Publicamos la conferencia magistral que impartió el Dr. Juan Antonio Rosado el 27 de abril de 2023 en el XVII Foro de Literatura, Módulo Cultural del Centro Universitario Universidad Autónoma del Estado de México, Amecameca.

 

Juan Antonio Rosado Zacarías

Ante todo, agradezco a la Universidad Autónoma del Estado de México, y en particular a Saúl Hurtado y a Lino Martínez, por haberme invitado a poner en marcha una plática en torno a las fronteras entre la creación y la investigación literarias.

Aclaro que en esta conferencia no me referiré a cualquier literatura o a cualquier corpus literario. En su sentido original, «literatura» es todo lo que se ha escrito; por ello aún se habla de literatura jurídica, económica, médica, filosófica, etcétera. En la antigüedad, como bien nos lo recuerda Borges, no había escritores, sino oradores. El autor solía aprender de memoria su obra y la recitaba en voz alta. La literatura entraba por los oídos, e incluso hubo poetas y «lectores» analfabetos. La gente se reunía y escuchaba. Parece que el primero en leer en silencio fue un tal San Ambrosio, y todos lo miraban con extrañeza. ¿Estaría loco? ¿Qué es eso de leer en silencio? La lectura siempre fue una actividad social, y de ahí que los autores le hayan conferido gran importancia a la melopea, a la musicalidad, al ritmo, incluso si se trataba de lo que hoy llamamos «prosa». Todavía faltaban siglos para que Bi-Sheng inventara la imprenta de caracteres móviles en China, y muchos siglos más para que se descubriera en Europa. Pero este no es nuestro tema. Hoy cualquier interesado puede acceder a los libros y a la escritura; sin embargo, como ya lo dije al principio, hablaré de la obra de arte literaria y de su lectura, de su interpretación, que no es otra cosa que la búsqueda de un sentido indirecto. Todo es interpretable porque todo es texto.

Ya en diversos escritos, he intentado establecer las diferencias entre arte y artesanía, así como reflexionar sobre la industrialización de las obras, el pseudoarte y los pseudoartistas. Ahora me referiré, sin más, a la obra de arte literaria, que no necesariamente es ficción, ya que el pensamiento, las ideas, la reflexión, el ejercicio del criterio —y no sólo las sensaciones, las emociones, los sentimientos, la fe o cualquier otro aspecto de nuestra zona irracional— pueden expresarse de forma artística, cuidando los distintos estratos y con plena conciencia de estilo. Como lo anuncia el título de esta conferencia, también trataré, grosso modo, la labor del investigador literario. Sin embargo, lo que ustedes están por escuchar no es sino producto de mi experiencia en ambas disciplinas. Me curo en salud como lo hizo Montaigne en sus ensayos. ¿Por qué no? Siempre hay oportunidades para rectificar las equivocaciones, corregir errores y escuchar experiencias ajenas o novedosas, si bien lo anterior no le resta validez a una subjetividad y a una sensibilidad que pretende explicar las dos caras de un fenómeno que ha absorbido su vida desde, por lo menos, los diez o nueve años de edad, allá por 1974 o 1975, cuando por primera vez sentí el impulso de escribir algo fuera de las aulas como producto entero de mi imaginación. Desde entonces, no he dejado de hacerlo y aquí me tienen. Las motivaciones han sido múltiples, tantas que quizá puedan corresponder al número de textos —publicados o inéditos— que he generado desde aquellos remotos, prehistóricos y casi míticos tiempos. Las intenciones también han sido muchas. Acaso toda actividad humana parta de una motivación y una intención. La lectura y la escritura no escapan de ellas, aun si las ejercemos por mero entretenimiento, diversión o placer. Algo dejarán, por más superficiales que sean las obras o las lecturas del receptor que las recrea. En mi caso, ambas se ubican en un primer plano, como algo inherente, sin lo cual me sería imposible vivir, pues se han convertido, desde hace casi cincuenta años, en una necesidad tan imperante como respirar o comer.

