Arcelia Ayup Silveti

El momento y las preguntas son interminables. Mi cuerpo se trastoca en lágrimas. Por cada una que aflora, se multiplican miles en mi interior, cubren mis ojos, mi cerebro, mis hemisferios. Los conductos internos trabajan para generarlas y triplicarlas, como una ola serena y oscura. Siento cómo emergen a través de mis hombros, pulmones e intestinos. ¿Para qué me sirve el corazón ahora, estrangulado de sufrimiento? Me detengo en ese vientre rancio, abatido, otrora guardián. No puedo tocarlo ni pensar en él. No sé cómo puedo seguir en pie, mis piernas son deleznables, en especial sobre  los tacones.

El olor a muerto penetra en mi falda, en mi saco y se adhiere a mis piernas. Escucho a lo lejos la pregunta del médico forense en un eco interminable:

— ¿Es su hijo, señora?

Mi amigo me sostiene en todo momento, me abraza y permanece con firmeza a mi lado. Estamos parados frente un largo mural con cuerpos inertes, con historias desiertas, o quizá torcidas. El doctor, en un acto automático desliza una camilla flaca con una sábana casi transparente. Sin mirarnos, la descubre y deja ver el rostro de mi hijo. No puedo gritar. Sólo hay tristeza en mi tristeza. Sus ojos miran al infinito, no sé si buscando ver lejos, o hurgando en su interior. Esos labios que no me detuve a observar con cuidado, se doblan hacia la barbilla. Sobre el hombro derecho, se asoma una mancha. Me acerco a ver: es un tatuaje con el nombre que él usaba para mí: Nena. Le doy un beso largo y me avergüenzo de no saber de él. Mis lágrimas han cubierto su rostro. El doctor coloca la sábana sobre el cuerpo y lo regresa a su lugar. Me dice que la funeraria puede pasar por él. No logro entender las palabras del médico. Mi amigo habla con él. Le entrega un portafolio y me lleva despacio del brazo. Las lágrimas continúan. Salimos de la morgue. El olor permanece. Atravesamos un parque para ir al coche. Me siento al borde de una sucia fuente. Mi amigo hace un par de llamadas para hacerse cargo de los servicios funerarios. Indago qué hay en la bolsa. Lo primero que aparece es un sobre escrito con su letra. En la parte delantera se lee: Nena. La acaricio, imaginando qué sentía cuando la escribió. Las lágrimas desperdigan las letras. Cada una toma forma puntiaguda, como telarañas. Permanecemos unos minutos más en la banca. Mis lentes oscuros no ocultan mi sentir. El rímel y el delineador se han mezclado con partículas diminutas, esas gotas inmunes que no dejan de caer sobre mi falda. No quiero ver a nadie, en especial a mí misma. Miro el piso lleno de hojas doradas. Cuando era niño, a mi hijo le gustaba pisarlas para escucharlas crujir; buscaba montones de ellas para aplastarlas rápido, luego lento. Después, una a una, veía cómo quedaban bajo sus zapatitos y me decía: «Mira, Nena, ahora son rompecabezas de hojas». Sus risas eran largas. Me preguntaba por qué no podía ser otoño todo el año, para llevarlo al parque y verlo jugar con las hojas. Cuando íbamos, guardaba unas en su mochila y me decía que serían para que cuando yo tuviera tiempo las pisaríamos juntos en nuestro jardín.

Observo el vuelo de las hojas, del cesto al piso cercano a la banca; es un sonido fino, como los dedos cerca de la madera. ¿Habré guardado durante tantos años estas lágrimas para agotarlas de hoy en adelante? Me paro sin hablar. Mi amigo me lleva a casa, en un camino sin palabras. Al llegar, me pregunta si estaré bien. Le sonrío sin sonreír. Me deja en el jardín a solas mientras se encarga de los trámites. Me persiguen las hojas secas. Veo el portafolio que le entregaron a mi amigo; mi mano topa con la carta. Tiemblo por saber su contenido.

«Nena, querida mía. Perdóname por este dolor. Por ponerme un tatuaje sin tu permiso, con tu nombre. Quiero felicitarte por tu gran trayectoria profesional, porque eres una excelente profesionista. Siempre te he admirado, con tus trajes sastres, hermosos, impecables, tus zapatos finos, de vértigo, y tu gran clase. Eres bella, Nena. Desde niño me gustaba verte salir a tu oficina por las tardes, con tus portafolios de piel, mientras la nana me cuidaba. Éste es el que más te gustaba; por eso puse en él la carta, para que te acuerdes de mí cuando regreses a tu oficina, bonita, oliendo a ese perfume que dejas a tu paso. Lo recuerdo siempre. Muchas veces deseaba verte durante la hora de comer, pero la mayoría no llegabas, así que posponía el anhelo para otro día y otro. Tu trabajo, compromisos y viajes me dejaban verte tan poco. Ten la certeza que te adoro, Nena».

Acarició el portafolio. Lo revistió con sus lágrimas. Se abrazó de él para ir a la recámara de su hijo. No recordaba la última vez que había estado ahí. Se sentó en el piso. Gritó. Supo cómo se hacina la tristeza, la impotencia, el dolor bajo una sola piel. Vio una enorme caja, donde venía envuelto su perrito desde la niñez. La aventó al suelo. Sobre el piso de fina madera, se desperdigó una montaña de hojas de otoño.

(Cuento tomado del libro Escondrijos de Luna, Universidad Autónoma de Coahuila, México, 2017)