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Juan Antonio Rosado Zacarías

I

Hace ya muchos años, nadie pensaba en sexo al decir «los maestros» o «los niños». Eran simplemente los niños o los maestros. Sabíamos que el genérico coincidía con el masculino plural por razones históricas, y que era y sigue siendo incluyente. El latín, de donde procede el español, tenía tres géneros. El neutro a veces coincidía con el masculino y llegó a usarse como genérico. Las lenguas evolucionan en su forma oral, pero la escritura es más conservadora, debido a la necesidad de entendernos por escrito, pues lo escrito queda fijo, mientras que en la oralidad hay constantes innovaciones. Sin embargo, una cosa es la evolución natural y otra es cuando el poder le inyecta a los medios de comunicación la más barata ideología feminista para forzar el idioma, producto, no del estudio ni de una necesidad, sino de un complejo sicológico y un afán de poder. El argumento es «equidad de género»; los resultados, sexismo, exclusión y un atentado contra lo más bello de una expresión: su economía lingüística.

Ahora hay quien se siente obligado a llenar textos con diagonales o paréntesis «para no excluir a la mujer»: «los/las sobrevivientes», «los maestros y las maestras», «los niños y las niñas». Estoy de acuerdo con poner en los títulos «licenciada», «ingeniera», «abogada», «jueza», «arquitecta», ya que se trata de sustantivos que denotan seres individuales, pero el genérico es otra cuestión. Si decimos «los libros y las revistas compradas», el adjetivo excluye a libros. Lo correcto es usar el genérico: «Los libros y revistas comprados son bonitos». El masculino plural, al ser genérico, incluye a libros y revistas. ¿Debemos ahora decir: «las revistas compradas y los libros comprados son bonitas y bonitos»? Adaptemos el ejemplo a personas y da lo mismo. Es asunto gramatical y no de sexo.

Resulta lamentable que un estado avale un complejo de inferioridad, tergiverse y haga trizas nuestra lengua con «las y los niños», «las maestras y los maestros», ¿jirafas y jirafos?, ¿cucarachas y cucarachos?, ¿tarántulas y tarántulos? La influencia yanki es notoria: «He/she», «his/her» (ya hay incluso quien pluraliza las siglas: «las ONGs»; en inglés se entiende —hay un solo artículo—, pero en español el artículo da el plural: «las ONG» es suficiente).

Antes, «maestros» abarcaba ambos géneros, y «maestras» sólo se refería a mujeres. Ahora existe la suspicacia. Lo triste es que hay mujeres que, habiendo escuchado argumentos históricos y lingüísticos, responden: «eres un macho, un misógino». Ahí concluye el debate: las pasiones matan la razón.

Se ha puesto de moda la palabra «presidenta». Los sustantivos en «ente» eran participios presentes o activos, y el artículo aún les otorga género: nadie dice «el cantante y la cantanta», ni «la estudianta». Si deseo referirme a una mujer, digo: «la cantante», «la estudiante», «la presidente», «la sobreviviente». Si deseo volverlos masculinos, le coloco el al sustantivo, que permanece intacto. La fórmula «las/los» es resultado de fijarse en el sexo (sexismo).

De lo lingüístico, pasamos a lo social. En latín, homo significaba ser humano. Homicidio es «asesinato de un humano», sin importar su sexo. Vir era varón; mulier, mujer. El término «feminicidio» es excluyente. ¿Habría que hablar de «viricidios» para referirnos al asesinato de varones? Se argumentará que las causas son otras y que en el feminicidio el móvil fue el sexo. El término fue teorizado y definido en 1992 por Jill Radford y Diana Russell en su libro Feminicide: The Politics of Woman Killing. Allí afirman que se trata de «una acción desencadenada por motivaciones misóginas, que incluyen violencia sexual y que tienen por objetivo el exterminio de la víctima». Nadie soslaya lo alarmante de la situación, pero entonces —si nos atenemos a los móviles— habría que hablar de viejicidio (asesinato de un anciano por serlo: recordemos a la Mataviejitas, conocida asesina mexicana); policidio (asesinato de un policía); empleadicidio (de un empleado); pornocidio (de una prostituta), y así hasta agotar papeles desempeñados y posibles móviles. ¿O siempre es cuestión sexual o económica? ¿Habría que hablar de gaycidio para denotar los múltiples asesinatos de homosexuales por el hecho de serlo? La palabra femina, además, posee un origen despectivo («la que tiene menos fe que el varón»: fe minus; de allí procede la palabra hembra).

Renunciar al genérico sólo porque coincide con el masculino plural no es «equidad». Más aún: podría implicar una guerra de sexos propiciada por la ignorancia o por la necesidad de poder.

 

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II

El hombre aprende en la mujer y la mujer aprende en el hombre lo trágico y grandioso del destino humano…

Mariano Picón-Salas

 

A una amiga la despidieron de su trabajo porque se embarazó. Ya contrató a un abogado y está metida en un juicio interminable, como todos los juicios en México, debido, en gran parte, al engorroso, cortesano y vergonzoso lenguaje jurídico, con sus ambigüedades, vericuetos, perífrasis, anacolutos, arcaísmos e infinitas subordinadas  e incidentales (cero economía lingüística). Hace meses, una conocida perdió su trabajo porque a su jefe se le ocurrió contratar a un amigo suyo, pese a que mi conocida llevaba 15 años en esa empresa. Años atrás, otra amiga y yo laborábamos en el mismo lugar y hacíamos lo mismo, pero a mí me pagaban más… ¿Es eso equidad de género? Ja, ja.