Yo soy de la opinión de que, cuando hay pasión y entrega por algún fenómeno cultural o, en especial, artístico, existe un profundo interés en él, un interés que ya no sólo nos hace gozar del objeto, sino que, al dirigirse hacia la comprensión de los mecanismos que lo hacen surgir, siempre va más allá de la utilidad inmediata o del placer estético o emocional que pueda obtenerse de él: estamos ya en busca de las distintas poéticas o teorías que subyacen en toda creación humana; queremos ya dar cuenta de nuestra experiencia lectora y manifestarla para enriquecer la obra y asignarle uno o varios sentidos. Consideremos que no hay artista o escritor (que se precie de serlo), pero tampoco un buen lector, sin una teoría detrás. No conozco a un solo escritor en la historia de la literatura universal que no haya sido crítico o que no haya teorizado en torno a determinada creación. El artista espontáneo es un mito romántico tan cursi que casi entra en la zona del humor involuntario. No digo que no pueda existir, pero es poco probable que produzca algo más allá de la intensidad de un puñado de versitos o pequeñas prosas. Hasta en su diario teorizó la niña Ana Frank, quien deseaba convertirse en escritora. Por fortuna, su obra fue editada y ha conmovido y hecho reflexionar a muchas generaciones. La escritura automática de los surrealistas, que Alejo Carpentier calificó de «juegos de prestidigitación» (o que en eso podía convertirse) ejerció gran influencia en ciertas secuencias o pasajes de la poesía posterior, pero como tal, dicha corriente —el surrealismo— se agotó en las bellas letras con rapidez, aunque aún permanezca en jueguitos como el del «cadáver exquisito». ¿Quién no ha jugado a eso? Lo de «automática», además, es muy ingenuo, ya que resulta imposible prescindir de las estructuras gramaticales que hemos asimilado desde la primera infancia: la gramática se entromete como intermediaria entre el inconsciente y la concreción mediante la escritura u oralidad. Todo intento por destruir la gramática no deja de ser un acto racional y deliberado. Para mí, en consecuencia, el artista auténtico, aquel que respeta su arte, en la medida en que selecciona y combina una serie de elementos provenientes de la realidad, de sus sueños o pesadillas, de su imaginación, de sus deseos, emociones, sensaciones, traumas, complejos o fobias, utiliza con cálculo su criterio de selección, combina los distintos recursos y aplica su ingenio e imaginación para crear mundos alternos, pero también para responderle a una realidad contingente y azarosa que nos devora minuto tras minuto, segundo tras segundo. No hay espontaneidad en el arte ni en la literatura. Inmersos en una especie de muerte sin fin, para evocar a José Gorostiza, sólo nos queda el camino de la representación y por ello creamos cultura y pretendemos hacerlo con calidad y solidez. El arte y la literatura tampoco son fenómenos que nos evaden de la realidad real, como lo quiere la ignorancia de un pragmatismo enfermo; todo lo contrario: arte y literatura nos devuelven la realidad o nos impulsan a volver a ella de una manera mucho más compleja y enriquecida, con un mayor entendimiento y con una visión mucho más amplia. Nunca he creído en la inutilidad del arte o de la literatura; tampoco en la trasnochada teoría del arte por el arte ni en la llamada poesía pura. Contra estas dos tendencias habló García Lorca en su última entrevista, y afirmó que serían muy cursis si no fueran peligrosas. Tiene razón. Ni el arte ni la literatura son mero deporte o entretenimiento, como también lo llegó a afirmar Martín Luis Guzmán. Son oficios, disciplinas a las que es menester entregarse absolutamente, sin importar la manera en que lo hagamos: podemos ser creadores, críticos e investigadores a la vez, como lo fueron Schiller, Goethe o Víctor Hugo en el seno del romanticismo, o como lo fueron Alfonso Reyes, Miguel Ángel Asturias, Juan García Ponce, Salvador Elizondo o José Emilio Pacheco en el ámbito hispanoamericano, por poner un puñado de ejemplos. Pensamiento y sensibilidad se dan la mano para enriquecer la realidad, porque de una u otra forma siempre se refieren al ser humano y nos otorgan, por eso mismo, una comprensión mucho mayor de la humanidad. La mejor máquina del tiempo es un libro o una obra artística. En la contemplación salimos del tiempo mecánico de los relojes y experimentamos con plenitud nuestra subjetividad, nuestra condición humana, en un más allá de ser simples números o piezas de un engranaje social, económico o laboral.

