Francisco Carrillo Alfaro

“Gracias a Dios por los alimentos de hoy. Retire mi plato”.

La nota se deslizó como siempre por debajo de la puerta. En ese momento, yo no sabía que sería la última. Decidí guardarla. Quizá en algunos años su caligrafía se convierta en una envidiable pieza de museo que valga incuantificables francos, tal como sucedió hace un par de años con algunas de sus esculturas, aclamadas —como suele suceder— poco tiempo después de su escabrosa muerte. De hecho, la nota que da pie a mis recuerdos fue realizada un mes antes de que mostrara al mundo su última obra: Le Mélancolique. Él nunca hubiera permitido que se le pusiera tan paupérrimo nombre a su más importante escultura, pero ya no estaba aquí para defenderla. Sea como sea, después de su última nota, me encontré tres veces con él antes de su sorpresivo deceso. No era algo común, pues casi nunca salía de su estudio y, peor aún, nunca se le vio fuera del Chateau de Grinberg.

 

I

Siempre me había llamado la atención su caminar, mecánico y acartonado, como si tuviera placas de metal coordinando cada uno de sus movimientos. Este andar era uno de los sellos personales de Sebastian, ya que nunca tuvo la oportunidad de comparar pasos con cualquier otro ser en Francia pues su padre, el gran aristócrata Pierre Grinberg, le tenía terminantemente prohibida cualquier relación con otra persona. En medio del confinamiento al que fue sometido desde que era un inocente niño, su padre le dejó claro en más de una ocasión las razones sociales e inclusive filosóficas por las que era recluido. Aún recuerdo vívidamente las discusiones que entablaban Pierre y su hijo antes de que el segundo se resignara a rechazar el exterior por voluntad propia. De hecho, a los quince años, Sebastian todavía cuestionaba tímidamente la postura de su padre:

—Pero, padre, ¿podría repetirme nuevamente por qué no puedo ir al colegio como los otros hombres de mi edad?

—Eres un necio, Sebastian. ¡Tú bien sabes los peligros que corres fuera del hogar en el que te criaste! Con esos malditos jacobinos dominando la vía pública y las escuelas de Francia desde la fatídica revuelta, no hay espacios decentes en Francia para que un hombre de tu estirpe se desarrolle correctamente. ¿A qué quieres salir? ¿Acaso quieres contaminarte de las mismas ideas que han sido responsables de derramar sangre noble? ¡No digas sandeces!

—No, padre —balbuceó Sebastian—. Sólo quiero aprender escultura fuera de…

—Sebastian, otra vez con lo mismo. Tienes tres estudios en esta mansión. Dos repletos de libros y otro más que la servidumbre ha acondicionado para que te dediques a la escultura. ¿Necesitas alguna otra cosa además de lo que tienes aquí dentro? Tienes teoría, ejemplos, modelos, materiales y cualquier otra cosa que puedes necesitar de la Francia perdida en las revueltas. Pero lo más importante es que tienes la seguridad de que seguirás siendo un noble hasta que la Revolución sea derrotada por nuestra dinastía real. Entonces, podrás salir.

—Como usted diga, padre.

—Aquí dentro los libros no se manchan, Sebastian. Lo mismo ocurre con tu nobleza.

Sebastian no murió a los veinticinco años, como muchos suelen comentar mientras admiran Le Mélancolique. No. Él murió desde que sentenció su destino con ese fatídico “Como usted diga, padre”. Desde esa discusión —una de las últimas que tuvieron al respecto—, el primogénito de Pierre Grinberg dedicó días y noches a estudiar la más sesuda teoría sobre el arte de esculpir. No hubo libro clásico que no pasara por sus ojos fríos como el mármol cincelado sin piedad por sus delicadas manos. Esta obsesión no provino de él. Como casi todas las decisiones de su vida, estuvo influenciada por Pierre, quien lo agobiaba para que siguiera la vida de escultor y para que algún día pudiera llevar su talento a la hipotética restauración de la nobleza francesa.

A pesar de que nunca tuvo contacto con nadie en el exterior, siempre estaba enterado de lo que pasaba, por medio de criados que tratábamos de informarlo con las principales novedades en Francia. Gracias a mí, por ejemplo, se enteró de la muerte de Lemoyne, lo que le provocó un vacío que le quitó el apetito por dos días. El escultor principal de Su Majestad Luis XV era uno de los principales ejemplos del joven Grinberg. El pequeño tirano admiraba tanto las descripciones que se le hacían de Vertumno y Pomona que, incluso, nos obligó a traer un escultor de segunda para que hiciera una réplica exacta para uno de sus estudios. Por supuesto, en cuanto la recibió, no tardó en mejorarla, siempre con ese talento limpio de cualquier influencia jacobina.

