Eduardo Mosches

 

I

 

Me he desacostumbrado

al calor de las lunas.

La brisa desaparece

en un barril de insoportable melaza

mientras la piel en su asfixia

gotea sudor.

En este lugar

golpeé mis manos contra la tierra

abrí sus costillas

sembré futura cosecha.

Transpirando

me senté a conversar con la sombra

mientras el deseo de libertad

se enredaba

en nudos judaicos.

Despanzurré una naranja

contra el sol

el mentón se humedeció

bajé y subí entre púas

deposité las tardes

en los agudos perfumes del limón.

 

Las palabras I

 

Incluso con raíces en tierra envejecidas

un tronco que se muere en el polvo

en cuanto siente el agua reflorece

y echa ramaje como una planta joven.

Entraremos en jardines

por debajo de los cuales

discurren los ríos.

 

II

 

Ponerse frente al espejo del pasado

restregar levemente las imágenes

desvanecidas

soplar el polvillo que las cubre

recrearlas nuevamente

hacerlas brillar con vida propia.

Es una labor implacable

reencontrarse

con el otro

con ese otro que es uno.

Casi no nos damos cuenta

por razones

de los aconteceres diarios.

Tomar mi juventud

en algún momento

darle la vuelta como a los bolsillos

de los pantalones usados

reconocer la pelusilla de las aventuras

y algún boleto de viaje realizado.

Estaba en el tiempo del aprendizaje

las mejillas conocían poco la hoja de afeitar

los libros y la frescura de la utopía

ocupaban toda mi mochila.

Zarpé del país con calles anchas

las más anchas del mundo

de los almuerzos largos y domingueros

pasando días de mareo

y platos bailoteando junto con los cuerpos

al ritmo natural de las olas del mar

para desembocar en otro puerto.

Paseando la mirada por carteles

que ostentaban extraños jeroglíficos

cambié los domingos por los sábados

las empanadas por el falafel

y el directo vos informal

por un tú respetuoso.

 

Fue difícil romper el cascarón

de la apariencia.

 

Los discursos de retorno e igualdad

la socialista imagen del kibutz

se desmigajaron con tristeza

al rozarse

una simple mirada observadora

con la blanca aldea árabe.

Demasiada pobreza

para un mismo lugar.

Mi sano olfato juvenil

empezó a perfumarse en podredumbre.

Me acerqué

junto con las tardes soleadas

bajo la sombra de interminables tazas

de café cargado y dulzón

a los espacios desconocidos de la historia.

 

Me hablaron de su gente

los peces y los naranjales perdidos

las almendras por cosechar

mientras los jóvenes rubios y de buenas intenciones

hacían aceite a puntapiés de esas almendras

bañaban en petróleo a los frutos

para que sólo hubiera un mercado hebreo

y un trabajo igual.

 

Se desgarraron en la caída

las rodillas de mi inocencia.

 


Del poemario Los tiempos mezquinos, Versodestierro, Ciudad de México, 2022, 60 págs.