A menudo, en algunos congresos o mesas redondas en torno al fenómeno literario, pero sobre todo en las instituciones académicas de enseñanza superior dedicadas a los estudios filológicos, cuyo propósito principal es producir lectores, críticos, investigadores o filólogos, me he encontrado con una actitud —tácita o explícita, secreta o abierta— que implica un profundo divorcio entre lo que se conoce como «creación literaria» y lo que se hace pasar como crítica o investigación, supuestamente involucrada con un «método científico» y cuyo afán es analizar, comentar, interpretar o, cuando menos, leer bien, con rigor e inteligencia, una obra literaria, a fin de valorarla o entender los mecanismos internos y externos que la hacen funcionar como tal. La narratología se ha convertido en una rama del pensamiento racional que coloca bajo el microscopio a la obra de arte narrativa para intentar comprenderla, pero también para abstraer una serie de rasgos comunes a cualquier narración literaria con el fin de definirla o explicarla. Lo mismo han hecho quienes se acercan a la poesía y la analizan, sean poetas o no, puesto que el poeta también es un lector y, como tal, es capaz de crear un lenguaje con objeto de acercarse a esta particular concreción lingüística. A pesar del constante diálogo, consciente o inconsciente, entre el impulso creativo y la teoría, por desgracia se ha convertido en un fastidioso lugar común adjudicarles a los críticos e investigadores el rigor, la lucidez, la dedicación y la racionalidad, mientras que la pasión, las emociones y el trasnochado «irracionalismo creador» —propio de algunos románticos decadentes— se atribuyen al creador, al artista, asociado a menudo con el loco o con el niño por su prurito de permanecer en un estado de juego o involucrarse en la función lúdica de la cultura, que por cierto Huizinga, en su Homo ludens, trató con lucidez. Es claro que lo anterior, sea o no lugar común, resulta ridículo. Sólo hay que recordar lo que dicen, en sus respectivos textos teóricos o decálogos, creadores como Edgar Allan Poe, Horacio Quiroga o Augusto Monterroso sobre las emociones y los sentimientos. El verdadero creador ejerce con frialdad un control sobre cada ingrediente involucrado en su creación, incluidos los sentimientos, emociones y sensaciones, justo para que los lectores los experimenten o sientan. Si el escritor permaneciera en las puras emociones y sentimientos, generaría textos cursis, sensibleros, inverosímiles, llenos de lugares comunes o afectación, como ocurre con mucho de la llamada cultura «popular». Eso puede funcionar bien en la vida familiar o cotidiana, pero la creación literaria exige desautomatización, desmecanización del lenguaje: por eso es creación artística, por su manejo de la forma. La obra de arte literaria no es periodismo ni historia ni filosofía ni economía ni medicina, pese a que, en un momento dado, pueda jugar con esos discursos y contextualizarlos o insertarlos en una obra literaria. No hay que olvidar que cualquiera puede sentir y emocionarse; también cualquiera puede narrar o contar una anécdota, como también cualquiera puede tararear una melodía o hacer algunos trazos en un papel sin ser músico o pintor, pero no cualquiera sabe transmitir con intensidad y cálculo esas emociones al lector o al espectador a través del dominio de una técnica, de una serie de procedimientos y estrategias que nos hagan imaginar y sentir. Solo quien se ha dedicado con pasión al oficio es capaz de logar ese dominio y control, aunque, como lo podemos ver con algunos escritores, no siempre la calidad o la intensidad son las mismas. El talento y la inspiración son relativos, pero si deseamos crear, son indispensables el rigor y la disciplina. Muchos autores célebres insisten en que debe haber quizá un diez por ciento de talento o inspiración, y un noventa por ciento de trabajo, de transpiración. Juan Rulfo afirmaba que debe haber cien por ciento de trabajo. Él y Juan José Arreola, entre otros, tenían la concepción de poner las palabras en predicamento o, como sostuvo Reyes, de luchar con las palabras. El pensamiento, la racionalidad, el cálculo funcionan como manos que moldean las frases, transforman los vocablos, los hacen brillar o los opacan, generan imágenes y dejan huellas en el lector. Que no se nos olvide que la teoría o teorías literarias empezaron con los mismos creadores, y que el significado de la palabra «teoría» no es otro que «contemplación». Horacio, el poeta romano, concibió su Arte poética, texto teórico en verso y a manera de epístola. Simplemente el escritor, el poeta poseen una manera peculiar de percibir la realidad, así como un lenguaje muy particular de expresarla. Hay una manera de mirar las cosas, de percibir determinados asuntos y de tratarlos para no caer en obviedades, lugares comunes o sensiblerías, y también para no repetir lo que ya fue dicho magistralmente. Lo esencial no es el tema, sino el tratamiento del tema.

