Estrella Asse

En este trabajo se estudia a diversos autores que han dado voz a reflexiones interesantes acerca de la utilidad de la red y cómo el lenguaje, que es la materia prima que se utiliza, ha sufrido cambios notables. Ya sea a través de la lectura o la escritura, los usuarios de computadoras y otros medios digitales estamos frente a un nuevo fenómeno que es parte del progreso tecnológico, pero contiene contradicciones.

Es común escuchar que el siglo XXI es el siglo de las pantallas, como lema del consumo masivo que impulsa la velocidad con que circulan los mensajes. De ahí las transformaciones y trastornos que afectan la comunicación y que examinan de cerca expertos lingüistas, académicos e intelectuales que retan la garantía y el asombro de estar al día y evidencian que internet es la punta de lanza que ha fragmentado las perspectivas del mundo posmoderno.

En agosto de 2017 Gilles Lipovetsky ofreció una serie de entrevistas en México con motivo de la publicación de su último libro, De la ligereza, título que se suma a otros de temática similar como La era del vacío y El imperio de lo efímero. Hace varios años, el filósofo francés intuía las implicaciones de una nueva era en la que el abuso de información iría en detrimento de los contenidos, en la aparente protección que brinda la pantalla como medio ideal para salir a escena encubiertos de anonimato y exceso de individualismo. En esta línea de pensamiento, habla de las revoluciones sociales que no reinventaron un nuevo sistema de vida. En cambio, se refiere a la revolución telemática que con demasiada facilidad y ligereza es capaz de transformar el mundo. Afirma Lipovetsky: «Hoy las computadoras, los smartphones han cambiado la vida de la gente; trabajas y te informas con un aparato de 200 o 100 gramos; eso modifica la vida más que las grandes revoluciones, pero tristemente no hemos transformado de fondo la existencia».

La visión de Lipovetsky es una constante que engloba algunos de los principios que caracterizan a las sociedades modernas. Ante los vertiginosos cambios que día a día confrontan a mirar con asombro técnicas innovadoras, se pasa por alto que la interactuación en diversas plataformas es ante todo un modo de comunicación. Como emisores de mensajes y como destinatarios activos es vital considerar que escribimos, leemos y exteriorizamos nuestras ideas mediante el lenguaje. Sabemos que el lenguaje es parte de nuestro pensamiento, de nuestro ser. Si algo nos distingue como género es la capacidad de ver materializado el lenguaje en forma de palabras que leemos, escuchamos, elegimos y abstraemos para lograr dar consistencia a un mensaje. Bien decía la filósofa estadunidense Susanne Langer que «el lenguaje constituye el más asombroso y perfeccionado artificio simbólico que haya desarrollado la humanidad». A diferencia de otras especies, estamos dotados para razonar, para hacer variadísimas combinaciones y conexiones lingüísticas que proveen a nuestro léxico de significados claros.

Estrella Montolio subraya los contrastes entre el paso del discurso verbal al visual; hace notar que uno no descalifica al otro sino que ambos forman parte del actual uso de la infografía, que ha ganado terreno por sus diseños y versatilidad. No obstante, advierte que dicha herramienta no sustituye el aprendizaje de la redacción como constructor de puentes hacia el mundo laboral y como un «requisito para el éxito y la eficacia en lo social y en lo profesional». La autora no niega la época de transición que se vive ni las ventajas que ofrecen los mecanismos ultramodernos: resalta que la dificultad de instruirse para comunicar por escrito trae recompensas consigo, pues «llegar a dominar las técnicas de la escritura proporciona una gran satisfacción, abre puertas en el mundo en la vida real, porque escribir de modo eficaz ayuda a construir una imagen de una persona capaz».

Es innegable que estas reflexiones nos dan la ventaja de notar las implicaciones de dar una imagen que proyecte una comunicación efectiva y trasparente como reflejo de un diálogo convincente y enriquecedor. En nuestra intervención en todo proceso comunicativo, hay que dar al léxico mayor amplitud y variedad y evitar caer en el empobrecimiento de un lenguaje simplificado, porque la tendencia actual fomenta el uso de vocablos limitados, por el creciente predominio de la cultura visual que deja de lado la trascendencia que posee la palabra.

En tal sentido, son ya célebres las nociones de Giovanni Sartori en Homo videns sobre las secuelas de la revolución multimedia y el rol que juega la televisión como medio invasivo de la cultura de masas, su análisis de la mutación del homo sapiens —producto de la cultura escrita— al homo videns, para el cual la primacía de la imagen supera el pensamiento abstracto que diferencia al ser humano como grupo, y la facultad de distinguir el pensar y el actuar, incluso para observar de manera simultánea varios ángulos de una misma realidad.

