Marisol Torres Cruz

«Dizque avisaron por la tele, pero pus aquí ni luz tenemos, oiga». Caminamos sobre los pedazos de lámina. «Ora sí que nos agarró dormidos. Sí, señor, como dicen, ‘al que se duerme se lo lleva la corriente’, así merito nos pasó». Recoge el cuadro donde estoy yo con mis hijos y el Rómulo. «Pero pus no fue por nuestra culpa». Lo sacude y le toma una foto. «Es porque pus aquí no hay luz y así cómo vamos a ver la tele. Mire usté, ora sí que nunca la vimos, fíjese. Nos la compró uno de mis hijos antes de irse pa’ los Iunaites Statest; de eso hace como diez años ya». El señor se mueve lento entre el revoltijo de ramas, sábanas y lodo. «Nos la compró dizque pa’ cambiar el viejo cacharro que teníamos antes. Dijo ‘igual y así les ponen la luz’, y mire nomás cómo quedó la pobre». Le señalo la pantalla quebrada. «Pero pus eso ni nos preocupa; como ni la veíamos…». Me echa el flash. Yo aprieto los ojos y parpadeo varias veces.

«Mire usté; lo que sí nos preocupa son nuestros muebles; la madera se hincha y pus se pudre». Camina, yo lo sigo. «Hay que hacer otros y pa’ eso tenemos que ir al cerro por unos pedazos de madera, pero ¡uy, pa’ que eso suceda! A nosotros nos tienen prohibido cortar los árboles, que dizque porque son zonas protegidas». Saca de su bolsa un rollo y lo cambia. «Sí, como lo oye. Luego hay que ir a escondidas, pero pus no va a alcanzar pa’ todo el pueblo. Así que tenemos que ir a la ciudá a comprarla, pero pus está recara». Le toma fotos a lo que queda de las sillas y la vitrina. «No, ora sí que vamos a tener que acostarnos en el suelo, en lo que se secan los colchones, ¡qué le hace una!». Mira su chunche y vuelve a sacar una foto del colchón. «Mire, como dicen, mientras uno tenga qué comer, lo demás no importa, pero pues ora ni eso». Salimos pa’ afuera. «Oiga, si no hay paso pa’cá.

¿Cómo llegó usté?»

El señor no responde. Seguro el desastre lo dejó mudo.

«¡Ay, uno ya no sabe ni qué! Imagine que llevamos tiempo haciendo los rituales al dios de la lluvia pa’ que nos caiga agua, pa’ las cosechas y mire ora. Dicen que fue un castigo de dios por andarle rezando a otros». Caminamos por las calles encharcadas. Yo un poquito más atrás; no vaya yo a estorbar. «Vea nomás cómo quedaron los árboles encima de las casas. Y eso no es nada; usté no vio volar al Carmelo, el perro de mi comadre. ‘Amárrelo, comadre’, le gritaba yo, pero pus cómo, si la tromba ya se había soltado».

Le toma foto a una chancla podrida.

«¡Quién nos va a avisar! Si nadie sube pa’cá. Nadie se acuerda de este pedazo de tierra; tan es así que todo aquí está oscuro». El muchacho, sin ponerme atención, toma y toma fotos. Lo sigo aprisa, sin acercarme tanto. «Dicen que allá en la ciudá mucha gente que ya vive en el segundo piso, pus el primero lo dejan vacío pa’ que el agua no eche a perder sus cosas, pero aquí apenas y tenemos para echar el concreto y, bueno, deje usté; las casas como quiera se recuperan, pero ¿y las personas y los animales? No, señor; mi comadre nomás vio cómo voló su perro y se echó a llorar. Yo le decía: ‘manita, no llores. Vas a ver que lo vas a encontrar; quizá allá abajo por el río, en la loma, o vaya usté a saber en dónde’, y mire que sí lo encontró, pero pues ya bien inflado».

El señor anda con dificultad por el agua. «No, si usté viera el pueblo antes de lo que pasó, no lo hubiera reconocido, y eso que ya llevamos tres días recogiendo por aquí y por allá. Lo peor es el frío en la noche, ¡uy, no señor, usté ni se imagina! De día hace un calorón seco y por la noche el frío es frío». Se detiene frente a la camioneta de la verdura y se acerca a la ventana; saca otra foto. «Si va a pasar una noche aquí, le recomiendo que se ataje bien con algo que traiga por ahí. Una como quiera ya está acostumbrada, pero usté y luego tan huesudo; no creo que aguante, digo, no es que yo le desee la mala, pero pus yo y otras nos preguntamos quién los manda así sin balas a la guerra. «¿A qué vienen?» Retrata el umbral de una casa.

«¿Eso va a salir en la tele, oiga?» Entramos. «Aunque pus aquí no vemos la tele». Un olor hediondo lo hace retroceder, pero aun así entra. «Si yo tuviera casa, pus le ofrecería un cafecito caliente y un pan de esos que vende mi comadre ahí en la esquina, pero pus ahora ni casa ni café ni pan de la esquina. Y ora casi que ni comadre, con eso de su perro muerto. Es que era su única compañía, ¡ay, si viera como lo consentía, comía mejor que nosotras el pinche Carmelo! ¡Pobre comadre! Al menos yo tengo a mis hijos en los Iunaites Statest y bueno a mi viejito que, aunque cabrón y ya más pa’llá que pa’cá, pero ahí sigue».

El señor anda por el cuarto con la nariz tapada.

«Le dije que no se saliera; y viera que es la primera vez que me hace caso. Se quedó ahí como yo le dije, pero pus de nada sirvió porque el viento levantó el techo. Yo nomás veía cómo mi viejo miraba pa’rriba, inmóvil. Yo creo que lo impresionó el huracán y pus ya ni pa’decirle: ‘Rómulo, salte pa’fuera’, si afuera estaba igual».

El señor se detiene, escombra unos cartones húmedos y «¡Virgen santísima!». La cámara ilumina el cadáver de una mujer idéntica a mí.