Estrella Asse
Si pudiera contarlo con palabras, no me sería necesario cargar con una cámara.
Lewis W. Hine
En el prólogo de Biblioteca personal, Jorge Luis Borges expresa el deseo de compartir una lista de libros que a lo largo del tiempo formaron en su memoria una biblioteca íntima, una colección de preferencias. En esos «palacios de la memoria», en esas galerías que se componen de distintos lenguajes y literaturas, Borges eligió sesenta y cuatro autores que consideró esenciales en su experiencia como lector. Sin incurrir en ningún tipo de análisis crítico, su intención era transmitir el goce estético de la lectura, al margen de las habituales nociones teóricas, e inducir a otros lectores a descubrir que el arte simplemente existe, como recuerda en las palabras de Angelus Silesius.
Así, rasgos, matices y fragmentos que prevalecen en la evocación de cada uno de los autores que reseña se entretejen en contextos filosóficos, históricos o literarios, igual que en el inventario anecdótico que da inicio al largo itinerario. En éste, el nombre de Julio Cortázar es punto de partida y esbozo de un encuentro que desde mediados del siglo pasado trazó un eje inseparable de la cuentística argentina.
Son los años de un Cortázar joven que apenas se iniciaba como escritor y acudía a la redacción de la revista Los Anales de Buenos Aires con el manuscrito del cuento «Casa tomada» como su única carta de presentación. Honrado por haber sido entonces el receptor de esa primera publicación, Borges subraya algunas características que más adelante se convertirían en constantes de la narrativa cortazariana. La rutina en apariencia trivial que envuelve a los personajes, la topografía intercambiable entre París y Buenos Aires que juega a imitar el estilo de una crónica o la configuración de tramas que se bifurcan en complejos tejidos temporales, son tan sólo algunos de los aspectos que determinaron un estilo propio que dio a Cortázar un lugar prominente entre los escritores latinoamericanos de su época.
Tras la publicación de «Casa tomada», que después se anexó al volumen de Bestiario (1951), una vasta producción de cuentos daría título a distintas colecciones que en poco tiempo tuvieron impacto en el ámbito internacional y fueron materia prima de exitosas adaptaciones cinematográficas. Entre otras, figuran las versiones libres de «La autopista del sur» —Week End, 1967— del director francés Jean-Luc Godard y la interpretación italiana de Luigi Comencini —L’ ingorgo: una storia impossibile, 1978—. Por su parte, Claude Chabrol adaptó para la televisión francesa Monsieur Bébé (1974) inspirada en «Los buenos servicios» que, junto con «El perseguidor» y «Las babas del diablo», forman el conjunto de los cinco relatos de Las armas secretas (1959). De los últimos, Bird (1988), de Clint Eastwood, recuerda el núcleo argumental en torno a la vida del saxofonista Charlie Parker, evocación de Johnny Carter, personaje de «El perseguidor», en tanto que Michelangelo Antonioni esboza en Blow Up (1966) la trama de «Las babas del diablo», si bien afín a la idea de un fotógrafo que intenta reconstruir los hechos a partir de la toma que casualmente capta, las motivaciones que desencadenan las historias contienen matices distintos.
En los comienzos de su largo exilio en Europa, Cortázar incursionó en campos artísticos en los que se buscó una franca renovación respecto de los postulados convencionales. Coincidente con el movimiento surrealista, Cortázar abogó por la ruptura de supuestos lógicos en el afán por reinterpretar la realidad a través de caminos alternos, vías por las que se escapa el estricto escrutinio de la razón. Mediante el humor y la ironía creó en su narrativa novedosos procedimientos que relativizaron el orden lineal del relato, planteando significados ambiguos, en ocasiones, dudas que parecen insondables.