La lectura acciona los resortes de nuestro juicio y nos depara incontables beneficios, es el camino más seguro para ampliar nuestra inteligencia, para absorber el universo de signos comunes a la esencia humana. El legado del libro nos convierte en herederos del caudal de conocimientos que se despliegan en el impacto que deja la elaboración concienzuda de lenguajes que dejan huella.

Carlos López en Pasión por el libro comparte su amor por uno de los mejores inventos de la humanidad y nos lleva a conocer las pasiones de creadores que como él valoran el misterio y la magia del libro, «que está hecho más de espíritu que de materia y que sólo como objeto nos puede transmitir tanto».

Pero la fama del libro se ha visto afectada en nuestro país si repasamos las cifras de los últimos censos en materia de índices de lectura. Gabriel Zaid expone en su ensayo «La lectura como fracaso del sistema educativo» los resultados de encuestas recientes sobre los hábitos de lectura en México: «Según la Encuesta Nacional de Lectura del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, dos de cada tres entrevistados declaran leer lo mismo o menos que antes. El 13 por ciento dice que jamás ha leído un libro. Y, cuando se pregunta a los que no están en ese caso cuál fue el último libro que leyó, la mitad dice que no recuerda y el 40 por ciento dice que ahora lee menos. También un 40 por ciento dice que nunca ha estado en una librería».

Al parecer, la crisis no sólo afecta a nuestra población, también se ha extendido a otros lugares del mundo, como si se tratara de una epidemia viral. Mario Vargas Llosa describe un panorama devastado que ha provocado el uso extremo de las pantallas. En «Un mundo sin novelas» —que formó parte de su discurso de aceptación del premio Nobel de Literatura—, enfatiza que «los medios audiovisuales no están en condiciones de suplir al libro, cuya función es la de enseñar al ser humano a usar con seguridad y talento las riquísimas posibilidades que encierra la lengua». Señala a los medios como culpables de reducir la lengua a su expresión oral, a usar lo mínimo indispensable y lo más alejado de su riqueza escrita y con tendencia a ver al libro como «un producto industrial al que muchos declaran obsoleto».

Quizás el incremento del uso de pantallas inhiba en algunas personas el gusto por la lectura y minimicen el esfuerzo que se requiere para cultivar el hábito de la buena escritura.

Umberto Eco declaró que internet permite con facilidad combinar el conocimiento y el ocio, buscar información para una investigación seria y, al mismo tiempo, recurrir a los distractores habituales, como es el caso de las redes sociales. En una serie de entrevistas que le hicieron poco antes de su muerte, el semiólogo italiano aseguró que «no se puede frenar el avance de internet», y advirtió que el problema de la red «no es sólo reconocer los riesgos evidentes, sino también decidir cómo acostumbrar y educar a los jóvenes a usarlo de una manera crítica». Sus observaciones han tenido eco en los jóvenes, a quienes aconsejaba no fiarse de los datos en internet y saber utilizar los beneficios de la red con un criterio sólido para someter a interpretación la inmensa cantidad de información a la que se accede con un clic.

Frente a los argumentos de Eco, cabe tomar en cuenta otras posturas, como la de Daniel Cassany, cuya dedicación en la enseñanza del lenguaje ha sido patente en la cantidad de publicaciones que circulan en varios países de habla hispana. En su último libro, En-línea. Leer y escribir en la red, habla de la necesidad de saber cómo explotar las ventajas que el mundo virtual facilita y por qué es conveniente adaptarse al contexto mediático de la actualidad, un tema que según este autor «se encuentra en consonancia con nuestro tiempo». Las propuestas de Cassany cubren, asimismo, la responsabilidad de los docentes de transmitir al alumnado «la capacidad de realizar una lectura profunda e interpretativa, que sea cuestionada y contrastada».

El asunto en cuestión deja abiertos diferentes caminos, desafíos que no hacen alarde de dogmas a largo plazo. Nadie puede predecir que algún día se podrá revertir esa ola gigantesca de información que nos arrastra a lugares inciertos. Debemos asumirnos como receptores de nuestro entorno, aprender y enseñar con habilidad, no abandonar nuestro compromiso con el lenguaje como germen fecundo que nos brinda siempre la capacidad de comunicarnos, la libertad de crear, de pensar, de conocer el mundo, de luchar por su transformación.