Bruno Darío Rosado Solís Quiroga

Era 21 de diciembre de 1941. El sonido de las sirenas y las alarmas que invitaban a la gente a recluirse en el búnker era lo de todos los días. La tristeza, el miedo, la soledad, el hambre y la miseria no dejaban de ser los principales invitados en las reuniones familiares. Cada día se hablaba de un fallecimiento nuevo. La principal causa de muerte: la guerra. Abraham tenía tan sólo 12 años y no entendía por qué una persona alemana podría ser mejor que una judía o por qué el único y verdadero Dios sería el católico habiendo cientos de religiones distintas. Para él, jugar con Jonás, Sarah y Giovanni era tan agradable como hacerlo con Germán, Wilfried o Isaac. La guerra había dejado a muchos niños huérfanos y sin esperanza, pero Abraham trataba de evadir su tristeza cantando villancicos o pidiendo frutas para después pedirle a doña Bertha que hiciera un delicioso ponche, como el que su mamá solía hacer en aquellos tiempos sin guerra, cuando todo era alegría, color, luz, esperanza y felicidad. Desde el inicio de la guerra, todos los días se vivía angustia, desolación, desesperanza. La gente no sabía cuál sería la última imagen que vería antes de morir: una ciudad bombardeada, gente herida, hambrienta y torturada; a lo lejos, gente esclavizada y campos de concentración donde las familias desaparecían por completo para nunca más volver.

La mamá de Abraham estaba apagada. No sabía siquiera si su esposo estaba vivo o no. Todos los días, encendía una vieja radio y escuchaba los nombres de las personas desaparecidas, de los muertos y de los héroes de guerra que regresarían a casa mutilados o locos. Cuando encendía la radio, sólo quería escuchar un nombre: Derek Mizrachi. No había tenido noticias de él desde que se había ido a la granja de esclavos donde todos usaban una especie de uniforme carcelero sucio, raído y a rayas. Sólo recordaba su último consejo: «Athalia, ya no somos más Mizrachi. Tú y mi hijo cambiarán de apellido a Baumann de ahora en adelante, ¿entendiste?».

Eso significaba no más Hannukah, y tratar de crear un ambiente más cristiano, poner un árbol, un nacimiento, hacer una gran cena. Sin embargo, no estaba de ningún humor. Abraham no entendía muchas cosas. ¿Cómo celebrar el nacimiento de un Dios que permite la muerte en su cumpleaños? Lo único que le gustaba era el ponche y la compañía, pero ahora todos estaban asustados en el búnker, en los sótanos de sus casas y protegiéndose de los derrumbes que las bombas ocasionaban incluso en fechas festivas.

Esa nochebuena fue de lo más triste que Abraham pudo haber vivido, pero también la más esperanzadora. Venían a su mente recuerdos felices de cuando festejaba el Hannukah con su padre y sus primos, todos desaparecidos y ausentes por la maldición Mizrachi. Sí, debía ser una maldición tener ese apellido, porque a cualquiera que se le nombraba así se lo llevaban a quién sabe dónde. De repente, en la radio que encendía su madre, escucharon algo que les erizó la piel: «Se busca a Derek Mizrachi, traidor de los ideales nacionalistas de nuestro país. Cualquiera que lo vea o le dé asilo sufrirá el mismo destino que él». Estas palabras resonaron en lo más profundo de sus corazones. Sus sentimientos eran encontrados: por un lado, querían ver a Derek, abrazarlo y reunirse con él, y por otro, sentían miedo, porque volver a verlo implicaba nunca estar a salvo. Athalia no sabía qué pensar o decir; sólo quería proteger a su hijo, así que, para seguir la tradición que Derek les había dicho, empezó a adornar la casa con un hermoso y brillante pino, y le pidió a Abraham y a doña Bertha que lo adornaran con esferas redondas y brillantes de vidrio soplado. En ese momento, la fragilidad de estas esferas era la misma que tendrían sus vidas. Un descuido, y se fragmentarían sin marcha atrás. Debían intentar llevar una vida «normal», no «judía».

Su doble vida desde la desaparición de su padre ocasionaba serios conflictos en Abraham, quien no entendía la verdadera razón por la que Derek era catalogado como traidor. Durante dos años, habían vivido como la familia Baumannn, en un vecindario católico que, a pesar de la guerra, celebraba el nacimiento de Jesús con cantos, adornos y reuniones familiares. Al Fürer no le molestaba la Navidad, pero detestaba todo lo que fuera judío —el Hannukah, por ejemplo—. Los niños del vecindario salían cuando no había toque de queda a mostrar los regalos que el niño Dios les había traído. El juguete más popular era Juden Raus («Fuera judíos»). La guerra y el nazismo habían devorado todos los aspectos de la vida y trataban de educar a los niños, de entrenarlos para despreciar a los judíos.