De igual modo, las innovaciones estéticas en los ámbitos literarios, pictóricos y otros se manifestaron en la escena de la cinematografía europea. El llamado cine de arte se definió como género a la par de las tendencias vanguardistas que tenían en común presentar temas abstractos por medio de imágenes metafóricas. A diferencia de los géneros tradicionales enfocados a la descripción literal de la acción, el cine de arte trajo a un primer plano la anexión de símbolos visuales que libremente podían descontextualizarse de una estructura narrativa fija y alternar entre aspectos reales o no sin más explicación para los espectadores. Aunado a la complejidad de los contenidos, los finales felices, típicos del cine de entretenimiento, cambiaron en favor de finales abiertos propensos a diversas interpretaciones e incluso indescifrables en algunos casos.
Después de su famosa trilogía, La aventura, La noche y El eclipse (1960-1963), Antonioni continuó en la línea que definió su cine dentro de una nueva concepción a la que el director se refirió como «neorrealismo, pero sin bicicleta»; con ésta, aludía las características que lo diferenciaban de sus contemporáneos, en especial, de una de las figuras más emblemáticas del periodo neorrealista, Vittorio de Sica, y su célebre Ladrón de bicicletas (1947). David Cook explica que con ese término Antonioni marcó una distancia con el inicio de su carrera, con realizaciones que tuvieron por principio la recreación del ambiente sórdido de la posguerra en rodajes cuyos escenarios mostraban el efecto de la devastación bélica y su impacto en las condiciones de vida. La desesperanza, la frustración y la pobreza fueron el talón de fondo en cortometrajes, como Gente del Po (1943) y de importantes producciones que retrataron la situación económica y moral de la Italia de esa época.
Tiempo después, el objetivo de Antonioni de trasladar a la pantalla la realidad del entorno se transformó en un nuevo realismo que, lejos de ser una representación figurativa, se desdibuja en momentos inconexos, en acontecimientos aislados, que lo mismo prefiguran un nudo argumental de aparentes conflictos como de pronto se difuminan del eje central de la historia en significados que no tienen causa o consecuencia. No en vano, en la rueda de prensa posterior a la entrega de la Palma de Oro en el festival de Cannes, Antonioni afirmó: «Necesitaré al menos otro film para explicar Blow Up».
En una entrevista con Pietro Ferrua, Antonioni declaró que el guion de la película se basó en el cuento de Cortázar, aunque no en el interés por referir la trama textual. La reformulación que el director propuso de la fuente original fue, sobre todo, conservar la idea de los motivos que se ocultan detrás de la ampliación de una fotografía. De ahí a que en continuos blow ups los puntos de semejanza entre los distintos modos de contar las historias o los componentes del discurso fílmico y literario puedan confrontarse en una relación de equivalencias. Pero, ¿cómo acercarse a ellos sin menoscabo de ninguno de los dos medios de expresión?, ¿cómo conciliar sus diferencias si por caminos alternos se rozan mundos contiguos en los que toda realidad parece objetable?
Desde la primera frase del narrador, Cortázar alude al relativismo, el qué contar se subordina al cómo contarlo —«Nunca se sabrá cómo hay contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera forma del plural o inventando continuamente formas que no servirán para nada»—. La elección plantea la duda. El punto de vista que el narrador, Roberto Michel, desea dar a su historia nos condiciona para conocer la realidad que percibe; la probabilidad es tan incierta, como el «uno de todos nosotros» que se despliega múltiples perspectivas, identidades compartidas que juegan a ser yo y otro y se diluyen en esa alternancia subjetiva. Mas su mirada se independiza del narrador, se posa escéptica en la Remington que acciona la escritura, que transforma en lenguaje la imagen estática que guarda una máquina de otra especie; la Contax 1.1.2. objetiva los sucesos, es mirilla y «agujero» que también narra, atraviesa y magnifica, como en una triple simulación, los minúsculos fragmentos ceñidos en el tiempo y el espacio de una fotografía.
