Pilar Madrid

Tus párpados, teñidos de sol. Abres los ojos: un árbol se mece elegante tras la ventana. Es un buen día. Te frotas el rostro grasoso para despertar. Haces a un lado las mantas y te sientas sobre la cama. Descalza, llegas a la cocina. Quieres que el sabor del café se impregne en tu lengua. Miras el reloj: las diez. Pones la taza sucia en la tarja. La tomas de nuevo. La dejas. Respiras hondo y la lavas. Pierdes el tiempo mirando cómo choca el agua al contacto con la cerámica. Te hueles el cabello. Preparas la tina. El vapor huele a lavanda. La piel se eriza al contacto con el agua. Veinte minutos dentro y ya los dedos ancianos buscan entre las piernas. Quieres sentir. Tu humedad se confunde con la de la tina. Duele aún el pensamiento. Escurre una lágrima que te saca del sopor. El agua se ha enfriado.

Desnuda frente al espejo, no reconoces el reflejo de esos ojos cuando rizas las pestañas. Sonríes sutil. Todo lo que has mirado se reduce, como tu pupila al despertar. El rojo de los labios te hace sentir sensual. Deslizas el cepillo sobre el cabello mojado. No sabes qué ponerte: es un día especial. ¿Falda roja? Sería irónico. Los tacones te van bien. Limpias el cuarto; la sala no está en desorden. Los peces se han acabado la comida. No les comprarás nada más. Decides dejar el bolso. Cierras la puerta.

Sólo son tres cuadras al metro más cercano. Cuatro hombres te desnudan con la mirada. Te sabes hermosa. Le coqueteas al policía de los torniquetes, quien te abre la puerta de los discapacitados y adultos mayores. Sigues el camino hacia el andén. Centenares de cabezas flotan en un río de cuerpos, rítmicas. Empujones, codazos, golpes de talones. ¿Por qué esta estación? El otoño es tu favorita. Una multitud espera el próximo tren. Sus voces forman un gran murmullo. Te abres camino entre el olor a perfume barato y sudores de gordos. Sientes un poco de náuseas. Es la primera vez que entras a ese mundo subterráneo.

Pasa un tren y el alboroto en las puertas produce varias mentadas de madre. Unos se pendejean mientras las madres jalonean a sus hijos. Por poco la puerta atrapa un portafolio. En un momento el pasillo se vacía. Sigues ahí, sin moverte. Esperas el siguiente tren.

Ya no sentirás soledad ni enojo ni pérdida. Te limpias una lágrima que se cuela por las pestañas. Giras y ves llenarse de nuevo el andén. No tienes miedo. Tus pies avanzan lentos. Escuchas el tren a la distancia. Te acomodas el suéter. Pisas la línea amarilla. Más cerca. Ves que se asoma el tren. Estás lista. Cierras los ojos. Un pequeño balanceo; la gravedad hace el resto.

Siente el golpe. Su cuerpo es un trapo en el aire. El tren se detiene. Silencio. Es demasiado tarde. El chico a tu lado te ha ganado.