Karina Castro

El origen del término «serendipia» puede rastrearse hasta una fábula oriental titulada «Los tres príncipes de Serendip». Serendip era el nombre persa que recibía la isla hoy llamada Sri-Lanka. El registro más antiguo de dicho topónimo data de 361 a. de n. e. De acuerdo con información de la Enciclopedia Británica, es probable que el nombre provenga de la palabra árabe «Sarandīb», con la que se nombraba la mencionada isla, y que a su vez se cree que deriva de la frase sánscrita Siṃhaladvīpa, «lugar de lucha en la Isla de los Leones».

Muchos siglos después, el escritor inglés Horace Walpole, en una carta a su amigo el diplomático Horace Mann, fechada el 28 de enero de 1754, utilizó la palabra serendipity como sustantivo, haciendo referencia a la fábula y utilizándola para aludir a algo que se resuelve por una coincidencia afortunada.

Posteriormente, la palabra permaneció en el olvido hasta que, de acuerdo con la investigación del periodista Alex Grijelmo, casi doscientos años después, la revista Scientific American la utilizara en 1955 para referirse a «grandes hallazgos casuales».

Años más tarde, el doctor mexicano Ruy Pérez-Tamayo, tras analizar las traducciones de la fábula oriental que pudo haber leído Horace Walpole, concluyó que la interpretación que dio al término en su carta no es muy acertada, ya que en la historia, los príncipes no resolvían los problemas por medio de simple casualidad, sino valiéndose también de su sagacidad. Por lo tanto, en una publicación sobre biomedicina, propuso una definición de «serendipia» (equivalente en español de «serendipity») como «la capacidad de hacer descubrimientos por accidente y sagacidad, cuando se está buscando otra cosa».

Para Pérez-Tamayo, es necesario distinguir entre «serendipia» y «chiripa», debido a que, si se parte del origen propuesto por Walpole, la primera implica sagacidad por parte de quien la realiza, mientras que la segunda, de acuerdo con la definición de la Real Academia Española, significa solamente una «casualidad favorable».

Los argumentos de Pérez-Tamayo resultan lógicos y convincentes; sin embargo, actualmente, si atendemos a la definición que recogió el diccionario de la RAE al incorporar el término en 2014, nos daremos cuenta de que no coincide con la diferenciación propuesta por el científico mexicano en 1980, pues se lee lo siguiente: «Hallazgo valioso que se produce de manera accidental o casual».

Al tratarse de un hallazgo «accidental o casual», deja abiertas ambas posibilidades: que se trate de una simple casualidad afortunada sin ingenio de por medio, y que la serendipia sea hecha por alguien inteligente que buscaba otro resultado, pero obtuvo uno inesperado.

Serendipias ha habido muchas a lo largo de la historia: desde las píldoras anticonceptivas, la penicilina, el celuloide, el hule vulcanizado, los rayos X y la dinamita, hasta la teoría del caos, la ley de la gravedad y la llegada de Colón a América. Por consiguiente, no debería llamar la atención que el contexto en que más se ha extendido el uso del término sea el científico. Tan es así, que al revisar bibliografía científica, no es raro encontrarlo en compañía de términos especializados, desenvolviéndose cómodamente como si se tratara de un tradicional vocablo científico, a pesar de que después de Pérez-Tamayo y antes de 2002 no se haya utilizado en este ámbito. No obstante, en mi opinión, sigue resultando curiosa su presencia en ese contexto debido a su sonido y ortografía, que sin remedio remiten a lo literario.

A continuación, reproduzco la fábula de donde supuestamente se origina el término:

«Los tres príncipes de Serendip»

Esto es lo que les sucedió a los tres Príncipes de Serendip, que utilizaron distraídamente su inteligencia. Habían sido educados por su padre, que era arquitecto del gran Shá de Persia, con los mejores profesores, y ahora se encaminaban en un viaje hacia la India para servir al Gran Mogol, del que habían oído su gran aprecio por el Islam y la sabiduría. Sin embargo, tuvieron un percance en su camino.