Juan Antonio Rosado con Lino Martínez

La posición que sostengo como creador literario y como crítico e investigador es que no hay un divorcio entre dichas áreas o disciplinas, sino una constante relación dialéctica, un diálogo en que a veces las fronteras se vuelven tenues, y tales fronteras suelen ser impuestas, de manera artificial, por un estilo academizante y pretendidamente científico, en contraste con el estilo literario. Alfonso Reyes nos recuerda que el arte radica en la técnica, en el aspecto formal. Resulta claro que un mismo tema —supongamos, el amor, la muerte, la enfermedad, la traición, la ambición, el viaje o cualquier otro— puede tratarse de infinitas maneras y desde distintas disciplinas, enfoques, discursos o formas. ¿Qué convierte a un discurso en discurso literario? ¿Qué es la literariedad, como les gusta llamarla a algunos teóricos? A esta pregunta han intentado responder muchas corrientes o tendencias teóricas, pero en general todas coinciden en que lo que hace literario a un discurso es su forma, la manera en que se presenta, los recursos, procedimientos y estrategias puestos al servicio del estilo y de la forma como vehículos para abordar y tratar cualquier tema. No hablo de la concreción lingüística de una emoción ni de producir un impacto estético, ya que caeríamos en un ámbito demasiado subjetivo. Lo ejemplifico de una manera simple: un exestudiante que asesina a hachazos a una usurera puede ser el encabezado de un periódico amarillista, puede ser el sensacionalismo más burdo y barato de la prensa diaria, pero cuidado: también es Crimen y castigo. ¿En qué reside la diferencia? Muy fácil: en la premeditación de Dostoievsky, en la técnica, en los procedimientos, en el tratamiento del tema, en la profundidad social, psicológica y reflexiva que el autor le otorga a Raskólnikov, quien, pese a ser un sanguinario asesino cuyo acto es moralmente injustificable y socialmente reprobable y repulsivo, se torna entrañable para el lector que lo sigue a lo largo de la obra. Por eso, el personaje Jivago, en la novela de Boris Pasternak, afirma que la presencia del arte en las páginas de Crimen y castigo trastorna mucho más que el crimen de Raskolnikov. Truman Capote también narra una nota roja, pero al imprimirle trabajo artístico, al crear personajes tan reales como una persona de carne y hueso (o hasta más); al elaborar atmósferas, trama, efectos sensoriales que dejan huella, y al imprimir intensidad y trabajo en el lenguaje, trasciende con creces el discurso periodístico. Ernesto Sabato parte también de notas rojas y las transforma en arte. Ya no sólo informa o comunica; ya no solo impacta, sacude o conmueve al lector por el tema. Ahora posee una forma estética que se pretende intemporal, y si bien puede implicar decenas de funciones sociales, lo que lo vuelve «literario» en el sentido de «obra de arte literaria» —para aludir a Roman Ingarden— es que se trata de una suerte de prisma multiestratificado en que, más allá de toda motivación, hay premeditación, alevosía y ventaja con el lenguaje o, como diría Stendhal, un cálculo. Esta premeditación, este cálculo, muy ajeno a la supuesta espontaneidad que nos venden los escritores novatos o inmersos en un «romanticismo» decadente, despliega una serie de objetos representados, una sonoridad determinada, un ritmo, un tono, una serie de efectos en los sentidos, sin renunciar a las cualidades metafísicas, o a lo que los antiguos teóricos hindúes llamaban rasa, que en sánscrito es el sabor o el impacto estético que produce la sugestión sensorial en la poesía o en el teatro; en particular, la sugestión visual de las imágenes o de una determinada situación o secuencia narrativa o descriptiva. Todo lo anterior requiere gran trabajo de reflexión e investigación en diversas áreas, sobre todo porque, como decía el poeta Pedro Salinas, todo es poetizable: el universo entero es materia de la poesía. También puede haber una estética del horror, del erotismo, del terror, de lo patético, del crimen, de la pasión, para no enunciar las decenas de impactos o efectos que es posible producir —nunca de manera gratuita— en una obra de arte literaria. El auténtico creador, además, experimenta en cabeza ajena. Yo siempre he dicho que quien no tenga la capacidad de experimentar en cabeza ajena carece de imaginación. ¿Y qué es imaginar? Imaginar es la capacidad de producir imágenes, sean sensoriales o conceptuales. Quien deja todo a la imaginación del lector carece de imaginación. Es verdad: algo se puede dejar a la imaginación de los lectores, pero eso lo decidirá el creador con tacto y responsabilidad. Es imposible colocar cada detalle en una narración o en una descripción, puesto que ni siquiera la realidad real se percibe en todos sus detalles. El