas, las convenciones sociales, los mitos clásicos y modernos; acepta la visión lúdica del mundo, el juego de las palabras, porque sabe que el logocentrismo ha dejado de funcionar, porque incluso su segundo matrimonio se ha precipitado a un pozo. Él sabe, con Jonathan Swift, que el hombre no es un ser racional, sino sólo capaz de razonar; conoce su poder de poner las palabras al servicio del juego, un juego que está a su servicio. La perdición de este hombre fue no pertenecer a ningún lado: ni al lugar de los blancos ni al de los nativos. Su perdición fue cruzar las fronteras de la razón al separarse del lugar que la vida le asignó para irrumpir en el otro lado. Su fracaso fue no aceptar su identidad y permanecer fiel a su mundo, pero asimismo no aceptar, como lo hizo su ex amigo (el gordo Millán), el otro mundo. El gordo Millán, que aparece en una retrospección, abandona su trabajo, a su mujer e hijos, a sus amigos, para convertirse en pescador. Es clara, en esta historia, la oposición entre la ciudad con su «civilización» donde —como sostiene Bataille— el hombre niega su animalidad con el trabajo, y la playa, la realidad rural con su incultura y resentimiento animalesco por el mundo de los «amos».

Con las palabras Andrés nunca dejó de intentar recuperar la civilización y reencontrar a su esposa en un mundo que anhelaba inteligible y racional. Pero su visión apocalíptica acentuó sus conflictos al percatarse de la inutilidad de las palabras y de esas vacaciones en las que creían tanto su mujer como Roberto y Lucía, vacaciones que en realidad intentaban llenar un vacío. La misma Amalia se percata de que ella y su marido están en el fondo de un pozo y dice: «Ya ni siquiera las palabras nos sirven. Eran tu casa, el único lugar en el que te sentías a gusto, confortable, y, a través de ellas, me lo hacías sentir a mí también». El matrimonio se convierte en un ritual que ha perdido su mito, su modelo; se transforma en una repetición autofágica, donde Amalia llega a matar el deseo de Andrés, donde la cotidianidad ha agotado la vida y el misterio, donde ni los lúdicos cambios de identidad ni las palabras funcionan como redentoras de la relación amorosa. Pero las palabras lo llevarán al sinsentido absoluto, al exilio de su realidad. Al final, Andrés pierde las palabras y al perderlas se pierde en una selva dantesca y sin retorno.

 

V. EL RUIDO DEL MAR

En su libro de cuentos El ruido del mar (2005), Armando Pereira (1950) se ha consolidado como uno de los narradores mexicanos más intensos e interesantes de la actualidad, no sólo porque, como escritor, le confiere a la palabra —a la palabra precisa, con una función estética— un valor primordial, sino sobre todo por los temas que trata y por la forma en que lo hace. En una reciente entrevista publicada en El Financiero, afirma Pereira que en El ruido del mar «lo que buscaba, básicamente, era conjugar varios registros: cuentos que pueden ser serios o que pueden apelar, digamos, a una actitud del lector mucho más de búsqueda interior […] También hay otros cuentos en los que quise meter un poco de humor, en los que quise jugar un poco con el lenguaje».[1] He ahí, tal vez, el rasgo más importante de esta nueva obra: la diversidad. Y en ese sentido coincido con Armando: un poemario o un libro de cuentos no necesariamente deben mantener unidad total. Al contrario: a veces esa supuesta unidad convierte a la antología en una obra monótona.

En El ruido del mar y en el poemario Verificación de la ausente (publicado también en 2005), Pereira penetra en diversas zonas de un modo quizá poco «ortodoxo», en cuanto al estilo, los tonos, la heterogeneidad de los temas. Hasta el día de hoy —que yo sepa— a nadie se le había ocurrido escribir un cuento donde todo gira alrededor de una hemorroide, como ocurre en el titulado «La inhóspita conciencia del cuerpo». Y si bien es posible encontrar el influjo directo de Borges en un relato como «Los avatares de un hidalgo en tierra de tártaros», al escritor argentino nunca se le hubiera ocurrido indagar en otro tema que también tiene que ver con la parte inferior y trasera del cuerpo: el empalamiento, tema que Pereira también trata en una de las narraciones de Verificación de la ausente. Y es que el cuerpo —el cuerpo y la memoria— constituyen acaso las obsesiones principales de este autor; obsesiones que pueden rastrearse de igual modo en Amanecer en el desierto y en su novela corta Las palabras perdidas. A Pereira le interesan los temas heterológicos, como el incesto o la escatología. Los ecos de Georges Bataille son recurrentes. En El ruido del mar ha indagado constantemente en lo escatológico, aunque no sea ése el tema central de los cinco relatos que componen el libro, sino sólo de dos.