La primera vez que me encontré con él después de su última nota fue precisamente mientras recordaba una de estas escenas. Por desgracia, olvidé el tenue chirrido que hacía la puerta de su estudio cuando se abría. Eso casi provoca que Sebastian me descubriera mientras observaba esos movimientos mecánicos que realizaba para empujar una pieza de mármol al centro de su taller. Tuve que alejarme deprisa, pues el escultor en cautiverio no soportaba que nadie lo viese haciendo cualquier cosa, mucho menos esculpir. Lo poco que vi me bastó para lanzar conclusiones sobre su posible conducta. Después de casi dos meses de no hacer nada más que leer y escribir, decidió regresar a su obsesión con el mármol. Yo me encontraba emocionado por verlo picar con mazo y cincel, ya que siempre me generó una inexplicable tranquilidad observar esos movimientos delicados y certeros.

Esta nueva escultura que planeaba era diferente a todas las que había hecho. Los más mínimos detalles de su tradicional rutina habían cambiado. Por ejemplo, tras el final del primer día de trabajo, Sebastian fue a dormir sin recoger ninguna de sus herramientas, asunto que me despertó la más singular intriga. Por lo regular, que alguno de sus cinceles se encontrara fuera de su lugar mientras no lo ocupaba era motivo suficiente para entrar en cólera y culparnos de todo lo malo que existe en Francia. Irascible, buscaba con rapidez su pluma y su tintero para recordarnos que teníamos totalmente restringido el ingreso a sus estudios y, por supuesto, a su recámara. Creo que todavía conservo alguna de esas notas escritas con el pulso trabado por la ira, que me deslizaba por debajo de la puerta.

Tras los primeros días de trabajo, pude observar el progreso de la obra mientras Sebastian dormía. El mármol se había modificado bastante, pues tenía la forma de un monje agachado, vestido con su colobio, como si estuviera buscando algo entre sus pies. Solo se trataba de una silueta; aún faltaba mucho por tallar y perfeccionar. Mientras observaba, tropecé con uno de los cinceles que Sebastian había dejado fuera de su lugar. Tomé mi lámpara y salí apresurado del taller. Verme dentro era mi sentencia de muerte. Por lo que pude notar, era un trabajo digno de su talento, con una pulcritud desmedida y exagerada, como los libros le dictaban al aristócrata francés que debía proceder.

La escultura de Sebastian Grinberg era otra cosa que no se manchaba en este desdichado castillo.

 

II

—¿Cree que le falta algo, Monsieur Froissy?

—¡Excelencia! Sí. Quiero decir, no. Es perfecta, la mejor de sus esculturas sin lugar a duda. Le suplico no me castigue por entrometerme. Ruego me conceda su perdón.

—Yo creo que es una porquería, Monsieur Froissy. Si, por lo que me dice, es la mejor, significa que mis anteriores obras son inexplicablemente horrendas.

—No crea usted que yo…

—Y, en cuanto a su súplica, no debe disculparse. Yo le pedí una opinión, ¿no es cierto? Mientras se le solicite, no hay ningún problema. Ahora retírese y, por favor, no quiero volver a verlo husmeando en mi estudio.

Este intercambio de palabras fue uno de los pocos que tuvimos Sebastian y yo a lo largo de nuestras vidas. Con el silencio ensordecedor de los cinceles, me percaté de que no se hallaba en su estudio y, creyendo que almorzaba, me decidí a observar con detenimiento su obra, ahora con los rayos del sol atravesando cada uno de sus detalles. Para los pocos días que habían pasado, el escultor recluso avanzaba desesperadamente su gran obra, como si emprendiera una desalentadora carrera contra el tiempo. El futuro Mélancolique tomaba una forma angustiante.

Con un progreso llamativo en el cincelado, los rasgos del personaje adquirían vida. Se podía apreciar la figura de un hombre reclinado, con el cráneo apenas cubierto por una capa finísima de pellejo. Su mirada, nublada y distraída, se dirigía hacia abajo, mientras que la espalda aún mantenía parte de la joroba que permanecía desde el comienzo del trabajo. Sebastian Grinberg estaba haciendo un trabajo tan extraordinario que incluso las capas perfectamente talladas permitían ver con claridad la vestimenta de su escultura: un ropaje conformado por un delantal desgastado y una camisa con las mangas cuasi destrozadas.

No obstante, lo que más me sorprendió de esta escultura muy cerca de concretarse fue la ausencia de las manos. El lugar donde debían encontrarse se hallaba sustituido por un interminable vacío, como si el Mélancolique se las hubiera arrancado una y otra vez. Para el grado tan avanzado que llevaba la obra, la falta de palmas resultaba inexplicable. En otras situaciones, Sebastian ya hubiera añadido dos extremidades delineadas a la perfección, con cada una de las arrugas de los dedos, la protuberancia del escafoides y la marca de las venas en el torso cuando se aplica cierta tensión. Concluí mis conjeturas pensando que todo era parte del plan que tenía siempre Sebastian para sus trabajos. Nada de lo que hacía era accidental o casual.

