Juana Cruz Meza

No puedo dormir. Tanto ruido y conversaciones me aturden. Siento una gran zozobra. Quiero cerrar los ojos y descansar un poco, por lo menos, pero cuanto más lo intento, más cabezas brotan de las paredes de mi recámara, como retratos en tercera dimensión. Son bustos de personas que, empotradas en los muros, platican al mismo tiempo. Intento acallar sus conversaciones tratando de intervenir en sus diálogos, alzando la voz. No me toman en cuenta, ni siquiera lo mínimo. No logro involucrarme ni en los murmullos ni en las pláticas. No me lo permiten. Me ignoran y hasta siento que se mofan de mí.

Es muy desesperante. Estoy ávido de compañía, de tener amigos con quienes platicar, pero no logro siquiera que estas personas me hagan caso. Las paredes de mi recámara semejan una cara de adolescente; son como un rostro lleno de impurezas en el que surgen más barros y espinillas en la medida en que quiero conciliar el sueño y, cuando empiezo a cabecear, las conversaciones cobran más fuerza.

Una de las cosas que menos tolero en la vida es que no me hagan caso o que no me pongan atención, y lo peor es que no pueda interactuar con las personas. Mucha gente que emerge de la pared es totalmente desconocida para mí, o al menos eso me parece; a otras las identifico muy bien; viven cerca de casa.

He pensado en la posibilidad de terminar con esas conversaciones, pero cuando me asalta el pensamiento de acabar con ellos guillotinando todas esas cabezas que me asedian, me aterra el solo pensarlo y estoy seguro de que sería incapaz. Allí está mi esposa que me habla, dándome múltiples órdenes como siempre: que aspire las alfombras de las habitaciones, que cambie los focos fundidos, que vaya a tirar la basura, que tire las cosas del cuarto de los trebejos; dice que son inservibles y no entiende que algún día podrían ser de utilidad. El problema es que, cuando realmente se necesitan, nunca las encuentro y tengo que ir a comprarlas. También me pide que coloque las litografías pendientes, arrumbadas en los clósets… ¿O se dirá clósetes? Yo creo que sí, por aquello de que los extranjerismos tienen que pluralizarse como en español… Total, a fin de cuentas, cada quien escribe o habla como le da la gana, o si no, que lo digan todos esos locutorcillos, bufones del poder, que sólo por tener un micrófono en la mano se sienten con el derecho de decir cascadas de sandeces, las que se les ocurran. El problema de ese tipo de personas es que con frecuencia tiende a cambiar el orden lógico del discurso: primero hablan y luego piensan o, peor aún, solamente hablan; por ejemplo, mi esposa. Todo lo que no me puede decir en el día me lo dice en la noche, como si quisiera que —por medio de los sueños irreconciliables con las sombras— sus palabras, aliadas con las personas calladas, encontraran el vuelo a través de las paredes y llegaran a mis oídos. A veces me parece que al parpadear hago surgir a todas las personas empotradas en la pared, o que ellas, en esos lapsos, encontraran sus instantes de libertad.

¡Vamos a pactar!, les pido con la mayor tranquilidad de la que soy capaz. Reconozco a muchos de ustedes; sé que viven en esta calle y sus alrededores, al menos les he visto alguna vez, les puedo decir qué automóvil tienen; a las señoras las he visto salir a tirar la basura o llevando a sus hijos a la escuela o caminando de regreso cuando salen de ella, o en el súper o en otros lugares donde hemos coincidido. No me explico por qué se meten a mi casa y se adueñan de las paredes de mi recámara y no me dejan dormir.  Si ustedes duermen de día no es justo que yo sea depositario de la energía que les queda y vengan a mi casa a contarse sus frustraciones o a compensar esa falta de comunicación en las suyas.

En sus conversaciones, he advertido sólo quejas, reclamos, gimoteos; por eso no nos entendemos. No tienen por qué venir a mi casa a decir lo que pueden hablar en la suya. Eso es lo que no me explico. Yo trabajo y no sé por qué me eligieron, para venir aquí a lamentarse y conversar entre ustedes de todas sus desesperanzas. Ésta no es la casa de los lamentos, les digo. Pero no hacen caso de mis reclamos y continúan con sus cuchicheos.

¡¡¡Guarden silencio!!!,  les grito con toda la potencia de mi voz y con la esperanza de que se acallen esas voces que no me permiten conciliar el sueño; afortunadamente, por esta ocasión sí funcionó. Al fin se hizo el silencio y pude dormir. O… tal vez… ¿no será que por fin pude despertar?