Carlos López

compilador

 

El escritor es un hombre sorprendido.

El amor es motivo de sorpresa,

y el humor, un pararrayos vital.

Alfredo Bryce Echenique

 

El humor revela, sorprende, es medicinal. El humor de los escritores —casi siempre involuntario— que aquí se recopila es mordaz, irónico, sirve para reflexionar; las anécdotas que ellos describen o que se cuentan de ellos provocan regocijo; es la conjunción de su conocimiento, de su sabiduría concentrada, de un sentido común a prueba de necios (que son legión). Lo original de su chispa está en que no pretenden hacer reír. No son chistes hechos, sino situaciones reales que provocan hilaridad o por lo menos hacen que levantemos las cejas azorados, e incitan a seguir con la lectura. Otras veces, sus ocurrencias provocan ternura, que es uno de los ingredientes más socorridos de las escenas humorísticas que aparecen en esta compilación, así como la crítica, el sarcasmo.

En algunos de los escritores aquí reunidos se nota fastidio al tener que enfrentar a periodistas o interlocutores sin cacumen, pero aun así generan situaciones jocosas, producto de una inteligencia creadora que siempre está alerta, hasta en actos nimios. También el autoescarnio los humaniza, abre un resquicio para distensar formalidades, actos complicados, para congelar protagonismos y necedades. El humor derrumba tabúes, desnuda almas de acero; disloca, revoluciona, libera.

Según Julio Cortázar —que siempre encontraba «el lado cómicamente serio de las cosas»—, «el humor es un índice de alta civilización», cualidad que está asociada a mentes brillantes que ven más allá de lo aparente de las cosas, hasta de las más terribles. Este repertorio no forma parte de la bibliografía del humor en la literatura, recoge el lado humorístico de los autores que escribieron páginas inolvidables de la literatura que nos acompañará siempre.

 

 

Jacinto Benavente

En una tertulia literaria, Benavente hacía elogios de Del Valle-Inclán.

—Pues don Ramón —le interrumpió uno de los contertulios— no opina lo mismo de usted.

—A lo mejor estamos equivocados los dos.

Jorge Luis Borges

Un periodista, en Roma, le preguntó a Borges:

—¿En su país todavía hay caníbales?

—Ya no, nos los comimos a todos.

Fastidiado de los periodistas, Borges dijo:

—Por lo general, siempre acostumbran hacer las mismas preguntas. La primera es si soy argentino. Respondo que sí, que al fin y al cabo no es tan raro eso de ser argentino, y que en el país habrá entre veinte y veinticinco millones. Raro sería ser argentino en Groenlandia o Paquistán, pero, ¿qué tiene de particular serlo en Argentina? Otra de las preguntas que suelen hacerme es si todo lo que escribo lo hago primero en inglés, para luego traducirlo al español. Respondo que sí, que así es, que, por ejemplo, en los versos «siempre el coraje es mejor,/ nunca la esperanza es vana,/ vaya pues esta milonga/ para Jacinto Chiclana» se reconoce enseguida que han sido compuestos en inglés; diría que incluso se notan las típicas dudas del traductor.

Alfredo Bryce Echenique

El escritor guatemalteco Augusto Monterroso es tan chiquito, pero tan chiquito, que de él dicen sus amigos, en México, que no le cabe la menor duda. La frase, creo, es del extraordinario escritor e historiador peruano José Durand, hoy en día profesor de la Universidad de Berkeley, pero que hace muchos años residió en México y entabló amistad con el tamaño pequeño y la estatura gigante de Augusto «Tito» Monterroso, pues en México vive exiliado desde hace muchos años el escritor más chiquito que mis ojos hayan podido ver. Refiriéndose al tamaño de su amigo José Durand, e interrogado a menudo sobre estos asuntos de estatura y peso, responde Monterroso:

—Pues a Durand me lo paso por alto.

Y así hay escritores de muy distintos pesos y estaturas, pero cuando son grandes escritores, todos tienen un sexto sentido que les permite reconocerse y quererse y hasta plagiarse, sin querer, a larga distancia.

Conversaba una tarde con Augusto Monterroso, en la ciudad de México, donde me hallaba de visita, y le había estado contando durante largo rato la alegría que me había dado conocer, en París, al gran escritor más alto que me ha tocado conocer: Julio Cortázar. Y le seguía contando a Tito lo bueno y sencillo que era Julio, la forma increíble que tenía de no tomarse en serio, y cómo en cambio se tomaba muy en serio aquello de beberse cada mañana un pastis con el cartero que le traía centenares de cartas de lectores del mundo entero, que Cortázar respondía infaliblemente con una generosidad y sencillez que lindan en la verdadera y santa paciencia. De pronto, Tito me puso una de esas caras pícaras e inteligentes y, en voz muy baja, me preguntó:

—¿Pero Cortázar existe, Alfredo?

—Ya lo creo que existe Tito —le dije, extendiéndome en inútiles detalles de probación.

—O sea que Cortázar sí existe…

—Ya lo creo, Tito.

—Caramba, con que existe… Porque lo único que he hecho yo en mi vida es plagiar a Julio Cortázar.
Un año después comía con Julio Cortázar en su departamento parisino y me contó que estaba haciendo maletas para partir a México.

—Allá tienes que conocer a Agustito Monterroso —le dije.

—¿Monterroso? Pero, ¿Monterroso, existe?

—Ya lo creo, Julio, y déjame que te busque su dirección en México, que la tengo ahí en mi saco.
Me disponía a traerle la dirección, cuando escuché que Julio exclamaba:

—¡Pero si lo único que he hecho yo en mi vida es plagiar a Monterroso!

Y pocas semanas después recibí de México una extraordinaria caricatura que celebra el encuentro de tamaños escritores. Cuelga en la pared de mi despacho y, si no fuera porque estos recuerdos los estoy escribiendo en Texas, habría alzado la vista y me habría regodeado mirando, como a menudo suelo hacer, a un escritor que cada año crecía un centímetro, hasta su muerte, Julio Cortázar, y a un escritor que crece y crece, pero sólo en el recuerdo de los amigos y lectores de Augusto Monterroso.

Lord Byron

La condesa de Devonshire, que era bizca, le pregunta a Byron:

—¿Cómo anda hoy, milord?

—Pues, señora, ando como me ve usted, así de mal.