Recuerdo que en los últimos años de su vida, Sebastian comenzó a obsesionarse por la razón que su padre le daba para no salir del Chateau de Grinberg. Se preguntaba constantemente qué era tan malo de esos jacobinos como para que su propio ser corriera peligro con sólo leer sus obras. La intriga consumía sus pensamientos y, desesperado por (des)conocer, decidió averiguarlo. Para ello y ante la evidente negativa que supondría preguntarle a su padre qué significaban palabras como “Revolución” e “Ilustración”, decidió acercarse a mí en una de las poquísimas conversaciones que tuve con él sin las desesperantes notas por debajo de la puerta:

—Deje mi plato un momento sobre la consola, Monsieur Froissy. Necesito consultarle algo.

—Lo que sea, Su Excelencia. Dígame, ¿cómo puedo servirle?

—Mi padre es un necio. Es un necio porque se empeña en encerrarme aquí contra mi voluntad a pesar de mis constantes súplicas de conocer el exterior. Es un cretino, eso lo sé. Lo que ignoro es por qué encuentra tan alarmante esa razón que motivó mi enclaustro. ¿Usted lo sabe, Monsieur Froissy?

—Excelentísimo, con todo mi respeto y adoración, temo que este diálogo no es correcto. Si Monsieur Grinberg se entera de que estamos teniendo esta conversación, la guillotina será el mejor de mis destinos.

—Y si no responde mi pregunta, la vagabundez será el único destino que tenga. ¿Qué sabe usted de esta mentada Ilustración?

A la mañana siguiente, traspapelado entre ensayos de Lemoyne y Pajou, me obligó a llevarle clandestinamente panfletos que le resolverían su inquietud. De todos ellos, supe por numerosas anotaciones y tachaduras que su favorito fue Qu’est-ce que les lumières? del pensador coetáneo a nosotros, Kant. Estas líneas cambiaron por completo a Sebastian, quien nunca volvió a ser el mismo después de “mancharse” con las luces. ¿Quién iba a decir que unos simples folletos le ayudarían a rebelarse contra su padre con la decisión máxima sobre su vida?

III

Sebastian Grinberg pudo ser muchas cosas, pero nunca un improvisado.

La última vez que me encontré con él, no hubo un intercambio de palabras. No existieron órdenes ni instrucciones, ni siquiera a través de sus características notas por debajo de la puerta. Esta vez no hubo regaños ni amenazas cuando la puerta chilló por mi indiscreto entrometimiento. El taller era un completo desastre, con mazos y cinceles por doquier, fungiendo como trampas en el piso y en los muebles. Todo esto me cimbró por dentro, aunque nada me sorprendió más que apreciar su última obra, completamente acabada e imponente.

En el interior del Chateau de Grinberg, los últimos detalles del puntero y las lijas revelaban el rostro, que me parecía completamente familiar. Le Mélancolique tenía la forma de un escultor inclinado hacia adelante, dispuesto a continuar su obra. No me cabía la menor duda de ello, pues sus manos por fin se encontraban terminadas, sosteniendo con fuerza sus herramientas de trabajo: en la diestra se encontraba el mazo, mientras que en la izquierda, apuntando en diagonal hacia arriba, se hallaba perfectamente bien tallado el filoso cincel.

Partido a la mitad, el pecho de Sebastian se desangraba frente a su propia escultura, atravesado por el ímpetu de su zurda. Su líquido vital goteaba lentamente desde su torso hacia el piso, pasando por los pies que se mecían de atrás hacia adelante, suspendidos en el aire de muerte que se respiraba dentro de ese taller. Pude notar que escultura y hombre eran la misma persona, pues ambos conservaban la misma semblanza de tranquilidad, con una ligerísima sonrisa dibujada en la comisura de sus labios. “Por fin Sebastian pudo satisfacer sus inquietudes”, pensé, sin poder dar crédito a lo que veía.

El pecho del escultor no era lo único modificado en aquella escena de penumbra. El torso de la escultura también había cambiado desde que lo vi por última vez. Con el puntero, el artista enclaustrado había rasgado el mármol justo antes de atentar contra su vida, escribiendo uno de los primeros pasajes de Kant:

Incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia, sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de la propia razón!

Manchado, logró su cometido. Parecía que había planeado con la perfección que lo caracterizaba cada uno de los pasos. Con el cincel dentro del corazón, Sebastian Grinberg pudo realizar(se) (en) su última obra.