Rosa María Fajardo

«¡Ámame dos veces por si no te vuelvo a ver!». Esas fueron las últimas palabras de Analuz antes del orgasmo. Sabía que su encuentro con aquella aparición sería efímero, y habría dado con gusto los años que le quedaran de vida por un solo minuto más en sus brazos. Todo lo que diga para narrar lo sucedido sonará poco creíble porque, ésta es una historia en un paralelo del mundo…

Se iniciaba noviembre y ya el aire se enrarecía con aroma de cempasúchil. Analuz nunca imaginó las fuerzas que estaba a punto de desatar a través de ese ritual de sangre inmaculada. Aquella tarde, sin rumbo, perdida entre los puestos de flores, un estado hipnótico la condujo a las puertas de El Más Allá. Compró una rosa roja pensando en ofrecerla a alguno de los insomnes difuntos. Entró en el camposanto interrumpiendo el descanso de los muertos con el ondear de su vestido, sus muslos de amazona y su cabello indómito.

Caminó por el sendero que se vislumbraba infinito y rodeado de blancas tumbas. Aquel silencio envolvente y la casi imperceptible ráfaga de viento que la recorrió deliciosamente por entre las piernas le hicieron emitir un gemido de placer. Con una mano aplacó su vestido levantado por la brisa y sintió la humedad de su casto sexo. Inmersa en un instinto salvaje, se guareció dentro de una cripta que revelaba el mayor de los abandonos. La puerta estaba entreabierta, así que Analuz entró rápidamente, presa del deseo. Avanzó hasta el altar. No había crucifijos ni íconos religiosos; sólo la fotografía color mate de ese hombre antiguo. Hombre elegante, cabello envaselinado, traje a rayas, bigote fino. Se arrodilló en el desvencijado reclinatorio al pie del altar, abrió una pierna y comenzó a masturbarse sin dejar de mirar los ojos del hombre del retrato. Al pie de la imagen, podía leerse un nombre con letra manuscrita: Alfonso. Así, sin más; Alfonso, sin apellidos.

Analuz lo invocó como hembra en celo. Con la rosa en una mano y la otra dentro de la vagina, ella tuvo su primer orgasmo. Un luminoso, explosivo, infinito y dorado orgasmo clitoriano. Le ofrendó su virginidad a ese muerto desconocido. Se incorporó con una sonrisa de satisfacción, lamiéndose los labios y, tras depositar un beso, pasó la mano bañada en sangre por toda la foto. Dejó la rosa en el altar y salió sin mirar atrás.

Regresó todos los días para repetir el macabro ritual. Más de una vez estuvo tentada a llevarse consigo el retrato; pero eso, sabía, rompería su vínculo con el muerto. Una tarde lluviosa, Analuz llegó empapada a su refugio preferido, decidida a pasar la noche con su amante de ultratumba. Su rostro quedó perplejo al notar la ausencia de la fotografía. El marco estaba vacío.

Por primera vez sintió miedo de estar ahí. Miedo incontenible. Miedo a la muerte que la separaba de él. Rompió en llanto y, derrotada, se dejó caer sobre el reclinatorio. La perfumada vela roja que llevaba para alumbrar su noche de delirio rodó por el piso, partiéndose en dos.

—Si mi vida pudiera arrebatarte de la muerte —dijo en voz baja, como una plegaria—, toda te la entregaría; si mi sangre pudiera hacer latir nuevamente tu corazón, te la daría a beber. Y no es que los muertos no regresen de la tumba, sino que tú no quieres volver a la tuya, y tu rumbo es incierto. Vas sin gravedad, sin proyectar sombra, y la mía se fue tras de ti, bajo un marchito conjuro de pasión.

Llamó al muerto hasta casi perder la voz y su cuerpo quedó paralizado al escuchar el rechinido de la oxidada puerta de la cripta. El corazón de Analuz latía con rapidez, sus uñas arañaron la madera del reclinatorio, sus piernas se tensaron; pero se resistía a atisbar. Escuchó justo cuatro pasos aproximarse detrás de ella. Uno, y jaló aire por la boca. Dos y, cerrando los puños, se los llevó al regazo. Tres, y sólo una lágrima escurrió del ojo derecho. Cuatro, y la piel del cuello se le erizó al sentir esa gélida respiración tan cerca, en la nuca. Pero esta última sensación venció su miedo que, transformado en punzante deseo, se alojó en su recién desvirgado sexo.

Sin pensar, en un espasmo de su feminidad se entregó, llena de vida, a la potencia viril del óbito. El amor imposible de la muerte y la vida, condenadas a no poder reunirse jamás, esa noche se tornó realidad. Analuz y su aparición fueron el vínculo con su oscura cópula en tálamo fúnebre. La muerte penetrando a la vida, la vida cabalgando a la muerte; efluvios confundidos. Lúbricas humedades desbordando el río Aqueronte ante el arribo del barquero de Hades. Un instante puede significar la eternidad, y Caronte, piadoso, aguardó el clímax de los pasionarios; ahora estaba listo para guiar sus sombras errantes hasta el umbral.

Lo sé, esta historia seguirá sonando increíble, mas ocurrió en un Día de Muertos que los amantes oscuros incendiaron de vida el fiambre lugar. Y aquella noche en el cementerio, ningún muerto tuvo paz. Como prueba de lo sucedido, que mi epitafio sea: ¡Ámame dos veces por si no te vuelvo a ver!


Publicado originalmente como «De Profundis», en Línfera, periodico quadrimestrale per la Neorinascenza della letterattura, año I, núm. 0, Italia, 2006, pág. 8. Lo reproducimos aquí con el permiso de la autora.