Bruno Darío Rosado Solís-Quiroga

Sólo esa piedra quiero. Sólo pido
las dos abstractas fechas y el olvido.

Jorge Luis Borges.

Mis encuentros con la muerte no han sido nada afortunados. Cuando era pequeño, se me atoró una nuez en el pulmón, por lo que estuve meses con vómitos, malestares, mareos y cianosis. Después de muchos intentos, pude burlar a la muerte. En otra ocasión, se me atoró un pedazo de pavo en el cogote y una maniobra Heimlich mal ejecutada me sacudió todo el cuerpo hasta que pude expulsar el pellejo que no me dejaba respirar. Años después, estuvo a punto a devorarme el mar, y cuando me detectaron un cáncer en etapa tardía, pensé que ya no la libraría. Sin embargo, mi cuerpo reaccionó bien ante el sabor metálico de la comida y el desgane emocional de las quimioterapias. Pensé que una vez más le había ganado a la muerte en el constante juego de ajedrez que ella y yo veníamos jugando desde que nací. Siempre había salido vencedor, pero no sabía hasta cuándo. Alguna vez perderé, y cuando eso suceda, no estaré preparado. Seguro me sentía de ello.

Cuando me diagnosticaron una falla cardíaca en el ventrículo izquierdo, fue como si estuviera destinado a la muerte y al olvido desde el inicio de mis días. Recuerdo con claridad que mis índices de sobrevivencia eran 50-50. Una mala decisión y todo se fue al desastre. Constantes visitas al hospital, lágrimas y más lágrimas presencié durante los primeros meses después de mi muerte. Diario veía llorar a mi esposa frente a mi lápida. Su mirada, perdida, vencida, sobre mi cuerpo de roca. Me hablaba, me llevaba flores y siempre estaba al pendiente de mi lugar de descanso eterno. Poco a poco, las visitas se fueron espaciando. La última vez que vino a dejarme flores, yo sabía que no la volvería a ver: venía de la mano de un fulano con aires de grandeza. Pobre inepto. A pesar de su soberbia, un día también verá cómo la vida se le va en un suspiro, cómo el recuerdo permanece congelado en una piedra que erosionará la lluvia para volverla silencio.

En cuanto mi antes fiel esposa dejó de visitarme en el cementerio, supe que todo cambiaría. En lugar de oler flores frescas, percibía el olor del olvido de otras tumbas. El frío y la sequedad de la tierra no lograban conservar mi carne inerte y los gusanos se arremolinaban en mis entrañas, recordándome que poco a poco me volvería nada, que el único vestigio de mi existencia sería una vieja y erosionada lápida con mi nombre grabado. Sí, un pedazo de piedra sin memoria; sólo poros e inscripciones ininteligibles con el paso del tiempo. Así le pasó a mi papá, a mi abuelo, a mi madre, al doctor, al enfermero, a la tía Conchita… Así les pasará a ustedes, a mis hijos, a mis nietos y a todo aquel que se vanaglorie de respirar todavía. Las lápidas son un recordatorio más de nuestro efímero paso por el mundo: suave erosión cotidiana hasta desaparecer.