Karina Castro
Cada vez que se escucha la sinfonía Turangalila, los oídos avanzan hacia la década de 1940 del siglo pasado. Así es: avanzan, no retroceden, porque en materia de música contemporánea, en México estamos aún lejos de apreciar obras que el público europeo disfruta desde hace más de medio siglo. En parte basada en Tristán e Isolda, esta sinfonía de diez movimientos fue compuesta entre 1946 y 1948 por el francés Olivier Messiaen, uno de los compositores más innovadores del siglo XX.
El nombre de la sinfonía está compuesto de dos palabras sánscritas: turanga es el galope del caballo, el ritmo o el pensamiento; lila, el juego de la vida y de la muerte: eros y tánatos. El autor define su sinfonía libre —y ambiciosamente— como un himno al amor, a la alegría, al tiempo, a la vida y a la muerte.
Turangalila, obra monumental, además de contar con la dotación usual de instrumentos de orquesta sinfónica, presenta una selección muy singular de elementos extra: un ejército de percusionistas a cargo de metalófonos que intentan semejar el Gamelan de Bali; entre otros, un vibráfono, dos glockenspiel, triángulo, bloques de templo, caja china, cuatro tipos de platillos, gong, pandereta, maracas, caja, tamboril provenzal, bombo, campanas tubulares y celesta, pariente lejana del piano. Esta sección genera un vibrante contrapunto rítmico en que resuena la influencia de la música de Bali y de la India. Frente a ella, otro bando: sesenta y ocho cuerdas que a veces llevan el tema dulce y gentil —incluso romántico—, que contrasta con los temas violentos liderados por los metalófonos, y otras veces sorprenden con potentes y frenéticos segmentos atonales. Al fondo, los alientos que de pronto introducen un tema rápido y apasionado, y en otros movimientos imitan el intermitente canto de los pájaros (Messiaen dedicó años a estudiar y transcribir el canto de pájaros de todo el mundo para incorporarlo en sus composiciones). Finalmente, al frente de la orquesta, flanqueando al director, destacan dos solistas: el piano y las ondas Martenot. Ambos libran una feroz batalla por el protagonismo. En los momentos más inesperados, las ondas Martenot irrumpen con sonidos que van de lo angelical a lo humorístico. Hacia el final, el pianista despliega una cadenza demoledora, de una dificultad técnica que nos mantiene en tensión.
Con cuatro temas cíclicos como leit motiv y cerca de cien músicos, el último fortissimo de este poema sinfónico deja al melómano en un estado de éxtasis transformador.
Como sucede con la mayoría de las obras artísticas, la música cobra vida de manera muy diferente dependiendo de quién la interprete. Comparto dos versiones muy contrastantes: la limpia y clara interpretación de la directora Susanna Mälkki al frente de la Orquesta Filarmónica de Radio Francia, en la cual es posible escuchar cómo se conectan las frases musicales y se va construyendo el discurso de la obra, y la enérgica interpretación de Gustavo Dudamel con la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar de Venezuela, que transmite su dinamismo e intensidad.
Para adentrarnos en el mundo sonoro de la sinfonía Turangalila, sólo son necesarios tres requisitos: unas bocinas o audífonos que permitan escuchar con atención todos los detalles que guarda esta obra, 80 minutos libres de interrupciones y mucha curiosidad por conocer una música con sonoridades extraordinarias.