 A pesar de que los Baummann sabían que Derek estaba vivo, no fue sino hasta la tarde del 24 de diciembre de 1943 cuando volvieron a tener noticias de él. Llegó un hombre extraño y malherido a su casa. Una vez que el hombre estuvo lo suficientemente cerca, la sangre de Athalia se heló al ver el rostro moreteado de su marido, o lo que quedaba del pobre hombre, quien estaba en los huesos. Necesitaba atención médica urgente, pero no podían llevarlo al hospital: lo reconocerían. Athalia le limpió las heridas y lo invitó a sentarse a la mesa para compartir los sagrados alimentos navideños. Fingieron ser desconocidos… No había palabras en la mesa, sólo lágrimas y miradas de desconcierto. Abraham no podía creer que estaba viendo a su padre. ¿Sería él realmente? No se parecía al padre que recordaba bonachón, alegre y rubicundo. Sin embargo, le daba gusto tenerlo de vuelta. Fue lo más cercano que habían tenido a una cena familiar, pero no se sentía como una. Había miedo y desconcierto en el ambiente. De repente, Derek sufrió un ataque de estrés mientras terminaba de comer una pierna de pavo con puré de papa, acompañada de ensalada de arándanos. Entre sus balbuceos y alucinaciones, repetía con ojos de terror y manos crispadas: ¡No quiero regresar a Auschwitz! ¡No soy judío, señor! En ese momento, Athalia comprendió el significado de estas palabras y sus fúnebres repercusiones. Tras unas horas y unas buenas dosis de calmantes, Derek se recuperó. No sabía cómo decirle a su familia que ya no estaban seguros ahí y que tendrían que irse a otra ciudad.

—No tenemos tiempo. Debemos huir. Los nazis vendrán por nosotros.

—¡Creí que dijiste que estaríamos a salvo!

—Nadie está a salvo.

—¿A dónde iremos?

—A dónde sea, pero debemos aprovechar que los comandantes están entretenidos con sus familias en la Navidad para huir. Tengo un amigo que nos puede ayudar.

Esa noche, tomaron los víveres básicos para irse a un lugar más seguro. Le dijeron a Abraham que irían a visitar a un amigo y que agarrara sus cosas. El frío helaba cada parte de su piel y en el cielo había muchas luces que centelleaban y retumbaban. No eran estrellas; eran bombas que explotaban y les recordaban que la piedad no los miraría ni siquiera en esta temporada. Abraham era demasiado joven para entender la verdad, pero lo suficientemente maduro para darse cuenta de que algo andaba mal. Al día siguiente, la familia pudo abordar un tren. La nieve cubría el camino… Todo lo que se alcanzaba a ver en el horizonte era un blanco espectral que envolvía todo. Después de casi una semana de viaje, Derek, Athalia y Abraham llegaron a un pequeño pueblo a unos kilómetros de Zielona Góra, en Polonia. Tenían varios días sin dormir, cuando al fin llegaron con la única persona que podría darles refugio: V.

Durante un año entero ocultó a los Mizrachi en el ático de su casa, y los protegió como si fueran parte de su familia. En todo el país, las muertes se incrementaban y la esperanza moría poco a poco. El apocalipsis estaba cerca; el fin del mundo había llegado. Pero, a pesar del sanguinario mundo que los atormentaba, la familia Mizrachi se unió más que nunca y volvieron a ser la familia de antes de la guerra. En la Navidad de 1944, salieron del ático de Bartek y lo acompañaron en una cena inolvidable. La casa olía a pino recién cortado, a ponche de frutas y a esperanza. Derek nunca había creído en las tradiciones navideñas, pero Bartek le enseñó que es una tradición que va más allá de cualquier religión o creencia. Irónicamente, los Mizrachi no podían salir de la casa en ninguna circunstancia, pero se sentían más libres que nunca. Fue una blanca Navidad en un mundo ennegrecido por las Moiras. Estaban muy contentos brindando y escuchando canciones como «I´ll be home for Christmas» cuando escucharon que alguien tocó la puerta. Eran unos soldados nazis con su emblemático símbolo de la muerte:

—Vinimos a revisar casas. Pura rutina, señor…

—Bartek Zaborowski.

—Bien. Tenemos la orden directa de revisar su ático y sótano.

—Pase, pase. ¿No se le ofrece un poco de ponche oficial? —preguntó Bartek algo nervioso.

—Gracias, pero estamos en servicio. No se nos permite interactuar con civiles.

En ese momento, escucharon a Abraham cantar «White Christmas» mientras dibujaba alegre un árbol de Navidad con una estrella en la punta, pero esa estrella sería su perdición: ¡era la estrella de David! Bartek sabía que era el fin. Los habían descubierto. En ese momento, siguió sus instintos y trató de huir, pero los nazis lo acorralaron y le pegaron repetidamente hasta dejarlo inconsciente. Los Mizrachi escucharon sus gritos de dolor y un suspiro final. A los Mizrachi no les fue mejor.

En el camino a Aushwitz, la familia rezaba por última vez al gran Yahvé; le pedían perdón por haber puesto la vida de un gran amigo en peligro, por su egoísmo y soberbia, por pensar que podrían salvar sus vidas con mentiras. Quizá todo esto era un castigo al pueblo judío, o quizá era un indicio de una potencial guerra divina. Fuera lo que fuera, lo único que quedaría de los Mizrachi sería polvo. Su estadía en el campo de concentración fue corta. Derek intentó modelar un último hombre de nieve con Abraham, pero los soldados de la muerte llegaron y los jalonearan para lanzarlos, como animales de rastro, a un cuarto del que sólo salía humo. A lo lejos, se escuchaba una melodía:

«Christmas Eve will find me
Where the love light gleams
I’ll be home for Christmas
If only in my dreams…»