Fernando Baruni San Miguel Carbonell

1

Estoy exhausto, cansado de agachar la cabeza y agradecerte cada vez que me escupes en la cara. Si habitas en todas las cosas, si eres omnipresente y omnipotente, esta celda mohosa, estos barrotes oxidados, el miserable que yace casi muerto junto a mí, ¡todo esto eres tú! ¡Toda esta oscuridad y toda esta mierda! ¡Todo esto eres tú! Qué bonita la porquería de mundo que has creado; perpetua tristeza, inevitable aflicción. ¿Dónde quedó el infinito amor, dónde las leyes eternas? ¿Dónde habita tu justicia? Y todo, ¿para qué? Para que desde lo alto te vanaglories de aquellos infelices que te suplican como insectos. Si esto es lo que nos depara a nosotros que fuimos creados a tu imagen… nosotros que existimos a tu semejanza…

—¡Agua! ¡Agua!

Este desgraciado otra vez… Sería mejor que muriera. ¿De qué sirve la vida si no es posible vivirla? ¿Dotaste a este infortunado con la razón para que terminara en una cárcel hedionda y a merced de los tiranos? ¡Matarlo sería un acto de misericordia! ¿Qué no es eso de lo que siempre alardeas? Tardo para la cólera y abundante en la bondad. ¡Míralo a él pudriéndose en su desventura! ¡Mírame a mí!

Esa tos… tampoco han sido generosos contigo, ¿eh? Aquí está el agua. Bebe, anda, termínate el cazo. A ti te hace bien y a mí ya nada me importa. ¿Qué fue lo que hice? ¿En dónde te he fallado? Si tan solo supiera las razones de mi encierro. Lo recuerdo todo: la cena en casa de Emiliano, después el baile, Penélope, el alcohol… ¡Qué pensaría de mí si ella llega a enterarse! Nuestra despedida no fue nada alentadora. De haber sabido que terminaría como una bestia, sin poder ejercer mi albedrío; si a nuestro último beso le hubieran seguido unas palabras de cariño, una promesa de algún futuro alentador: no… no, y para mi desdicha no. ¿El motivo? Querer parecer interesante a sus ojos; ejercer en el juego de la seducción como si el mañana no nos enfrentara a las consecuencias de nuestras acciones. Y mírame ahora, Penélope… Ojalá pudiera decirte que lo que parecía el placer de una noche en realidad era la muestra del más profundo de los afectos. ¡Quince años, maldita sea! ¡Quince años y la puta que me parió! Quince años… ¿Podrás esperarme? Tengo la esperanza de que no aguardes tejiendo tanto tiempo.

¡Pero es que no lo entiendo! ¿Dónde está el agravio? ¿Dónde está la víctima? ¿De dónde la cifra? Emiliano, si conocieras a estos malparidos y cómo disfrutan con atormentarme, no defenderías aquella bondad intrínseca en los hombres. Dicen que lo peor se acerca y que una vez en el presidio, este lugar se convertirá en el recuerdo de un lujoso hotel. ¿Habrá conspirado en mi contra la familia de Penélope? ¿La prisión como resultado de un protectorado familiar? Me decían que su padre era severo, pero esto, ¡esto es una locura! No… Tiene que haber otra respuesta.

Nunca me he considerado una persona con enemigos… ¿Me habré convertido en un Edmundo Dantés?

—Las voces, ¡diles que no me maten! ¡Ay, ay!

Y tú, desgraciado vapuleado por tan terribles estertores, ¿te transformarás en mi maestro? ¿En aquel que me dará los medios para desatar mi venganza? Y entonces, ¡que tiemblen quienes se opongan a mi fuerza! ¡Que se escondan del brazo amparado por la voluntad divina! Lágrimas… No recuerdo la última vez. Me creía valiente; el látigo de la tragedia estallaba a la distancia. Por favor, Horacio, perdóname. Te he fallado. Tendrás que ser tú quien se encomiende a nuestra madre, quien prolifere nuestro nombre. ¡Dios, muéstrame tu poder! ¡Muéstrame tu gloria o contempla mi muerte!

Te burlas, estoy seguro. ¿Te parece gracioso que la única lectura permitida sea la Biblia? Lo que es peor, ¿que el único libro apenas perceptible sea el de Job? Alardeas de tu dominio sobre nosotros, juegas con el diablo destruyendo a aquellos ciegos que buscan tu luz. Mírate, pobre infame que te retuerces en el piso, con tus ropas en jirones, con la piel llena de costras por la porquería. Si tú no inspiras piedad, entonces no sé qué pueda esperarle a quienes te miramos desterrado, olvidado por el torbellino.