ser humano siempre selecciona; incluso lo hace cuando olvida o recuerda; con mayor razón cuando esas selecciones se producen de manera calculada, como ocurre con la creación. En la actividad creativa y en la investigación literaria hay, en el fondo, una labor detectivesca, de indagación y continua reflexión. En mis talleres de creación literaria, me he encontrado, por ejemplo, con participantes que ubican un cuento en la Edad Media, y describen un castillo cuyas puertas tienen picaportes. Podía haber aldabas, pero no picaportes. En otra ocasión, me tocó tallerear un cuento ubicado a finales del siglo XIX. Unos viajeros en carroza llevaban maletas. Con ironía le dije al participante que solo faltaría que les pusiera ruedas a las maletas, pues es sabido que en aquellas épocas se viajaba con baúles. Otra vez se me contrató para hacerle sugerencias y correcciones a una novela. Una parte se ubicaba a inicios de los años 50 en la Ciudad de México. Cuatro personajes fueron a comer tacos al pastor, pero noté la inverosimilitud, o si se le quiere llamar así, el anacronismo: en aquella época aún no existían, como tales, los tacos al pastor, comida que, como es sabido, empezó en los años 60. He notado anacronismos similares en algunas películas, incluso de grandes autores de cine de arte. De tan buenas que son, se les perdona y el pacto con la ficción se mantiene, por lo menos en mi caso, pero lo mejor es investigar cada detalle. Para escribir mi cuento «El drama de Calixto», ubicado en la Roma de los primeros siglos de nuestra era, tuve que leer, por lo menos, entre otras obras, el primer volumen de la Historia de la vida privada y también la Historia criminal del cristianismo, obras de investigación seria, académica, que fueron muy útiles en la creación porque, de lo contrario, mi cuento hubiera carecido de lo que más nos importa al escribir ficción: la verosimilitud. Lo mismo me ocurrió al redactar mi novela El cerco. Tuve que hacer una investigación sobre diversos temas relacionados con drogadicción, narcomenudeo y acoso escolar, más allá de los testimonios reales, de la investigación de campo o de ciertas situaciones que me tocó vivir de cerca. Finalmente, a la creación literaria no le interesa la verdad, sino la verosimilitud. Por esta razón, el artista se permite eliminar elementos reales, agregar otros que jamás existieron, mentir, tergiversar o trastocar la verdad. No les creamos al cien por ciento a esas obras que se anuncian como basadas totalmente en hechos reales. Este anuncio no pasa de ser publicidad o parte de la mercadotecnia para vender la obra. Ya Lukács decía que la historicidad de una novela no garantiza su eficacia poética. El escritor de creación no es ni ensayista ni periodista ni historiador ni filósofo, aun cuando estos discursos puedan insertarse o intervenir en su obra para aumentar la verosimilitud (o arruinarla si se hace mal), y aun cuando el creador, como ser humano o profesionista, pueda desempeñarse en esas disciplinas o en otras. Al crear una novela, un cuento, un poema, una obra de teatro, un guion cinematográfico, lo que más nos preocupa es que nuestra obra sea verosímil, y allí entra en juego la imaginación. La tuvo Shakespeare en sus dramas históricos; la tuvo Guzmán al combinar dos hechos históricos que nada tenían que ver para elaborar La sombra del caudillo; la tuvo Asturias en El Señor Presidente, novela que es mucho más que una serie de testimonios sobre una dictadura histórica; la tuvo Benito Pérez Galdós en sus Episodios nacionales, o Victoriano Salado Álvarez en sus Episodios nacionales mexicanos. A estos autores les preocupaba revelar esencias, más que las evidencias demostrativas. Antepusieron la literatura a la historia. No hicieron historia novelada, sino, en todo caso, novela histórica, aunque este concepto no podría aplicarse a todas las obras que acabo de mencionar. Comoquiera que sea, los creadores a quienes me referí tuvieron que investigar para literaturizar lo investigado, convertirlo en arte. Agustín Yáñez revela que detrás de su novela Al filo del agua hay una minuciosa investigación documental. Rafael F. Muñoz, quien escribe una autobiografía imaginaria —la del niño que le hubiera gustado ser, pero no fue— debió realizar una investigación de campo para representar con verosimilitud el paisaje que describía. Y que conste que no hablo de una actitud como la que pedía Émile Zola: convertirse en investigador de la realidad; ser prácticamente un sabueso y casi vivir lo que se pretende narrar, ya que todo tenía que extraerse «del natural». Una actitud contraria fue la de Jorge Luis Borges, autor eminentemente libresco, en quien casi cada página nos lleva a una experiencia con la biblioteca. Leer es, al fin y al cabo, otra forma de vivir.

