Virginia Woolf

(Traducción: Karina Castro)

1880

Era una primavera incierta. El clima, siempre cambiante, hacía volar nubes azules y púrpuras sobre la tierra. En el campo, los granjeros miraban los cultivos con aprehensión; en Londres, la gente abría y cerraba los paraguas, y miraba al cielo. Sin embargo, en abril este clima era normal. Miles de empleados hacían ese comentario mientras entregaban pulcros paquetes a señoras con vestidos de olanes, que esperaban del otro lado del mostrador en Whiteley y en las tiendas Army & Navy. Interminables procesiones de compradores en West End y de hombres de negocios en East End desfilaban por las calles como perpetuas caravanas marchantes, o al menos así les parecía a aquellos que tenían alguna razón para detenerse, digamos, a enviar una carta o a mirar por la ventana de algún club en Piccadilly. La oleada de landós, coches de caballos y cabriolés era incesante, pues la temporada estaba comenzando. En las calles más tranquilas, los músicos compartían su débil y casi siempre melancólica melodía, que era repetida o parodiada, ya sea en los árboles de Hyde Park o en Saint James, por los trinos de los gorriones y por los repentinos arrebatos del apasionado pero inconstante tordo. En las plazas, las palomas revoloteaban entre las copas de los árboles, dejando caer una ramita o dos y canturreando una y otra vez la canción de cuna que siempre se interrumpía. Por la tarde, señoras con coloridos vestidos con polisón y caballeros con levita, bastón y clavel bloqueaban las entradas del Marble Arch y de Apsley House. Se acercaba la Princesa, y a su paso se levantaron los sombreros. En los sótanos de las largas avenidas de los distritos residenciales, las criadas con cofia y delantal preparaban el té. La tetera ascendió sinuosamente y fue colocada en la mesa. Las vírgenes y las solteras con sus manos que han aliviado las heridas de Bermondsey y Hoxton repartían cuidadosamente una, dos, tres, cuatro cucharadas de té. Cuando el sol bajó, un millón de lámparas de gas con forma de ojos de plumas de pavorreal se encendieron en sus jaulas de cristal. La luz de las lámparas mezclada con la del atardecer se reflejaba en las plácidas aguas de los lagos Round Pond y Serpentine. Quienes salían a cenar transitaban por el puente en cabriolés mirando por un instante la encantadora vista. Finalmente, la luna se elevó, y su brillante moneda, aunque de pronto oscurecida por hilos de nubes, brillaba con serenidad, con severidad, o quizá con absoluta indiferencia. Girando lentamente como los rayos de un faro, los días, las semanas y los años cruzaban el cielo uno tras otro.

El coronel Abel Pargiter charlaba en su club después del almuerzo. Sus compañeros, sentados en los sillones de piel, eran hombres de su misma clase, hombres que habían sido soldados, funcionarios públicos, hombres que ya estaban retirados y, por lo tanto, revivían al contar viejas bromas e historias de su pasado en India, África, Egipto, y que luego, como una transición natural, volvían al presente. Se trataba de cierta cita, de una posible cita.

De pronto, el más joven y más apuesto de los tres se inclinó hacia delante. Ayer había almorzado con… En ese momento, el que hablaba bajó la voz. Los otros se inclinaron hacia él; con un movimiento de la mano, el coronel Abel despidió al sirviente que retiraba las tazas de café. Las tres cabezas algo calvas y algo grises permanecieron juntas por unos cuantos minutos. Luego el coronel Abel se echó hacia atrás en el sillón. El curioso brillo que había aparecido en los ojos de los tres cuando el mayor Elkin comenzó su historia se había desvanecido completamente del rostro del coronel Pargiter. Permanecía sentado mirando al frente con los brillantes ojos azules que parecían un poco hundidos, como si sintieran todavía el resplandor del Oriente, y con los párpados un poco fruncidos como si sintieran todavía el polvo dentro. Un pensamiento lo había asaltado y había provocado que la charla de los otros perdiera interés para él; incluso le resultaba desagradable. Se levantó y miró por la ventana hacia Piccadilly. Manteniendo su cigarro suspendido, miró los techos de los ómnibus, cabriolés, coches de caballos, furgones y landós. Su actitud indicaba que todo eso le era ajeno; él ya no tenía nada que ver con eso. La tristeza se instaló en su enrojecido pero atractivo rostro mientras continuaba mirando. De repente, un pensamiento lo asaltó. Tenía una pregunta que hacer; se giró para hacerla, pero sus amigos se habían ido. El pequeño grupo se había dispersado. Elkins se apresuraba hacia la puerta y Brand se había alejado para hablar con otro hombre. El coronel Pargiter se guardó lo que podía haber dicho y se volvió de nuevo hacia la ventana para mirar Piccadilly. En la calle repleta, todos parecían dirigirse hacia un objetivo. Todos se apresuraban para llegar a alguna cita. Incluso las señoras en sus coches de caballos y en sus berlinas iban al trote por Piccadilly para cumplir un compromiso u otro. La gente regresaba a Londres; se preparaba para la temporada. Pero para él no habría temporada. Para él no había nada que hacer. Su esposa se estaba muriendo, pero no moría. Hoy mejoraba, empeoraría mañana; vendría una nueva enfermera, y así continuaría todo. Tomó un periódico y lo hojeó. Miró una pintura de la fachada occidental de la Catedral de Colonia. Lanzó el periódico a su lugar entre los demás periódicos. Un día de estos ―ese era su eufemismo para referirse al momento en que su esposa muriera―, abandonaría Londres, pensó, y se iría a vivir al campo. Sin embargo, estaba la casa, estaban los niños y estaba también… Su rostro cambió, se tornó menos contrariado, pero también un poco furtivo e incómodo.

