Bruno Darío Rosado Solís Quiroga

Era invierno; el frío, muy intenso, y la gente de San Martín cada vez más angustiada porque al pueblo le faltaba agua y el ganado se moría de hipotermia, deshidratación e inanición prolongada. Ya había pasado algo semejante, hace algunos años, en el valle de San Fernando: las bajas temperaturas habían provocado que el pasto no retoñara y la falta de forraje para el ganado trajo consigo una cadena de muertes vacunas. Don Artemio se sentía muy preocupado. Sabía que no sólo el ganado se moría de hambre. Sin ganado, los habitantes de San Martín no podrían exportar carne a China y los recursos financieros de las familias escasearían tanto que el alimento básico faltaría en todas las mesas. Todo apuntaba a un apocalipsis.

Artemio era un ganadero jubilado que había decidido pasar sus últimos años como chef. Le agradaba hacer gestos de caridad a los más necesitados, por lo que su refrigerador siempre estaba lleno y la gente no dudaba en pedirle un poquito de aquí o de allá. Era famoso porque cocinaba delicioso; en especial, unas galletas de mantequilla únicas, alfajores tipo argentino y un sinfín de platillos internacionales con ternera. Nunca se casó y no tenía hijos ni una familia que mantener, pero le daba mucha lástima ver a los niños más pequeños caminar descalzos por la calle, con una playera raída y un pantalón casi podrido de tanta suciedad. Con la sequía y las enfermedades del ganado de la región, no había día en que no se enterara de alguna desgracia. Primero cayeron los Gutiérrez, quienes perdieron todas sus cabezas de ganado, y ante la desesperación de verse hundidos en la miseria, don Polo le prendió fuego a su establo y a su casa. No hubo sobrevivientes. Después, los Sánchez cerraron su cremería y empezaron a trabajar como zapateros, pero el hambre los fue consumiendo uno a uno hasta que murieron de inanición, con los intestinos pegados y los riñones hechos pasita. Los Pérez no corrieron con mejor suerte: aunque intentaron mantenerse vivos robando huevos de los establos vecinos, la sequía y la falta de recursos era tan grave que las gallinas ya no se podían sostener en pie. Las familias trataban de sobrevivir de algún modo, pero fracasaban en el intento. Lo que antes era un valle verde lleno de pastizales y vacas gordas, hoy era un desierto, un cementerio de bueyes, vacas y ternerillos cadavéricos con la carne adherida a los huesos. No había ninguna hora en que no volara cerca una parvada de zopilotes esperando el último suspiro de cualquiera.

Don Artemio siempre fue muy previsor y guardaba comida y agua en el congelador. Su papá le había dicho que se preparara para la época de austeridad, ya que en un momento de la historia, hubo siete años de vacas gordas seguidos de siete años de vacas flacas. Él trataba de hacer las cuentas y no sabía cuántos años había tenido de abundancia, pero temía por el periodo de escasez que ya se había extendido siete meses. La comida que congeló no fue la suficiente: sólo le quedaba un rancio pedazo de mantequilla. Debía resignarse, como muchos otros, y dejarse morir. Su ganado estaba en los huesos; las vacas, con las ubres secas y marchitas; la tierra, completamente partida, seca, tiesa, blanquecina… Desolado, decidió dar un último paseo por lo que antes fue su rancho. Caminaba tambaleante por la debilidad y para no pisar los cuerpos putrefactos que se encontraban en el suelo. El frío, la falta de agua y de alimento lo debilitaban a cada segundo. Comenzó a ver borroso; sus manos estaban frías; su rostro, pálido amarillento. Artemio sentía que su cuerpo no le respondía más y se cayó. Respiraba agitadamente mientras su corazón latía cada vez más lento. Un aroma a mantequilla y a frutas invadía su mente. Era el recuerdo más feliz de su vida: la última Navidad que pasó con su madre antes de que ella muriera de tuberculosis. Durante su juventud, vivió en la Hacienda de San Judas Tadeo, donde su madre trabajaba de sol a sol, lavando y planchando ajeno, pues su papá los había abandonado por una cubana muy cachonda.  Doña Marina, su madre, nunca se quejó de su suerte y siempre tenía una sonrisa en la cara. Era una gran mujer y, de tanto trabajar, un día se enfermó de gravedad. Artemio nunca se puso a reflexionar en lo feliz que fue a lado de su madre hasta ese momento en que, tendido sobre la tierra reseca, su conciencia fluctuaba entre la vida y la muerte. El olor a mantequilla era todo lo que conservaba de aquellas noches junto con los ecos risueños de su madre, cuando tarareaba una canción navideña. Artemio moriría sin dudas y, con su muerte, el pueblo de San Martín permanecería en el olvido. El corazón de Artemio se detuvo en un lugar antes paradisiaco, mientras el ocaso se vislumbraba en el horizonte del atardecer.