Las deliberaciones ontológicas del personaje —si vivir o morir es indistinto— se extienden al hondo cuestionamiento del sentido de existir, a la imposibilidad de concretar el inicio y el final de su historia entre interminables disquisiciones que lo mismo distraen su atención al vuelo de las aves, al igual que son conciencia en busca por combatir, mediante la actividad de sacar fotografías, la nada. El solitario paseo dominical rompe con su rutina, el espacio cotidiano a orillas del Sena lo convierte en testigo de la posible extorsión que sufre un adolescente, pero el acoso no reduce la perplejidad de Michel a condenar el hecho: el clic de la cámara paraliza la escena, será material estático, pieza de arte susceptible a la interpretación que, en diferentes ángulos, amplía el instante capturado en reflejos de perspectivas cambiantes.
Antonioni transforma el móvil de la toma en un crimen donde la supuesta víctima es un hombre maduro, cuyo cuerpo, antes visible en la ampliación de la fotografía, desaparece de la escena que atrajo la atención del fotógrafo. Detrás del encuadre perfecto que hace Thomas del sensual abrazo de una pareja en el apacible parque londinense, se oculta un segundo plano que lo lleva a descubrir el hecho y al nudo de conjeturas que intenta deshacer una y otra vez mediante la reconstrucción de diminutas fracciones magnificadas en la realidad inanimada de las figuras. Expuesto a la intriga, los sucesos son tan sólo la revelación de un engaño entre lo que fue y pudo haber sido, semejante al frágil contorno de la imagen estática que desdibuja la realidad y da cabida a toda duda. La necesidad por descubrir la verdad lo lleva a deambular por sitios y calles que entrecruzan otros acontecimientos; el espacio urbano se desarticula en secuencias que corren paralelas a su intento por dilucidar el incidente en sucesiones de encuentros fallidos que lo sustraen del entorno para después acercarlo a un final aún más incierto.
Pero Antonioni no buscó hacer concesiones a sus espectadores: mantiene intacto el dilema siempre desafiante para los lectores de Cortázar. La representación libre de condicionamientos los une, por caminos alternos, en la propuesta de un desarrollo y un desenlace sin principio ni fin.
El tiempo para Michel no es progresivo, fluye más allá del «domingo 7 del año en curso»; elige contar su historia destejiendo la cronología por «esa punta, la de atrás, la del comienzo» y plasmarla en espacios de papel. Palabras e imágenes se graban en artefactos mecánicos, la escritura presta su voz al mudo lente, convergen en el intercambio de un lenguaje que incita a la reinterpretación, se distienden hacia el cielo y son «nubes y palomas», génesis de una trama urdida por el fino hilo que flota en el aire: metáfora de un sueño que plasma el fugaz encuentro, realidad que se esfuma en evanescentes filamentos.
En el recorte del visor, el ojo de Thomas es mirada que se ajusta a la temporalidad de las 24 horas de un amanecer a otro; en el despunte del día, la bruma se cierne sobre el desértico parque; la reaparición del extraño grupo de jóvenes de rostros pintados de blanco es la «punta» que revierte la sucesión final al inicio de la película. Como fantasmal presencia, la máscara que encubre su identidad es conciencia de una realidad oculta en el golpeteo del ir y venir de la pelota invisible que induce al protagonista a ser partícipe del juego de tenis imaginario. El ilusorio efecto de lo visible envuelve la escena en el silencio de una instantánea de ampliaciones infinitas, en la existencia tangible que se disuelve bajo el manto de un nuevo espejismo.
Bibliografía
Cortázar, Julio, Cuentos completos vol. 1, Editorial Alfaguara, Madrid, 1994.
Borges, Jorge Luis, Biblioteca personal. Prólogos, Alianza Editorial, México, 1998.
Harrison, Stephanie, From Short Story to Big Screen, Random House, Inc., New York, 2005.
Nowell-Smith, Geoffey, The Oxford History of World Cinema, Oxford University Press, UK, 1997.