Busto de cabeza de Octavio Paz. Escultor: Sergio Peraza Ávila

Estrella Asse

En 1996, dos años antes de su muerte, Octavio Paz dio una de sus últimas entrevistas a la periodista Silvia Cherem. Publicada en cinco partes en el periódico Reforma, cada apartado sumaba al próximo el interés de lectores que, como yo, seguíamos de cerca la voz que dejaría impresa la memoria de un largo camino andado.

La extensión de la entrevista y el valor de su contenido eran dos componentes que ameritaban guardarla en el fólder donde estuvo durante casi 20 años. Intactas, aunque amarillentas, desdoblé las hojas del periódico y leí de principio a fin la entrevista. Recordaba bien el título inicial que reproducía las palabras de Paz, «Soy otro, soy muchos», y todo lo dicho coincidía con esa frase textual como reflejo fiel del legado de su obra.

Este preámbulo viene al caso de compartir ese rencuentro afortunado que me dio la pauta para pensar de qué manera reconstruir la semblanza de una figura inabarcable en tan poco espacio. Ofrecer el dato duro y preciso acerca de su vida y su trabajo se encuentra en cualquier diccionario biográfico, en las enciclopedias, incluso en el clic instantáneo de la tecnología moderna. Pero la información cumple mejor su objetivo cuando tenemos la ventaja de asumirnos como interlocutores en un mismo punto de encuentro.

Es así que, en la extensa conversación con Silvia, Paz da vida a la palabra, abre la puerta al retrato íntimo del hombre tras el escritor de una obra completa que encierra 60 años de actividad continua, que se transcribe en dos mil páginas de los cuatro volúmenes sobre arte, historia y literatura.

Es cierto que la afirmación de ser otro y ser muchos se asemeja a juntar las piezas dispersas hasta armar su identidad, ya que podemos preguntarnos: ¿cuál de todos es el Paz que conocemos?, ¿el poeta o el ensayista?, ¿el traductor o el diplomático?, ¿el periodista o el editor?, ¿el que ganó la gloria del premio Nobel o, quizás, el que provocó antipatía en los círculos intelectuales mexicanos?

Ser otro y ser muchos conduce al itinerario de su nacimiento en 1914, fecha marcada por las crisis sociopolíticas de la Revolución. Pese a ello, su infancia se acompañó de historias que aprendió a escuchar de su abuelo, de las primeras lecturas por las que su imaginación se nutrió de los cuentos de Las 1001 noches, Robinson Crusoe o los Tres mosqueteros. Tal vez desde niño la motivación profunda por escribir se originó por la cercanía con los libros, por el olor a papel y los signos impresos. Años más tarde, en plena adolescencia, su vocación poética afloró en un México aún carente de editoriales, inclusive de lectores más acostumbrados a la literatura de escritores españoles.

Nadando a contracorriente, Paz se desempeñó en distintos empleos que combinó con sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Poco a poco, fue trazando caminos que lo llevaron a distintas geografías y que marcaron también un nuevo rumbo para las letras mexicanas. Cofundador de la primera Revista Mexicana de Literatura, su labor editorial siguió en ascenso con la fundación de las revistas Plural, antecedente inmediato de Vuelta; esta última dio espacio a escritores mexicanos y a muchos extranjeros que por primera vez se leían en nuestro país. Su circulación de 1976 a 1998 la colocó como la mejor revista literaria de América Latina. A la muerte de Paz, Vuelta cambió a Letras Libres, hasta ahora considerada entre las mejores revistas de crítica y creación en el ámbito hispanoamericano. Como se sabe, bajo la dirección de Enrique Krauze, colaborador cercano de Paz desde los años 70.

No obstante, paralelo a su quehacer creativo, Paz enfrentó las vicisitudes de acusaciones que lo pusieron en la mira de críticas. Al respecto comenta: «Desde que comencé a escribir han llovido las condenas y las excomuniones; cuando era muchacho me acusaron de extranjerizante y afrancesado; más tarde me llamaron reaccionario, vendido al gran capital, vocero del Estado norteamericano, casi agente de la CIA».

Es evidente que los detractores de Paz anteponían el recelo por la fama alcanzada y dejaban de lado su estatura intelectual. El prejuicio generó la desconfianza de algunos periodistas, académicos y escritores cuando Paz recibió premios de Harvard, Columbia, y otras instituciones estadounidenses; de igual manera, por sus declaraciones contra la falsedad de la izquierda mexicana y por los dos programas que hizo en Televisa, «Conversaciones con Octavio Paz» y «México en la obra de Octavio Paz». A pesar de que la televisión era el medio ideal y el canal óptimo de difusión para promover la cultura, el proyecto no siempre fue acogido con agrado.