Un ensayo de crítica o de investigación literaria, por más conceptos o categorías densas y especializadas que utilice, puede expresarse en una forma intensa y creativa, que transmita la pasión del autor. Cuando se habla de la función poética en su sentido de creación, se apela a los ejes de la selección y la combinación de una serie de elementos dispersos. El autor selecciona, entre una infinidad de ellos, los que convienen a la obra; los mezcla de la manera que cree adecuada, les da una estructura, les imprime, por medio del lenguaje, la fluidez necesaria para atrapar al interesado y dejar huella en él. ¿No realizan semejante tarea el creador, el crítico y el investigador? ¿No deben los tres seleccionar y combinar elementos, jugar con ellos, darles estructura y convertirlos en una unidad orgánica en que subyazga una o varias intenciones?

La ignorancia ha declarado que la labor del crítico o del investigador literario es parasitaria, puesto que se nutre del trabajo creativo de otro para producir una obra a menudo tediosa que incluso a veces arruina la fuente original. No niego que haya malos críticos, malos investigadores o mediocres lectores, pero también hay tediosos autores de creación, aburridos novelistas, pésimos poetas. Un gran crítico, un gran investigador arroja luces sobre la obra y la enriquece con el análisis y la interpretación. Si esto no existiera, todo sería un inocuo desfile de talentos sin profundidad. En definitiva, el lector, el intérprete es quien le confiere vida a la obra. Si la labor del crítico o del investigador fuera parasitaria, también lo sería la labor de quien interpreta una partitura musical. La verdad es que, de no haber quien las interprete, las partituras permanecerían sin ser tocadas y la música se perdería: se convertiría en un montón de papeles. ¿Pero acaso no es la interpretación lo que más importa, incluso cuando se aprecia el teatro, la poesía, el cuento o la novela? Cuidado con la ingenuidad de mencionar la palabra «parasitario» porque, en el fondo, todo lo es en la medida en que todo se nutre de todo. La labor del mismo creador, por más obras de ficción que realice, es también parasitaria, dado que, como bien dijo Sabato, «nada proviene de la nada». El creador también parasita de la investigación de otros. Así lo hizo T. S. Eliot, cuyo poema Wasteland está lleno de alusiones literarias; el mismo autor confiesa que en parte se basó en la investigación From Ritual to Romance, de Jessie Weston, sobre la leyenda del Grial. Asturias consideró la investigación titulada El imperio del banano, de Kepner y Soothill, para elaborar su trilogía bananera, compuesta por las novelas Viento fuerte, El Papa verde y Los ojos de los enterrados. Neruda se sumergió en la historia para escribir su Canto general; lo mismo Eduardo Galeano en Memorias del fuego. En estas obras, el mensaje, la denuncia, la función crítica perdura, o posee mayores alcances que la investigación. Pero incluso un poeta cien por ciento subjetivo, incapaz de salir del «yo» e interesado en retratar su propia subjetividad y sus experiencias personales, no deja de ser un ente cultural y, como tal, participar de una sociedad y de una tradición. A veces, para escribir sobre nosotros, también debemos investigar. Es verdad: «nada viene de la nada», todo se nutre de todo, sea por imitación, por transformación, por disentimiento, o para invertir las propiedades del texto precedente y parodiarlo. Luce López Baralt, con el fin de no aludir a las influencias, prefiere el término «contextualidad literaria», que indica una serie de obras afines o muy semejantes entre sí por el tratamiento de su tema, sin importar que los autores se hayan leído o no. Gérard Genette habla de transtextualidad e incluye en su libro Palimpsestos el concepto de «intertextualidad», de Julia Kristeva. Pues bien: una obra, cualquiera que sea, no sólo es producto de un autor. Hay que sepultar esa visión romántica. Una obra es también producto de una sociedad; es un fenómeno cultural producto de una tradición lingüística y literaria, lo sepa o no el autor, y en ella pueden intervenir otras disciplinas: todo es poetizable. El lector activo o crítico realiza una labor analítica y, como lo quería Rulfo, se vuelve coautor; él enriquece la obra con su lectura; él la valora, la recomienda, la ataca, la censura, se indigna, acepta o cuestiona la crítica social implícita en ella, o el manejo de la historia que realiza el autor. Como se ha dicho, siguiendo a teóricos de la calidad de Ingarden, si el autor propone algo, el lector, sin duda, dispone. Mas no olvidemos que también hay malos lectores: quienes padecen de delirio interpretativo, quienes agregan elementos inexistentes en el texto, los que no oponen cierta resistencia al libro, los que carecen de pensamiento crítico. Leer es todo un arte y requiere disciplina y educación. Oscar Wilde hablaba del «crítico artista» porque un intérprete, un lector puede llegar a esos niveles sin necesariamente padecer de delirio interpretativo, y sin introducir los elementos extratextuales que a él le convengan para proporcionar una lectura tramposa. La mejor lectura, como escribió Tsvetan Todorov, es la que logra integrar el mayor número de elementos textuales.

