Héctor Díaz Guzmán Giadans

Las gotas rebotan en las hojas. Mansamente se doblan a cada golpe, mientras el tejaban resuena, y el golpeteo constante me sumerge en una modorra calladita y lenta.

Cerca, en la esquina del cuarto, frente a mí, se cocinan los frijoles en la lumbrada que mamá encendió. La olla, panzona y tiznada, cuelga de una varilla extendida cual culebra delgada de sendas orquetas de hierro ennegrecidas por el paso del tiempo.

Hambre, la maldita y pertinaz hambre que cosquillea mi estómago. Me llega el aroma de los frijoles con ajo, provocando que me invente sabrosos manjares: aun sabiendo que solo habrá frijoles, tortillas y sal. Eso tendrá que ser suficiente.

Las tripas se enseñorean imaginando la masa. El aroma satura mis sentidos. Comer bajo el influjo del hambre es como soñar despierto. Caer en el sueño con la panza llena es conocer diferentes cielos. Las narices se hunden imaginariamente en ricos platillos, que, bien lo sé, solo se comen de vez en cuando.

Con los colores ausentes, es el gris picante del humo en mi cuarto el que da paso a mis recuerdos: ¿Qué más puedo pedirle a la vida? Tengo a mi madre y de una forma u otra, los frijoles nos hacen compañía día tras día. A veces comemos, además, gallina; otras, conejo… si logro darle alcance. Muy pocas veces, bistec de res o un pedazo de puerco.

Eso sí, la manteca les da el sabor necesario a los frijoles, y embarradita en las tortillas, las disfraza de suculento bocado que se resbala en el almuerzo.

¡Dios! Cuando nos va bien y me asomo al patio del vecino, los chorizos recién hechos me susurran con deleite. Siento que me invitan a cogerlos y lo hago con entusiasmo, sin reparar en que eso se llama robar.

En esos momentos, solo puedo pensar en mi hambre que calladita y quizás con torpeza me pide más.