Lo he intentado. Tú sabes que lo he intentado. Pero, ¿no es eso lo que hacen todas tus criaturas? Exiges que me sobreponga a una prueba que excede mis energías; sin embargo, es lo que haces de continuo. No soy el primero ni seré el último. Y al final, con el cese de la tormenta, reconoceré tus enseñanzas y sonreiré ante la perspectiva de tu reino. No, esta vez no. Espera. Cuando me separé de Penélope, en la mesa vecina, hubo un gendarme que me sonreía con esa suficiencia repulsiva. Al acercarme, Emiliano intuyó mis intenciones y, enseguida, me separó con el pretexto de presentarme a una de sus conocidas. Emiliano… siempre tan solícito. Me conoce bien. ¡La cara que puso en el momento en que nos atacaron a pesar de sus esfuerzos! El tipejo que empujó a Emiliano; a ese lo conozco. ¿Dónde lo he visto? Los otros que se acercaron… ninguno de ellos venía con el gendarme. Se acercaron por celos y nada más. ¡Malditos envidiosos! ¡Salieron corriendo los estúpidos! ¡A esos los reviento por gusto!

—¡Es que no oyes ladrar a los perros? ¡Aj!

Este desgraciado otra vez… Qué momento para vomitar. Oye… ¡oye!, ¿me escuchas? Tengo que moverte o podrías ahogarte.

—Acuérdate, ¡ah!

Eso es. Sácalo. Lo peor fue que Emiliano y yo terminamos a los golpes, como siempre. Una mirada… eso bastó. Después, las carcajadas y ya nada había pasado. ¿Será ésta tu forma de reconfortarme? ¿Será esta risa el testimonio de tu ternura? ¡Uf! ¡Qué asco! Pinche miserable, ¿qué comiste, cabrón?

¿Por qué me da miedo proseguir con aquello que has empezado? ¿O será que fui yo quien emprendió este camino? ¿Esta es tu forma de hacerme responsable de mis decisiones? Está bien… Acepto mi parte y, en lugar de lloriquear amedrentado, haciendo alarde de tu sabiduría, a partir de hoy, yo soy el arquitecto de mi destino: ¡que sea como tiene que ser! Solo no me olvides por completo y dame suerte. Guía mis pasos y que este sacrificio me lleve junto a ti. Que así sea. Oye, despierta. ¿Estás bien? ¡Oye! ¡Despierta!

—¡Custodio! ¡Custodio! ¡Alguien venga! ¡Rápido!

—¡Eh! ¿Quién está chingando?

—¡Rápido, custodio! ¡Muévase!

—¡Ja! Ya valiste verga…

2

¡Salud! El día de tu muerte fue el mayor logro de mi vida, así como el más placentero. Debo confesar que me decepcioné cuando el esfínter no te traicionó. Sin embargo, el verte implorando por una bocanada de aire compensó la desilusión; además, tus contorsiones con la lengua amoratada, hinchada y gigantesca me regalaron unas cuantas carcajadas. No me culpes, dios dispuso que los débiles fueran devorados por los fuertes, así que el yerro es de él, no mío.

Soy una persona fácil de complacer. Me gusta el aroma del vino, una buena plática, ver a los niños engreídos recibir lo que merecen. Sé que estás aquí, en alguna parte, escuchando, arrastrándote. Tranquilízate, tenemos tiempo para conocernos. Te has de preguntar sobre mí, quién soy, a qué me dedico. La interrogante de tu injuria, que pudiese enervarme a tal grado los humores, debe estar carcomiendo tu espíritu. ¿Que por qué no temo al castigo divino? Mis privilegios vienen de nacimiento y, como ya has corroborado, dios no me encomendaría su poder de no saber lo que hacía. ¿Temo enojarle con sus acciones? Entonces no es él mi dios y mi supremacía proviene de un ser mayor que aprueba las injurias en los pusilánimes. Tiembla de miedo: mi dominio sobrepasa tus leyes efímeras. ¿Soy un ente sobrenatural? No. Soy inteligente. Soy de esos escasos individuos que advierten que la justicia y la calamidad son la recompensa de los esfuerzos, simples abstracciones. Yo dictamino lo que es bueno y lo que es malo. Yo tengo esa aptitud. Yo soy el discernimiento. Es mi realidad y me pertenece. Bueno, volvamos a lo que nos compete.

Debo admitir que tu muerte me sorprendió, al principio. Luego entendí que era la consecuencia lógica de tus actos, de tu desenvolvimiento, de tu incompetencia. Verás, me merezco todo esto que me rodea, todo este lujo, toda esta pompa. Mis facultades… las he aprovechado. ¿Sabes lo que es vivir en las calles? ¿Que te arrebaten la comida? ¿Que te escupan en la cara? No. Y, a pesar de ello, tus circunstancias te debilitaron. Te entorpecieron. Nublaron tu instinto y te llevaron a mí. A mí, que fui dotado con la potencia para transformar la desdicha en bienaventuranza. Cuando te vi, lo supe de inmediato: alguien necesita enseñarle una lección. ¡Salud! No me lo agradezcas; bueno sí, hazlo, halágame y besa mis botas; para eso naciste, estúpido, para lamer la huella que te ha aplastado.