Yo me considero a la vez feminista, indigenista, regionalista y perteneciente a todos los ismos que atienden al otro. En definitiva, pretendo un humanismo de la alteridad. Siempre me ha preocupado el otro y no la hegemonía de un yo (cualquiera que sea). El otro ha sido el pobre, el negro, el indígena, el gitano, la mujer, el homosexual, la lesbiana, el transgénero, el minusválido (sin eufemismos) o como se le llame. Es finalmente el otro.

Pero el incluyente humanismo de la otredad suena bonito en la teoría. En la realidad, sin embargo, nada cambia. La mujer común y corriente sigue igual o peor, como lo vimos con los ejemplos que expuse. Lo mismo ocurre con los indígenas. Pero eso sí: deseamos arreglar las cosas en los documentos para que la mujer se sienta incluida, y de paso destruir nuestra bella lengua, la lengua de Cervantes, de Sor Juana, de Carpentier, Lezama, Rosario Castellanos, Josefina Vicens, Elena Garro, Luisa Josefina Hernández, Alfonso Reyes, Octavio Paz, Inés Arredondo y un largo etcétera.

Otra amiga (feminista) me comentaba hace poco que esa tontería de poner «niños y niñas», «maestros y maestras», así como una arroba o una equis dizque para «incluir» a las mujeres en una lengua supuestamente «patriarcal» o machista es una medida atroz que sólo ha servido para darles una palmadita en la espalda a las mujeres, a fin de que se sientan incluidas en el papel, mientras que en la realidad todo sigue igual o peor. Lo mismo ocurre con payasadas como la palabra amigues para no usar el genérico amigos, pues los acomplejados lo reducen a un simple plural masculino, sin considerar la riqueza semántica de los conceptos. Se trata de una forma de engañar a las mujeres. Me parece que el mal llamado «lenguaje incluyente» no es sino una cortina de humo. En Francia lo prohibieron: su gobierno llegó por fin (y de repente) a un estado de lucidez que los gobiernos latinoamericanos están lejos de lograr. El problema radica en que los ignorantes (abrumadora mayoría) confunden género gramatical con sexo. ¡Ya se nos obliga a pensar en sexo al escribir o hablar en discursos o documentos oficiales!

En el fondo, el lenguaje «incluyente» nos divide, nos separa, genera una absurda guerra de sexos: es un lenguaje de odio y separación. Su discurso «incluyente» resalta y subraya las diferencias, en lugar de propugnar equidad. Entonces se ha convertido en discurso de odio y segregación. En realidad, el llamado «lenguaje incluyente» es sexista, pero además un insulto, una ofensa contra las mujeres. Las feministas activas, de acción, que buscan equidad real, lo saben y consideran ridículo que esa «inclusión» se dé en los discursos oficiales. ¿Lenguaje incluyente? Más bien un fabuloso teatro del absurdo de quinta categoría, que atenta contra la economía lingüística y el lenguaje llano, tan necesario en los documentos oficiales con un fin social inmediato y práctico (leyes, oficios y discursos políticos), pero también en todo tipo de juicios y textos administrativos. Si se hace necesario dejar atrás tanto papeleo burrocrático (con doble «r»), el llamado lenguaje «incluyente» atenta contra esa necesidad y nos hace volver a un barroquismo tan innecesario como hipócrita e ineficaz. Pese a lo anterior, un periodista escribió en El País que estar contra el lenguaje incluyente o inclusivo es estar contra los derechos de las mujeres (¡!), y usó una desafortunada metáfora: censurar dicho lenguaje es como censurar a los bomberos cuando rompen una hermosa puerta para salvar a la gente de un incendio. Asocia el idioma con un obstáculo real (la puerta), como si nuestra lengua fuera un obstáculo que debe violentarse y el cambio en la lengua implicara necesariamente el fin de la injusticia real para las mujeres. Es sintomático que una lingüista de verdad haya escrito antes, en el mismo periódico, contra esa insensatez del llamado lenguaje «incluyente».

Coda: preveo que, tras «leer» este texto, no faltará el descerebrado que me tache de «machista» por desear que las cosas se arreglen en la realidad real, respetando nuestra lengua. La RAE ha advertido que censurar el diccionario no acabará con el machismo. Varones y mujeres somos parte de una misma humanidad, trágica y grandiosa al mismo tiempo. Debemos apoyarnos mutuamente y no separarnos.

Posdata: una persona que leyó el texto anterior me respondió que el lenguaje dizque incluyente sirve para visibilizar a las mujeres en una asamblea pública, por ejemplo… No sabía que tenían el poder de hacerse invisibles (que lo compartan). Si alguien quiere visibilizarse, puede levantar la mano, gritar o llamar la atención de cualquier modo. Jane Austen se visibilizó y lo hizo muy bien, ridiculizando la sociedad patriarcal de su época; también se visibilizaron Enjeduana, Safo, Hipatia, Mirabai, Ho Xuan Huong, las hermanas Brontë, Flora Tristán, Clorinda Matto de Turner, Emilia Pardo Bazán, Mary Shelley, Laura Méndez de Cuenca, María Rebecca Látigo, María Luisa Bombal, Violeta Parra, Virginia Woolf, Indira Gandhi, Rosa Luxembourg, Mercedes Cabello, Nellie Campobello, Marguerite Yourcenar, Rosario Castellanos, Josefina Vicens, Inés Arredondo… Y todas (activistas políticas, feministas o escritoras) lo hicieron sin arruinar el lenguaje. Incluso en la antigüedad muchas renunciaron al mero papel que les otorgó la sociedad machista. Para eso existe la VOZ, pero ¿por qué arruinar el lenguaje?