Tenía un lugar adonde ir, después de todo. Mientras charlaban, él había mantenido ese pensamiento en lo más profundo de su mente. Cuando se volvió y descubrió que se habían ido, ese fue el bálsamo que suavizó su herida. Iría a ver a Mira; al menos Mira se alegraría de verlo. Cuando salió del club, no se dirigió al este, adonde iban los hombres ocupados, ni al oeste, donde se encontraba su propia casa en Abercorn Terrace, sino que se encaminó por los intrincados senderos que cruzan Green Park hacia Westminster. El pasto era muy verde; las hojas empezaban a caer; pequeñas garras verdes, como las garras de los pájaros, empujaban desde adentro de las ramas; había una chispa, una animación por todas partes; el aire olía a limpieza y frescura. Pero el Coronel Pargiter no vio ni el pasto ni los árboles. Caminó por el parque, con su abrigo bien abotonado, mirando hacia el frente. Cuando llegó a Westminster se detuvo. No le gustaba en lo más mínimo esta parte del asunto. Cada vez que se acercaba a la callecita situada bajo la enorme abadía, una calle de casitas sucias con cortinas amarillas y cartones en las ventanas, la calle donde el hombre del pan parecía siempre estar tocando su campana, donde los niños gritaban y brincaban dentro y fuera de blancas marcas de tiza en el pavimento, se detenía y miraba a la derecha, miraba a la izquierda y luego caminaba muy rápidamente hacia el número treinta y tocó la campanilla. Miraba fijamente a la puerta mientras esperaba con la cabeza agachada. No deseaba que lo vieran parado junto a esa puerta. No le gustaba esperar a que le abrieran. No le gustaba cuando la Sra. Sims lo hacía pasar. Siempre había cierto olor en la casa; siempre había ropa sucia colgada en línea en el jardín trasero. Subió las escaleras pesadamente y malhumorado, y entró a la sala.

No había nadie. Llegó muy temprano. Miró el cuarto con desagrado. Había muchos objetos pequeños alrededor. Se sintió fuera de lugar y demasiado grande de pie ante la chimenea cubierta con una pantalla sobre la que estaba pintado un martín pescador posándose sobre unos juncos. En el piso de arriba, unos pasos iban de allá para acá. ¿Había alguien con ella?, se preguntó escuchando. Los niños gritaban en la calle. Era sórdido, era malicioso, era furtivo. Un día de estos, se dijo a sí mismo… pero la puerta se abrió y su amante, Mira, entró.

―¡Oh, Bogy, querido! ―exclamó.

Llevaba el cabello desarreglado y se veía un poco desaliñada, pero era mucho más joven que él y estaba realmente contenta de verlo, pensó él. El pequeño perro saltó hacia ella.

―Lulú, Lulú ―exclamó cargando al perrito con una mano mientras con la otra se detenía el cabello―, ven y deja que te vea el tío Bogy.