A pesar de estas preocupaciones, El ruido del mar es un libro sumamente heterogéneo, que juega con diversos tonos y registros: melancólico, humorístico, irónico, histórico, grotesco, paródico… El desgarramiento que en el recuerdo produce la guerra civil española en el texto que le da nombre al libro; un lugar inventado en tierra de tártaros durante la Edad Media; el centro histórico de la ciudad de México como el espacio donde supuestamente todo se resuelve, pero donde al final nada termina por resolverse; la ciudad de San Francisco, California, como el ámbito kafkiano en que un nuevo Gregorio Samsa despierta, no convertido en bicho, sino en prisionero, son algunos de los temas y espacios que la mirada del autor abarca en esta obra.

El primer cuento, como lo dice el título, «Imágenes (desprendidas) del álbum familiar», no es sino evocación, el despliegue sinuoso y poético de la memoria; una memoria que fluye para llenar la ausencia con lirismo y ambigüedad. En el segundo relato, «Avatares de un hidalgo en tierra de tártaros», tenemos el viejo tema del viaje: un viaje durante la Edad Media. El estilo empleado por el autor nos recuerda a aquella época, pero el lenguaje está elaborado con la delicadeza de un buen artesano, y por ello no nos parece ni afectado ni monótono, sino paródico. La lección de Cervantes es evidente. Si el ingenioso hidalgo don Quijote se vuelve loco de tanto leer libros de caballería, en el cuento de Armando, el Príncipe Alberto pierde la razón de tanto leer los relatos del Calila e Dimna —libro, como es ya sabido, de origen hindú, que los persas tradujeron del sánscrito y los árabes del persa, y la corte del rey Alfonso X, en España, del árabe al castellano—.  Don Fulgencio González de la Serna, el hidalgo, tiene la encomienda de traer al Príncipe de regreso, y en su viaje va adquiriendo distintos avatares; se va transformando (la palabra «avatar» significa originalmente «manifestación» o «reencarnación»).

Más arriba dije que este cuento acusa una influencia de Borges, y agrego ahora: también de Pierre Klossowski, en el sentido y forma en que el autor hace uso del motivo de las «Leyes de la hospitalidad» (la donación voluntaria de la esposa por parte del esposo a un huésped). Pereira toma este tema de Klossowski y lo traslada a tierra de tártaros, en plena Edad Media, con todo el lujo, la ostentación y la búsqueda de los placeres en lo reinos orientales. Hasta el apellido del anfitrión del hidalgo, Baiam Hodum evoca la lujuria, al verbo joder (que en México traduciríamos por coger). Armando explora en lo grotesco y en lo cómico; incluso en la caricatura, sin perder jamás la verosimilitud. Al igual que los antiguos escritores, a quienes les interesaba que el lector creyera que lo que leían era verdad, el narrador de esta historia también advierte la «veracidad» e incluso se cuida, al final, de proporcionarnos una moraleja. Claro, un lector del siglo XXI sólo puede interpretarla de forma irónica. En resumen, el relato está elaborado como una especie de mezcla de apólogo medieval con sátira irreverente. Un enxemplum en clave irónica.

