Alma Eva Moya Bastón

Una inmensa blancura cubría el territorio de aquel hermoso y helado lugar: el Polo Norte, le llamaban algunos. En esos parajes, habitaba un enorme oso polar con muy mal temperamento. Aun cuando comía hasta hartarse, siempre se hallaba hambriento y gruñía tan fuerte que se escuchaba hasta en los más lejanos lugares. Era de una gran altura y se sentía orgulloso del hermoso pelaje que cubría el enorme cuerpo, sobre el cual guardaba un secreto que a nadie nunca dijo.

Todos los días hacía su recorrido en busca de focas, un suculento alimento. Casi nunca fallaba y las atrapaba con rapidez, hasta que una mañana se encontró con una que, con gran destreza, escapó de sus feroces fauces.

El oso, indignado porque la foca lo había burlado, miraba hacia todos lados mientras gritaba enfurecido:

—¡Mañana no te me escaparás, te atraparé, ya verás!

La foca sabía de la fama del oso. Muchos de sus amigos y familiares habían ya servido como festín para el enorme glotón y, como no tenía la intención de convertirse en botana, por las mañanas pensaba y probaba formas de evadir al oso. Cavaba hoyos en la nieve, se deslizaba como trineo por la blanca superficie, practicaba sus clavados y se daba cuenta de lo ágil que era en comparación de sus amigas, muchas de las que le aconsejaban:

—Ya no trabajes tanto; es la ley de la vida que el oso nos coma. No lo vamos a evitar nunca.

—A mí no me va a comer, ni a ustedes tampoco. Ya verán. Yo encontraré la forma­ —gritaba con fuerza mientras subía y bajaba por los montículos de nieve que ella misma había fabricado para ejercitarse.

Cada día la foca, que se mantenía informada, revisaba el periódico y descubría los obituarios donde leía el nombre de las compañeras que el día anterior se habían convertido en golosinas del troglodita. Sabía que el oso era muy hábil y al ser blanco —y blanca la nieve—, era muy fácil para él ocultarse.

—Debo encontrar la forma —se decía con firmeza una mañana mientras cavaba unos hoyos para su ejercicio. De pronto, oyó unas pisadas en la nieve y con rapidez se escondió en el agujero que acababa de cavar.

—Estas focas son tan tontas —decía el oso riendo para sí. Si supieran que mi piel es negra y que mi pelaje es transparente podrían verme con facilidad si yo fuera lampiño.

La foca no podía creer lo que había oído y de tanto gusto que sintió, quiso gritar de alegría: había encontrado la forma de que el oso pudiera ser visto antes de que fuera demasiado tarde. De inmediato ideó un plan.

Esa noche esperó a que el oso se durmiera. Como nadie se acercaba, pues le tenían mucho miedo, el oso dormía plácido y caía como plomo. Sólo el hambre de la mañana podía despertarlo.

La foca se dirigió al cementerio de las morsas y recolectó algunos colmillos, que afiló con gran cuidado. Después fue a la guarida del oso y, aprovechando la pesadez de su sueño, lo rapó por completo; así dejó al descubierto la piel negra de aquel enorme animal.

A la mañana siguiente, mientras todas las focas empezaban su rutina, miraron a lo lejos una enorme masa negra que se acercaba sigilosa. Corrieron a sus escondites. El oso tenía mucho frío y se sentía muy raro, pero pensó que algo de la cena le había caído mal. Ese día no tuvo suerte. No pudo cazar ninguna foca: antes de que pudiera estar cerca de ellas, lograban escabullirse por todos lados.

Pasaron los días y el oso cada vez estaba más flaco y débil. Con las focas pasaba todo lo contrario: se veían más ágiles y fuertes.

El oso no pudo resistir tanta hambre y huyó de aquel lugar, al que nunca regresó. La foca fue reconocida por sus compañeras y la nombraron “Maestra del Escape”.