Juan Antonio Rosado Z.

 

Recientemente falleció nuestro amigo el poeta Jesús Flores Olague, autor de por lo menos ocho poemarios. Como mínimo homenaje, publicamos el prólogo que Juan Antonio Rosado escribió para su libro De cotidiana magia (2015). Sobre este poeta, dijo Alejandro Aura: «Flores Olague es un poeta con la mayor de las pretensiones: la de encontrar las palabras verdaderas. Las que digan con la mayor certeza la experiencia de una aceptación plena de la condición humana». Y Roxana Elvridge-Thomas escribió: «Así es como Jesús Flores Olague nos va llevando hacia su mundo, sus mitos, sus ritos iniciatorios; nos hace sufrir sus padecimientos y nos transporta al punto donde todas las fuerzas se unen, a su particular Axis Mundi, donde la palabra poética comienza a desvelarse».

El siguiente texto se publicó también como reseña en La cultura en México, suplemento de la revista Siempre!, núm. 3271, año LXII. México, 21 de febrero de 2016, p. 88.

 

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Solemos concebir la magia como la irrupción en la realidad de un hecho que atenta contra las leyes físicas. Es verdad: puede haber magia cotidiana, pero lo inaudito es que toda magia lo sea, a no ser que percibamos la propia cotidianidad como mágica. Esto ocurre en el enunciado «cotidiana magia», de Jesús Flores Olague. La colocación del adjetivo implica que toda magia es cotidiana, o que esa vida diaria —la ubicuidad misma, pese a que no podamos abarcarla— es mágica, palabra acaso relacionada lejanamente con el sánscrito maya, el velo de la ilusión que cubre el mundo y que nos hace creer que lo que vemos es real. Magia-maya-mago. Sólo el poeta-mago hace aparecer lo cotidiano revelando la magia que irónica subyace como un milagro posible.

El poema-puerta con que Jesús Flores Olague nos invita a pasar al cúmulo de imágenes y situaciones que diáfanas se desplegarán en muchas de sus facetas propone un día concreto y unas pinceladas claras, pero sólo la memoria cohesiona ese día y esas pinceladas. Lo demás es movimiento, tiempo. Tal vez por ello la sustancia temporal sea el eje temático de este poemario: un tiempo preciso y ambiguo, un indeterminado lunes 16 de abril que necesariamente dejará de ser. El artículo indefinido denota que puede ser cualquiera y que eso en realidad carece de importancia. El tiempo pasa y se repite; es lineal y cíclico; consume y revive cada día el deseo de seguir, de buscar, aunque se encuentre el vacío o el silencio, el horror, la soledad o el alejamiento: «Alargaste las horas/ que seguían tu presencia».

Renegar del presente, de la realidad, del momento actual para refugiarse en las miradas del otro, en la «magia de tu cuerpo» no es una simple actitud de escape o evasión; tampoco un trasnochado tema romántico. Es la necesidad de cualquier yo que se sabe vivo y desea, aunque tan sólo por horas y horas, vivir en el otro, para el otro, o mejor aún: vivir el otro. Nuevamente, el tiempo aparece como fuerza interior, pero asimismo se revela implacable productor de ruinas que borran todo, incluso la sed del desierto. El yo desértico, no obstante, resucita al atardecer, justo en el crepúsculo, durante la muerte del día:

Pero vuelvo a vibrar

cuando tu nombre viene

casi siempre en la tarde

cuando el sol se retira,

pronunciado con su dicción perfecta

por el viento.

 

Naturaleza y mujer forman la belleza que pone en marcha una sutil narración o, por lo menos, un eje temporal que va construyendo el relato erótico-amoroso, más allá del eje espacial que implica cualquier descripción lírica. ¿Por qué? Porque el movimiento no sólo es exterior, en las presencias naturales que forjan los escenarios, sino también interior. El yo lírico es a la vez protagonista y observador. Y a veces observa la mutilación de los cuerpos, la fragmentación de una realidad violentada, el desecho, la orfandad callejera, y protesta contra esa cárcel.

El poemario de Flores Olague es unidad y diversidad. Ataca las palabras desde un tono coloquial y un espacio objetivo (la mesa del café, el «difuminado reflejo de calles y lugares», la escuela o la azotea) hasta la visión intimista o introspectiva, en que prevalece la atmósfera y el impulso vitales, ese tan mentado vitalismo que mueve la maquinaria interior y desata recuerdos, presencias, imágenes a veces con los contornos poco claros en tanto que, al ser evocadas, adquieren una nitidez distinta donde, sin embargo, se conserva el vaho del pasado. Por ello el tiempo —como ya lo dije—sea tal vez el tema principal de esta colección de versos. De repente, se habla del momento como el momento del grito, pero tal grito no es sino un llamado al retorno, al resguardo de lo que fue, del mito inicial, del instante pasado que se actualiza una y otra vez por obra y gracia de la memoria, la única —de entre todos nuestras características— que cohesiona nuestro yo dándole cierta unidad en el tiempo. Esta es la razón por la que siempre somos los mismos, a pesar de que seamos, paradójicamente, siempre distintos. ¿Seremos finalmente un recuerdo más? Sólo si nuestra imagen subyace tras las palabras. El poeta-ilusionista encuentra en ella un vehículo para representar(se) y vivir así en ellas, pero también hacer vivir el contingente y azaroso mundo. Incluso cuando se desea dejar atrás a la estrella opaca, o cuando se evoca la fragmentación de los cuerpos o la sangre seca o el horror o la posguerra… Todo lo muerto, lo inerte puede cobrar dinamismo y emerger con la memoria en la palabra.

