Arcelia Ayup Silveti

El flagelo del día nuevo araña el cartón del techo de Remigio. Quiere traicionar al despertador de su anticuado celular. Se tapa la cara con la almohada e intenta alargar el sueño. Sabe que dormido se acerca a la felicidad: nadie lo persigue ni redime sus deudas monetarias y de honor. Mary es linda y lo ama, pero más importante aún: encuentra el dieciocho buscado por tantos años.

La alarma taladra su realidad. Estira las piernas con letargo y de un golpe calla al teléfono. Sin abrir los ojos, moja el dedo índice, lo pasea sobre su torso para saber que hay cuarenta y seis grados centígrados. Con lentitud se sienta al filo de la cama. Estira los brazos mientras piensa si será el día señalado para obtener ese dieciocho anhelado.

Son las diez treinta de la mañana; el viento ardiente traspasa las improvisadas ventanas hechas con cartones ahulados. Prende la radio en La Fogosa, estación encargada de alegrar sus primeras horas. Disfruta escuchar a su locutor favorito alburear a los radioescuchas, quienes descubren sus desnudadas fantasías.

Remigio escucha atento, sin parpadear, aquellos sueños. Sonríe y se siente varonil, mira hacia arriba imaginando El Kamasutra. Termina el programa y con él su placer del día. Le grita a Mary. Es urgente aplicarse, debe aprehenderlo ya. Aparece su musa a través de la cortina habilitada como puerta. Ella, mujer sin edad, lleva el cabello recogido, un vestido sin ataduras y la mirada de quien ha empeñado el alma. Mary tiene su vida dedicada a Remigio. Ambos inventan el júbilo, delinean su ritual de las once, igual a todos los ayeres, igual a las mañanas inconclusas.

A Mary le gusta el cigarro después del amor y antes del Nescafé. Camina sin ruido sobre el piso de tierra; lo riega un poco para aplacar el polvo. Mientras el agua hierve, en cada bocanada se imagina como actriz famosa. Alarga los instantes para seguir sus sueños. Se visualiza hermosa, seguida por sus admiradores guapos y ricos. Baila y canta ante el espejo roto, al que evita mirarle sus verdades. Cierra los ojos para acariciar su anhelo. El ruido de la ebullición del agua la encamina hacia su escenario real. Remigio va a su lado a tomar el Nescafé, con las mismas ganas, con la voluntad vertida en su reloj, en su día. Ella cavila en no cavilar.

Se pone el vestido sin ataduras. Sobre éste, su falda con holanes; luego las pulseras, una a una. Ata al cuello sus collares multicolores, llena de rojo sus labios, delinea sus ojos y se inventa un lunar. Antes de despedirse pone un chicle en su boca. Se marcha en busca de manos para leer y futuros ajenos por descifrar. Piensa que será buena jornada.

Hay mucha gente en el mercado. Se interesa más en quienes vienen del rancho a comprar la despensa de la semana. Mueve las caderas para llamar la atención, a la vez que exagera los movimientos para masticar el chicle hacia un lado, abriendo la boca grande. Capta la mirada de un joven, liberado después de escuchar sus predicciones y con el bolsillo más vacío.

El olor a fruta, a carne cruda y a hierbas la acompaña en tanto echa otra suerte. Conoce la fortaleza de su mirada. Pesca a un par de niñas: la mejor presa. A ellas siempre les presagia fortuna, belleza y felicidad. Las pequeñas se llevan esa imagen tan buena como efímera.

Tres clientes son suficientes para cubrir la cuota. Hace su guardadito entre el viejo sostén y separa los religiosos dieciocho pesos. Igual que ayer y que mañana, se apresura a la tienda donde ya la aguardan. Mira el gran aparador para descubrir el reloj de hoy. Será el de hoy, el soñado por Remigio durante los últimos veinte años. Entusiasmada, hace el trueque cotidiano con una esperanza nueva.

Camina y piensa en mirar y mirar. El sofocante calor ha borrado su lunar. Va concentrada en no pensar. Lleva el reloj como oro en paño, hasta que lo pone en las manos de él, quien impaciente y feliz, abre la bolsa para asegurarse que será éste el que ansiaba. De un tajo cambia la expresión: no era el deseado. Voltea con Mary, levanta los hombros creyendo en otro mañana.

Refrendan el mito en los fulgores, hasta que se ven con la juventud lejana y sus rostros cansados. Algunas veces agobiados, algunas tristes, cada cual con sus mismos sueños rotos. Se infunden ánimos para juntar sus soledades, para que el tedio no duerma entre ellos.

Cae otra tarde en los hombros de ella. Olvida la ilusión en la bolsa, piensa en sus silencios, en el fin de los mañanas de él. Por primera vez cree en sus profecías. Siente un hálito de soledad tras su casa de cartón. El aire levanta la cortina. Advierte a Remigio sin latido, sobre una ola de relojes volcada hasta el filo de la puerta. Mary se sumerge, por fin, en pensar en nada, sin nuevos dieciocho para capturar.