Una forma de concluir estas reflexiones es sostener que hay mucho de creación y de imaginación en la crítica e investigación literarias, pero también mucho de investigación, cálculo y reflexión en la creación. La primera diferencia es el énfasis en cierto estilo, en cierto lenguaje, en cierta terminología; la segunda diferencia es más importante y se relaciona con los cuatro grandes modelos textuales o modalidades discursivas que manejo en mi libro Cómo argumentar. Me refiero a la narración, a la descripción, al texto expositivo-explicativo y al texto argumentativo. Las cuatro se mezclan, se combinan, pero en la gran mayoría de los casos, una de ellas será la preponderante y las demás se orientarán o se subordinarán a la primera. En un texto narrativo puede haber descripción, cierta explicación cuando sea conveniente e incluso argumentación y contrargumentación, secuencias reflexivas o discusiones entre personajes, pero todo se orienta a lo narrativo. Lo mismo sucede con las otras modalidades. El ensayo es básicamente expositivo-explicativo y argumentativo, pero eso no significa que no pueda contener alguna secuencia narrativa o descriptiva, subordinada u orientada a la reflexión, a las ideas, que son las verdaderas protagonistas de un ensayo. En la vida cotidiana, todos narramos, describimos, explicamos y argumentamos. Al escritor artista le interesa el manejo del lenguaje y de sus recursos. Si va a narrar, creará una voz narrativa, que será el dispositivo retórico que guiará la narración. Si desea experimentar, cambiará de focalizaciones o incluso de voz narrativa. Hay gran cantidad de niveles de experimentación en la forma y en el tema, pero siempre será la forma la que le conferirá a la obra el status de arte. El investigador literario a menudo no hace arte porque no es su pretensión, pero ha habido quienes, como Alfonso Reyes, le han imprimido prosa artística a sus trabajos de investigación. Eso ya dependerá de las intenciones de cada quien y no sólo de su carácter.