Es verdad también que no puede irse a ningún lado «sin sandalias ni deseos», pero la escritura deseante se refugia en sí misma y a través de la memoria vuelve una y otra vez, a pesar del horror, la pérdida, lo que la vida arranca con labios y garfios, la historia inmediata que también será la futura, y la geografía suave y a la vez procaz y disminuida para el ser humano. También el amor, con toda su complejidad, es envuelto por la «clara sencillez de la palabra».

El poeta guatemalteco Miguel Ángel Asturias afirma que la poesía, «magia de los dioses, según los mayas y nahuatles, era el arte de endiosar las cosas. El poeta ‘endiosa’ las cosas que dice…». He ahí la magia cotidiana que sólo la poesía es capaz de sacralizar al percibirla y representarla. En un texto ya clásico, el formalista ruso Víctor Sklovski se refería a la desautomatización que sólo el arte puede provocar. Siguiendo a este crítico, Helena Beristáin habla del impacto síquico, del extrañamiento, de la impresión artística: «la automaticidad —afirma— con que los objetos se presentan rutinariamente ante nosotros hace que los percibamos de manera inconsciente, y todo lo que se desarrolla inconscientemente “es como si no hubiera existido”, dice este autor [Sklovski] citando a Tolstoi. El arte, en cambio, se opone a la automatización, y da ‘sensación de vida’ al hacernos percibir los objetos de manera desautomatizada». De tal modo, cualquier elemento cotidiano es captado como si se captara por vez primera; como si se produjera un primer encuentro.

No es otro el trasfondo de la cotidiana magia percibida por la mirada poética en este libro. Las palabras o frases gastadas por la práctica diaria del lenguaje son así evitadas o resucitadas con nuevos bríos, y el poeta —en el sentido original de creador— acuña formas frescas e intensifica las imágenes, las vuelve vivas. También es verdad que uno de los rasgos del poeta es su profundo vínculo con el pasado: un pasado biográfico, personal, por supuesto, pero también social, histórico, literario… Nada puede cobrar vida nueva si no es a partir de lo existente en la memoria, en la imaginación y en la contingente realidad. En la memoria, todo se vuelve mito y se borran las nociones de pasado y tiempo. Si bien evoca ciudades y presencias históricas, o canta hechos auténticos, el poeta penetra en una dimensión atemporal, donde —para parafrasear al poeta yucateco Raúl Renán— siembra lo que cosecha, y lo desgrana.

Para Jorge Luis Borges, la poesía «habla a la imaginación»: se impactan, se proyectan imágenes —auditivas, conceptuales, plásticas— en el espejo de las palabras, y si éstas no han sido antes apresadas por la luminosidad y fragilidad de los vocablos, hablamos de poesía que brilla por su novedad. De cotidiana magia, poemario hecho de trozos, pedazos de memoria y del instante, no pretende otra cosa. Mediante el sonido y la imagen que la palabra despliega cuando su fin no es meramente comunicativo, esta poesía nos otorga formas distintas de descubrir lo cotidiano como magia. Son formas que, al viajar más allá de la sola utilidad del lenguaje, al mismo tiempo nos muestran la riqueza del mundo y lo enriquecen con la mirada.

Hay poetas que se complacen en la exterioridad y sus anécdotas; pero también hay poetas de la memoria, que viajan al interior (sin escatimar la exterioridad) para hurgar esencias a través del yo. Sea hacia el exterior o hacia el interior, la palabra dibuja un vaivén, una ida y vuelta entre el hombre y sus circunstancias. Y, sin embargo, es el mundo de los recuerdos, de las captaciones subjetivas el que a menudo más se pierde entre las marañas del yo-cotidiano, y dificulta por ello su comprensión, aunque a la vez, paradójicamente, la multiplica. No hace otra cosa la cotidiana magia: multiplicar lo unitario imposible de captar para diversificarlo en el tiempo y el espacio, y devolverlo así a su unidad en el poema, pero ya enriquecida por ese interminable vaivén.

Ciudad de México, agosto de 2015

«La oculta magia de la ubicuidad», prólogo al poemario De cotidiana magia, de Jesús Flores Olague. Ed. El Trapecio Oscilante, pp. 11-18. México. ISBN: 978-607-95272-9-7