Sin embargo, simultáneo al escándalo publicitario que pretendía desacreditar el prestigio que había logrado, Paz acaparaba, cada vez más, la atención de la crítica internacional y la admiración que le prodigaban los lectores en muchos sitios del planeta.  No en vano su obra se traducía a más de quince idiomas conforme aparecían nuevas ediciones.

Por su parte, prefería convertir su historia biográfica en metáforas cambiantes de la realidad, urdidas en profundas reflexiones: «Me propuse que mis experiencias se transformasen en poemas, es decir, que sin dejar de ser la expresión personal de algo vivido, se desprendiesen de mí para que otros se reconociesen en ellos. La literatura es el arte de inventar a otros. ¿Quién fue Homero? No lo sabemos. ¿Qué importa? Pero sí sabemos quiénes fueron y qué hicieron Aquiles, Helena, Odiseo, Penélope. También los novelistas inventan personajes. En cambio, se piensa que el poeta lírico no inventa: simplemente expresa o, lo que es peor, confiesa lo que siente. No es verdad. El poeta también inventa: se inventa a sí mismo. El poeta no es un señor que se llama Octavio Paz sino alguien, sin claras señas de identidad, que vive las experiencias de Octavio Paz y que las transforma y las transfigura. Así, él mismo se vuelve otro».

Frente a esa personalidad multifacética, Paz deja ver que ser otro y ser muchos no se refiere tan sólo a una frase hueca de significados. Sus vivencias engloban la sociedad que conoció, se vuelcan en la herencia artística que dejó como escuela a sus seguidores. El reto para nosotros es saber que la inmensa producción rebasa quizás el tiempo que requiere su lectura. Pero, hay que asomarse a ella, dar pequeños pasos entre las grandes colecciones de su poesía como, Árbol dentro, El fuego de cada día, Ladera este, Pasado en claro, entre otros nombres que sellan algunas de las clasificaciones recurrentes en sus poemas, ya sea surrealista, orientalista o mundana, mística o erótica. Su obra ensayística, igualmente ambiciosa, dejó títulos, hoy ya afamados, como El Laberinto de la soledad, un estudio sobre el carácter mexicano y su historia, El Arco y la lira, un amplio análisis de la estética poética, Conjunciones y disyunciones y El mono gramático, en los que combina el ensayo y la poesía; o bien, la prosa de sus primeros años en Primeras Letras; asimismo, sus conversaciones con diversas personalidades, como André Breton, Roland Barthes y Salvador Dalí en Pasión crítica. Por si fuera poco, sus traducciones de poetas estadounidenses, suecos y japoneses en Versiones y diversiones. Sólo por mencionar unos cuantos libros de esa dotación monumental, donde perfeccionó el equilibrio deseado por cualquier artista, es decir, con disciplina y pasión.

Quien haya ido el año pasado a la exposición en Bellas Artes, «Esto es ver aquello: Octavio Paz y el arte» no le quedarán dudas del merecido homenaje como celebración de los cien años de su nacimiento.

La exhibición reunió casi trescientos cuadros, provenientes de cuarenta museos de todas partes del mundo. Distribuidos en nueve salas, el recorrido visual se acompañaba de fragmentos de los textos de Paz al pie de cada pintura, fotografía o grabado, como prueba indiscutible de su erudito conocimiento crítico e histórico del arte universal y mexicano.

Más allá de la documentación bibliográfica que remitía a los textos del autor, era notoria la original combinación de la palabra y la imagen. De igual manera, se percibía la mutua cercanía y afecto de Paz y los artistas con quienes mantuvo un diálogo constante de intereses recíprocos.

Así, Paz tendía el puente entre la obra y su escritura, en dos lenguajes paralelos que convivían en perfecta sincronía. Para deleite de los visitantes, el desfile de obras iba de José Clemente Orozco a Pablo Picasso, de Manuel Felguérez, a Vasili Kandinsky, de Joan Miró a Vicente Rojo y centenares de artistas notables.

En su libro, Los privilegios de ver, Paz ya se había ocupado de hablar del vínculo entre la literatura y las artes plásticas cuando decía: «No hay pintura que no quiera contar algo. Aun los cuadros de Jackson Pollock nos cuentan las transformaciones multicolores de galaxias inmóviles. Pero que quede bien claro: no es Pollock el que nos cuenta o intenta contar esto. Es el espectador el que lo imagina. Quizás un solo espectador entre miles: yo».

Tal analogía nos deja para pensar, al final de este recuento, que la vista privilegiada de Paz puede guiarnos para mirar más lejos de lo que vemos. Y en la lucidez de su escritura explorar los universos que descifra y nos muestra con agudeza y sensibilidad. Es seguro que transitando la ruta de sus pasos nos asombremos al descubrir que, como él, es posible ser otros y muchos.