En 1994, el Instituto de Investigaciones Filológicas me contrató —a mí y a otros— para colaborar en un Diccionario de literatura mexicana del siglo XX, que sería coordinado por Armando Pereira. El diccionario tuvo dos ediciones impresas; su principal característica consiste en que no se trata de un enlistado de autores y obras, sino de instancias mediadoras de la literatura. Es claro que este diccionario no puede ni debe considerarse arte, ya que se centra exclusivamente en la investigación y su finalidad es informar. Nos pareció necesario porque, en general, la gente cree que la literatura sólo consiste en libros y autores. Si antes dicha creencia era una falacia, ahora, cuando las instancias mediadoras se han multiplicado y diversificado hasta el paroxismo, resulta cómica. Además de autores y libros, la literatura, como todo arte, es un sistema en que se hallan involucradas instancias tan importantes como las tendencias temáticas o estilísticas, los grupos literarios, las polémicas, los suplementos culturales, revistas, editoriales, librerías, bibliotecas, asociaciones o instituciones dedicadas al estudio de este fenómeno, los premios, becas o estímulos, las ferias de libros, las colecciones, e incluso los llamados cafés literarios. Ahora, con Internet, podríamos agregar: «y un largo etcétera». El arte es único e insustituible, pero requiere distintas instancias para llegar a los lectores y perdurar. Una de estas instancias es la crítica, los paratextos y metatextos, que se ponen en relación con la obra, pero también la labor del investigador y del filólogo. Tal como ocurre con el filósofo, estos últimos persiguen verdades, quieren comprobar tesis o posiciones específicas en torno a un fenómeno literario; desean convencer, en la esfera mental y por medio de argumentos, de que algo es de determinada manera. Sus mejores juicios no serán proposiciones generales, sino matizadas, pero la argumentación es también un lenguaje, y los lenguajes se inventan a partir de ciertas necesidades. El investigador selecciona las evidencias, las expone y las explica; también dialoga con otros y se resguarda en autoridades, en citas textuales, analogías, ejemplos y demás recursos, todo con el fin de convencer. Y como ya lo dije, también hay mucho de investigación en la creación literaria, sin importar que la obra sea enteramente autobiográfica, pues el mismo autor, si desea presentar con verosimilitud un contexto y una serie de circunstancias, tendrá que elegir un determinado léxico y un estilo; tendrá que darles voces verosímiles a sus personajes; tendrá que poseer el don de la observación y del oído, aun cuando escriba literatura fantástica o de ciencia ficción, y con mayor razón, por ejemplo, si incursiona en lo policiaco. A veces un crítico puede saber mucho más de una obra que su creador. Si Dostoievsky resucitara y leyera el libro Problemas de la poética de Dostoievsky, de Mijail Bajtin, seguro aprendería mucho sobre su propia obra, o tal vez no estuviera de acuerdo con algún punto, aunque eso sería lo de menos. Bajtin dijo lo que tenía que decir: he ahí el derecho del lector.

Para crear se requiere —y ya lo sabían autores tan románticos como Coleridge, Wordworth, Schiller o Víctor Hugo— un gran cálculo y un inmenso razonamiento; una malicia que nos haga ocultar datos cuando sea pertinente, generar tensión e intriga cuando se requiera, y pensar en las estrategias para capturar la atención de los lectores, a quienes se les debe abrir la puerta literaria para que entren en nuestro mundo y se hagan cómplices de él, o por lo menos, que les parezca verosímil y entretenido. Cervantes dijo que un buen libro debe divertir y enseñar. Allí se encuentran tácitas dos de las muchas funciones de la literatura: la estética y la cognoscitiva. Las demás dependerán de la intención del autor o del lector que las perciba.

En suma, el creador de literatura y el investigador deben resolver una serie de problemas o escollos que se van presentando, y es posible que incurran en fallas estructurales o hasta en contradicciones. Su labor, por lo menos a la hora de corregir o pulir sus textos, es más racional que emotiva o sentimental, pese a que estos ingredientes pudieron ser parte de la materia prima. En ambas actividades, son fundamentales la experiencia libresca y la experiencia vital, la madurez, cierta serenidad y, sobre todo, la entrega, la responsabilidad con el trabajo, la dedicación. El tema del investigador es la literatura; el del creador literario puede ser cualquiera, pero él le dará la forma literaria para convertirlo en obra de arte. Tal vez el trabajo con el lenguaje, con sus dispositivos formales y la estructura que se le otorgue sea diferente, pero al fin ambos —el creador y el investigador literario— trabajan con el lenguaje articulado, con esa sucesión de signos verbales que se despliegan, como la música, a través del tiempo.