El coronel se sentó en la silla de mimbre que rechinaba. Ella le puso al perro en una rodilla. Había una marca roja ―posiblemente eczema― detrás de una de sus orejas. El coronel se puso los anteojos y se inclinó para mirar la oreja del perro. Mira besó su cuello; la camisa lo dejaba al descubierto. Los anteojos se cayeron. Ella los atrapó y se los puso al perro. Sintió que el hombre estaba de mal humor ese día. Algo andaba mal en aquel misterioso mundo de clubes y vida familiar del que nunca le hablaba a ella. Había llegado antes de que pudiera peinarse, lo cual era molesto, pero su deber era distraerlo, así que revoloteó de un lado a otro ―su figura, a pesar de estar ensanchándose, aún le permitía deslizarse entre la mesa y la silla—, quitó la pantalla de la chimenea y, antes de que él pudiera detenerla, encendió la reticente chimenea. Después se sentó en el brazo de la silla.

―¡Oh, Mira! ―dijo viéndose en el espejo y acomodándose los pasadores del pelo―, ¡qué chica tan terriblemente descuidada eres! Soltó un mechón largo y lo dejó caer sobre sus hombros. Conservaba un hermoso cabello dorado, a pesar de que tenía ya casi cuarenta y, para decir la verdad, una hija de ocho alojada con unos amigos en Bedford. El cabello comenzó a caer espontáneamente, por su propio peso, y Bogy, al verlo caer, se inclinó para besarlo. Un organillo había empezado a tocar calle abajo, y los niños habían corrido en esa dirección, dejando un repentino silencio. El coronel comenzó a acariciar su cuello. Con la mano que había perdido dos dedos, hurgó más abajo, donde el cuello se une a los hombros. Mira se deslizó hacia el suelo y apoyó su espalda contra la rodilla de él.

De pronto, se oyó un crujido en la escalera; alguien pisaba con fuerza como para advertirles de su presencia. Inmediatamente, Mira se recogió el cabello, se levantó y cerró la puerta.

El coronel, con su estilo metódico, comenzó a examinar nuevamente la oreja del perro. ¿Era eczema? ¿No era eczema? Miró la marca roja, luego colocó al perro en el cesto y esperó. No le gustaba el prolongado cuchicheo afuera en el descanso de la escalera. Finalmente, Mira volvió; se veía preocupada, y cuando se veía preocupaba, se veía vieja. Empezó a buscar bajo los cojines y las fundas. Dijo que quería su bolso. ¿Dónde había puesto su bolso? En ese montón de cosas, pensó el coronel, podría estar en cualquier parte. Cuando lo encontró bajo los cojines de la esquina del sofá, resultó ser un bolso austero y pobre. Lo volteó boca abajo. Pañuelos, papelitos arrugados, monedas de plata y cobre cayeron cuando lo sacudió. Pero tenía que estar un soberano, dijo.

—Estoy segura de que ayer tenía uno —murmuró.

—¿Cuánto? —dijo el coronel.

Necesitaba una libra… No, una libra, ocho chelines y seis peniques, dijo murmurando algo sobre la lavandería. El coronel sacó dos soberanos de su pequeño monedero de oro y se los dio. Ella los tomó y hubo más cuchicheo en el descanso.

¿Lavandería?, pensó el coronel mirando el cuarto. Era un pequeño y sucio agujero, pero al ser mucho mayor que ella no le correspondía hacer preguntas sobre la lavandería. Mira volvió de nuevo. Revoloteó por la habitación, se sentó en el suelo y recargó la cabeza en la rodilla del coronel. El reticente fuego, que había estado parpadeando débilmente, ahora se había extinguido.

—Déjalo —dijo él impacientemente, mientras ella tomó el atizador—. Deja que se apague.

Ella abandonó el atizador. El perro roncaba; el organillo seguía tocando. La mano del coronel empezó su viaje por el cuello de Mira, arriba y abajo; luego dentro y fuera de su larga y espesa cabellera. En ese pequeño cuarto, tan cercano a las otras casas, el ocaso llegaba pronto y las cortinas estaban medio cerradas. La atrajo hacia él, besó su nuca, y después, la mano que había perdido dos dedos comenzó a hurgar más abajo, donde el cuello se une a los hombros.

Un súbito aguacero golpeó el pavimento, y los niños que habían estado saltando dentro y fuera de sus jaulas de tiza corrieron hacia sus casas. El viejo cantante callejero, que se balanceaba a lo largo de la cuneta con la gorra de pescador echada hacia atrás, cantando animadamente «Agradece lo que tienes, agradece lo que tienes…», volteó el cuello de su abrigo, se refugió bajo el pórtico de un bar y terminó su consejo: «Agradece lo que tienes. Cada cosa». Luego el sol volvió a brillar y secó el pavimento.


Publicada en Virginia Woolf. Obra selecta, colección Íconos literarios, Mirlo Editorial, 2017.