A diferencia de los dos cuentos anteriores, el tercero no se caracteriza ni por su despliegue de imágenes ni por la alteración del lenguaje para producir el efecto de otra época. En «Black out» lo que prevalece es la tensión. Ya dije que uno de los temas predilectos de Armando es la memoria. En este cuento, el lector se enfrenta al retorno a la cotidianidad de un personaje después de una experiencia pesadillesca en que se mezcla lo cómico y lo trágico. El espacio es una gran urbe (San Francisco) de la supuesta democracia más libre del mundo (los Estados Unidos); democracia —y el autor se encarga de denunciarlo— que no se ha convertido sino en una dictadura puritana, donde el terrorismo es ejercido por las mismas autoridades. Al igual que en La metamorfosis, de Kafka, el protagonista despierta convertido en otro. La diferencia es que en el cuento de Armando fue la autoridad encargada de proteger a la ciudadanía la que transformó al sujeto en preso: el absurdo —y por tanto la denuncia— se hacen explícitos.

El tercer cuento es de tema totalmente escatológico. Un hombre divorciado conoce a una muchacha, de la que se hace amante, pero un buen día el tipo descubre que le ha salido una hemorroide tan molesta que casi le es imposible caminar bien. La aparición de este ser inhóspito en el trasero del protagonista lo llevará a razonamientos mucho más profundos en torno del cuerpo y de sus miserias. Lo apremiante es deshacerse de ese intruso, que desde su aparición se volverá casi protagónico. La almorrana se convierte en un segundo corazón (porque incluso late), o en un tercer ojo, o en un hijo del que el protagonista no puede desprenderse; al contrario: debe cuidarlo, acariciarlo, mimarlo, llevarlo al médico… Por supuesto, el humor es el recurso del que más se echa mano. La víctima es el protagonista, quien no deja de indignarse ante su propia «catástrofe anal». Esta es la historia de cómo el cuerpo puede estropear un ritual: el ritual erótico que se propone ese sábado con su amante y que, a la vez, lo hace salir de esos otros múltiples rituales cotidianos. El influjo de Bataille, de cómo el pensador francés encara los temas heterológicos (por ejemplo, en El ojo pineal) es decisivo.

Por último, el cuento que le da título al libro, «El ruido del mar», evoca la tensa situación familiar en que algunos hermanos no comprenden sino los aspectos materiales, el dinero, aspectos que se contraponen a los recuerdos que la madre enferma tiene de su difunto marido (hombre idealista en la guerra civil española), y que siempre aluden precisamente a los ideales, a lo que no puede jamás unirse ni relacionarse con el dinero ni con lo material. «El ruido del mar» es un hermoso relato sobre la muerte de las utopías. Con el deceso de la madre del narrador, mueren también los ideales y las utopías: «me duele pensar —leemos— que tu rabia desaparezca contigo, que el mundo se vuelva cada vez más blando, que la gente como yo se conforme con un cielo azul, sin nubes, el tibio calor del sol sobre la piel y el ruido del mar ensordeciéndolo todo en los oídos».

En la entrevista que cité al principio de esta reseña, Armando Pereira afirma que «un cuento es algo que aparece de pronto»[2] (yo agregaría: como la hemorroide de su personaje…). Y continúa: «Puede empezar como una idea, pero ya cuando te sientas a escribir es porque lo tienes realmente completo. Porque ves el principio, ves el final, ves incluso el desarrollo, la historia. Y con una novela ocurre lo contrario», pues en una novela el escritor se permite digresiones, y casi nunca sabe cómo terminará. La concepción de Pereira sobre el cuento —género mucho más antiguo y a veces hasta más difícil que la novela— y su dominio del estilo y del lenguaje; su sensibilidad para producir imágenes memorables, hacen que sus relatos —y concluyo con la idea con que empecé— se caractericen no sólo por su intensidad y pasión, sino por las múltiples lecturas que pueden suscitar.

 

VI. LA CUERDA DEL POZO

Tras una larga trayectoria como ensayista, crítico, investigador, poeta y narrador, Armando Pereira nos entrega su segunda novela. Antes, había publicado Las palabras perdidas, narración concisa, casi una instantánea, como los cuentos de Verificación de la ausente, Amanecer en el desierto y El ruido del mar. Pero La cuerda del pozo (2012) es una de las mejores novelas de lo que va del siglo XXI Uno de sus temas centrales es ya de por sí intenso: el desplazamiento, el viaje de un mexicano de ascendencia española a Madrid, donde encuentra la soledad y a una España muy distinta de la que él va a estudiar.