¿Cómo lo hice? Vamos, guarda algo para el final. Por cierto, esa novia tuya es un deleite para los ojos. Tal vez me divierta con ella un tiempo. Lo más gratificante, la cara de sorpresa al descubrir la identidad que subyace en las apariencias. No me imagino su reacción al confesar que soy yo el responsable de tu muerte. Puede que le oculte esa información por un tiempo, unos cinco o seis años; ya que la tristeza parezca olvidada, que la pesadilla resucite con tu fantasma. Confieso que este proyecto no se le parece a ninguno del pasado y, por esta razón, sé que será de lo más divertido.

Aunque hubiera podido reclamar el asiento principal, me resistí a este anhelo. Como ya has podido darte cuenta, ostento un cargo público. Mis ganancias se incrementan con la explotación minera, un negocio que, pensé, me había insensibilizado por completo. No te mentiré, el trato con esclavos me había relegado a la apatía y ¡mírame ahora! Mis aspiraciones culminan contigo en una explosión de alegría: me habría gustado pavonearme como el conde de Montecristo para celebrar tu ahorcamiento; entiendo que todavía existen conocedores que se regocijan ante las construcciones más elevadas de la sociedad humana; una muerte consignada a las autoridades y ejecutada con prontitud: ¡el idiota que iba a morir gangrenado por la inactividad en la cárcel! Has tenido suerte, así como yo: ni siquiera tu sombra estuvo tan cerca aquella tarde.

Tu familia y el resto no me interesan. Podría convertirme en protector de Horacio y ver florecer su lado sangriento, hacerlo perseguir a los supuestos constructores de tu caída, convertirlo en mi marioneta, pero ¿con qué propósito? Hay algo que se esconde en el fondo de la mirada y ese algo me enuncia la ruina de tu prole; una desolación sin escapatoria. Estoy convencido de que las noticias llegarán. Solo debo sentarme y esperar. ¿Qué fue de la madre? Loca o muerta de tristeza. ¿Y el hermano? Falleció apuñalado en una riña de faldas.

Fue sencillo, pero déjame extender con aquellos experimentos que te anteceden. El primero fue un rival de muchos años, dueño de una pequeña flota mercante. Yo todavía era joven y no gozaba de mi reputación actual; no obstante, me las arreglé bien. Los amigos le debían cantidades exorbitantes y la bondadosa víctima, que no apremiaba el cobro, tenía una lengua muy larga, así como tú; una afrenta sutil, de esas que carcomen en lo profundo. Tras interminables conversaciones, uno de ellos, el mayor de sus camaradas, decidió terminar con él. Yo solo tuve que sugerir el momento. Ahí estuve, contemplando la cuchillada que le perforó la garganta. El tipejo que orquestó el crimen perdió la cabeza por la culpa. ¡El muy ingrato! Ni siquiera se percató de mis razones. Lo encontraron en una playa con la piel azul y a punto de reventar luego de ser expulsado del abismo. El segundo caso fue un conflicto de enamorados. La mujer destinada para mi divertimiento envenenó a su querido, perturbada por los celos, ¡cuando le era infiel conmigo!

Estoy hablando de las exquisiteces de la manipulación, de las agudezas de la mente, no de simples asesinatos. ¿Sabes cuántos desgraciados han pasado por mi mano? Tú eres el producto de mi capacidad como funcionario y como estratega: ¡un homónimo tuyo que apareció para reparar las afrentas con cierto teniente de gendarmería, y que por la gracia divina se manifestó para clarificar la corrupción de ciertos funcionarios!

El documento traspapelado nos permitió acusarte de conspiración, y en su momento, al revelarse el error, el teniente fue destituido y, gracias a una extenuante investigación realizada a mi conveniencia, llevado a la justicia. ¿No lo entiendes? Utilicé a tu homónimo para presentarte con el gendarme; este acto me ofreció la ventaja y él, sin poder terminar sus elogios, me procuró unas tierras que habilitarán el paso del ferrocarril. Él, después de ser utilizado para aprehenderte, se mató antes de llegar al presidio (ya puedes imaginarte cómo se divierten en aquel lugar con aquellos que ejercitan semejante carrera). Tu detención se iba a efectuar en el baile, pero esa peleíta fue una demora. La muerte de tu compañero de celda facilitó la tuya, una cuestión de la fortuna con la que jamás soñé. No es necesario aclarar que ese homónimo tuyo no existe, pero, como ya sabes, me gustan las explicaciones.

Pues bien, desestimado Leonardo Castillo, nuestra conversación ha llegado a su fin. Descansa y no te levantes. Nunca más me referiré a ti, ni en palabras ni en el pensamiento. Espero que las tinieblas pronto te consuman, así como me sucederá a mí; así como nos sucederá a todos.

¡Salud!