Una tarde como esta, caminaban rumbo a la ciudad de Kandahar, cuando uno de ellos afirmó al ver unas huellas en el camino:

—Por aquí ha pasado un camello tuerto del ojo derecho. Había observado que la hierba de la parte derecha del camino, la que daba al río, y por tanto la más atractiva, estaba intacta, mientras la de la parte izquierda, la que daba al monte y estaba más seca, estaba consumida. El camello no veía la hierba del río.

El segundo, que era más sabio, dijo:

—Le falta un diente al camello.

La hierba arrancada mostraba pequeñas cantidades masticadas y abandonadas.

El tercero que era mucho más joven, pero aun más perspicaz, dijo:

—El camello está cojo de una de las dos patas de atrás, la izquierda.

Seguro las huellas eran más débiles en este lado.

El mayor, picado en esta competencia, afirmó:

—Por mi puesto de Arquitecto Mayor del Reino, que este camello llevaba una carga de mantequilla y miel.

Se había fijado en que en un borde del camino había un grupo de hormigas que comía en un lado, y en el otro se había concentrado un verdadero enjambre de abejas, moscas y avispas.

Se trata de un difícil reto para los otros dos hermanos. El segundo hermano bajó de su montura y avanzó unos pasos. Era el más mujeriego del grupo por lo que no es extraño que afirmara:

—En el camello iba montada una mujer —y se puso rojo de excitación al pensar en el pequeño y grácil cuerpo de la joven, porque hacía días que habían salido de la ciudad de Djem y no habían visto ninguna mujer aún. Se había fijado en unas pequeñas huellas de pies sobre el barro del costado del río.

El tercer hermano, absolutamente herido en su orgullo de adolescente por la inteligencia de los dos mayores, afirmó:

—Es una mujer que se encuentra embarazada, hermano. Tendrás que esperar un tiempo para cumplir tus deseos.

Se había percatado de que en un lado de la pendiente había orinado, pero se había tenido que apoyar con sus dos manos porque le pesaba el cuerpo al agacharse.

Los tres hermanos eran muy listos. Sin embargo, su sabiduría les trajo muchas desgracias por su soberbia de jóvenes. Al acercarse a la ciudad, contemplaron un mercader que gritaba enloquecido. Había desaparecido uno de sus camellos y una de sus mujeres. Estaba más triste por la pérdida de la carga que llevaba su animal y echaba la culpa a su joven esposa, que también había desaparecido.

—¿Era tuerto tu camello del ojo derecho? —le preguntó el hermano mayor.

—Sí —le dijo el mercader intrigado.

—¿Le faltaba algún diente?

—Era un poco viejo —dijo rezongando—, y se había peleado con un camello más joven.

—¿Estaba cojo de la pata izquierda trasera?

—Creo que sí, se le había clavado la punta de una estaca.

—Llevaba una carga de miel y mantequilla.

—Una preciosa carga, sí.

—Y una mujer.

—Muy descuidada, por cierto, mi esposa.

—Qué estaba embarazada.

—Por eso se retrasaba continuamente con sus cosas. Y yo, pobre de mí, la dejé atrás un momento. ¿Dónde los habéis visto?

—No hemos visto jamás a tu camello ni a tu mujer, buen hombre —le dijeron los tres príncipes riéndose alegremente.

El buen mercader estaba muy irritado. Cuando los vecinos del mercado le dijeron que habían visto tres salteadores tras su camello y su mujer, los denunció. Habían señalado todas esas características del camello con tanta exactitud que ninguno les creyó cuando afirmaron no haber visto jamás al camello. Y se habían reído del mercader; había muchos testigos. Fueron llevados a la cárcel y condenados a muerte, ya que en Kandahar el robo de camellos es el peor delito, más que el rapto de esposas.

La cosa no acabó tan mal. La esposa se había escapado y pudo llegar antes de que los desventaran en la plaza pública, como era costumbre para castigar a los ladrones de camellos.

El poderoso Emir de Kandahar se divirtió bastante con la historia y nombró ministros a los tres príncipes.

La sabiduría tiene su premio.

La casualidad los salvó y aprendieron a ser mucho más prudentes a la hora de manifestar su inteligencia ante los demás.