El investigador Andrés Samayoa llega a Madrid para indagar sobre la guerra civil española. La acción ocurre en 1999, pero a veces nos transporta a los años de la guerra. La cuerda del pozo se inicia con un profundo sentimiento de soledad durante el cual Andrés evoca el tiempo de Ramiro de Maeztu en Londres, y cita a este ensayista de la Generación del ’98: «para lo único que sirve el ejercicio de la soledad es para aprender a vivir sin otros excitantes que el propio pensamiento». Hay, sin embargo, un contraste entre Maeztu y Andrés: este último aguarda a su mujer Laura y a su hija Diana, presencias anheladas para amenguar la soledad.

Tal vez uno de los rasgos más destacados de la prosa artística de Armando sea la intensa carnalidad de sus personajes. Los seres que habitan en sus narraciones no sólo son sus nombres, sino que encarnan y cobran vida a través de sus cuerpos. Ocurre lo contrario de muchas novelitas anecdóticas, ligeras, a las que les interesa más instruir o mostrar situaciones que revelar esencias humanas mediante seres de carne, hueso y nervios. Y es justo el cuerpo uno de los temas e ingredientes en las narraciones de Pereira (recuerdo su cuento sobre una hemorroide, o aquel otro sobre un empalado). El cuerpo, siempre envuelto en atmósferas y escenarios de gran plasticidad, no es sólo el cuerpo erótico —Pereira ha analizado las obras heterológicas de Bataille, García Ponce y Elizondo, entre otros—, sino también el cuerpo doliente, decadente, trágico en su profunda y demasiada humanidad.

La obra recorre desde el ambiente serio de una biblioteca hasta las sórdidas y decadentes atmósferas callejeras o interiores de la prostitución, la drogadicción y los personajes marginados, pasando por la cómoda y sosa vida de la clase media. Entre otros temas que desarrolla la obra, destacan la condición de los sudamericanos y árabes en Madrid; el paralelismo de la irracionalidad en una guerra civil con la guerra cotidiana, familiar e individual; la transformación del yo y la recuperación del amor a partir de un viaje iniciático con un doble descenso a los infiernos: el de la marginalidad, y el de la enfermedad y la perspectiva de la muerte; la escisión entre racionalidad e irracionalidad; la sexualidad; el descubrimiento de la realidad más allá de toda teoría y metafísica («no hay más metafísica que la que nace de un olor o de un sabor, como en Proust»; el pudor y la vergüenza como productos de una «falsa conciencia del cuerpo»; la vejez y la juventud; la nostalgia (esa «enemiga de la digestión»), así como la escritura misma: ¿qué decir que no se haya dicho?, ¿cómo evitar los lugares comunes sobre la guerra civil?

   Tal vez una de las tesis de esta gran novela sea que la vida misma es una guerra incesante dondequiera que estemos, de ahí el constante contrapunto, el diálogo histórico entre la España de fines del siglo XX y la de García Lorca y Ramiro de Maeztu. También, desde la tercera parte, hay un contrapunto entre las voces de Andrés y Laura, quienes llegan a relacionarse con un personaje secundario que andaba por ahí: un tal Armando Pereira.

Pienso que el núcleo narrativo radica en que Andrés, el protagonista, toma la cuerda y desciende al pozo de su origen (la búsqueda del padre a través de la historia de lo que éste vivió) y al pozo insospechado de su propio yo enfermo. Mucho le debe esta novela a la investigación (real) que el autor realizó en España y que se concretó en el libro Una España escindida: Federico García Lorca y Ramiro de Maeztu, pero en esta nueva obra nos encontramos con un narrador vigoroso, que nos envuelve con una prosa fluida, fresca, llena de sensaciones e imágenes que jamás escatiman la reflexión sobre el ser humano y su efímera y dolorosa condición.

[1] José David Cano: «Sobre las palabras precisas de los cuentos» (entrevista con Armando Pereira), en El Financiero (Sección cultural), México, 21 de septiembre de 2005, p. 44.

[2] Ibid.