Estrella Asse

 

 

¡Feliz campana aquella de enérgica garganta

que, pese a su vejez, conservada y alerta,

con fidelidad lanza su grito religioso

como un viejo soldado que vigila su tienda!

Charles Baudelaire

 

La fascinación del tañido de las campanas ha dado forma a las más variadas expresiones artísticas de todos los tiempos. Al margen de su tradición histórica, cultural o mística, la amplitud simbólica de las campanas es susceptible de interpretarse más allá de la percepción del efímero sonido.

Para Pablo Neruda, en «Esta campana rota», son metáforas que contrastan el dorado refulgente de la juventud con un pedazo de metal enmohecido entre las hierbas secas. En la mirada nostálgica que recorre el viejo jardín, la añoranza del bello contorno se opone a la visión sombría de la muerte. Las imágenes se funden en la memoria del poeta como símbolo perenne en las huellas de su escritura.

Las sonoras campanadas del Big Ben, en La señora Dalloway, anuncian el paso irrevocable de las horas en el espacio londinense de la historia. En los instantes en que las vibraciones del pesado sonido mueren en el aire, desencadenan insospechados recuerdos. Virginia Woolf hurga la memoria de sus personajes, expande el efecto del tiempo en los matices que graban las vivencias que a su paso deja.

En el poema «Las campanas», Edgar Allan Poe configura el ciclo de la vida al ritmo que evocan los sonidos metálicos: tintinean, repican, claman y, en el agónico gemir de la última campanada, enmudecen para siempre. Una vez que cierra el círculo, el eco permanece en el tañer armónico de los versos, en cada nota que inspiró la composición musical de Sergei Rachmaninov, en la de otros poetas a los que sorprende la cadencia del campaneo:

 

Quebró el silencio

campana de la noche,

retumba el cielo.

 

La percepción del talán remoto de una campana se vuelve audible en las sílabas del haiku de Carlos López que, ante el súbito acontecimiento, atiende al lenguaje de la noche, agudiza el oído, traza la ruta sonora que asciende de la tierra y estalla en el firmamento.

Afín al movimiento impredecible de ese recorrido, se revierte la condición temporal del sonido: la expansión de la acústica penetra la esfera inalcanzable, acerca la inmensidad suspendida en lo alto, como en el instante en que el relámpago ilumina el espacio y el estruendo disuelve el sosiego de eterna quietud.

Simultáneo al trayecto de las palabras, se disipa el bullicio del día, irrumpen tonadas que oscilan en la atmósfera, letras que rasgan la espesa superficie de la oscuridad. El poeta media entre el universo intangible: percibe, moldea, nombra, vive en el refugio que cobijan las notas silenciosas de la poesía.