Gerardo Uriel Reyes

Al despertar notó una sensación en la cabeza, un algo, o tal vez la falta de algo. No podría explicar qué era ni lo que no era; eso sí, era ajeno. Todo esto era un sentimiento un tanto familiar y a la vez profundo, era un agujero dentro de un agujero, un algo que se vuelve sobre sí mismo. ¿Y qué podría ser este algo? ¿Qué podría ser lo que provocó esto? Quizá se había torcido, quizá había cenado pesado antes de dormir, quizá su gato se había acostado sobre su cabeza durante toda la noche, quizá alguien había entrado a su cuarto y le había zarandeado la cabeza; quizá un extraño bicho había bajado desde el techo, arrastrándose por el colchón; había entrado por una de sus orejas y se encontraba dormido en alguno de los pliegues de cerebro, y solo salía en ocasiones para masticar sus recuerdos y degustar sus gustos. Podría ser algo de eso, podría ser todo eso, pero como siempre las prisas dejaron de lado sus preocupaciones: recordó que debía desayunar, reunió toda su energía y se arrancó a sí mismo de la cama, con o sin lesiones, con o sin bicho masticando su cerebro.

Ya abajo, se iban disipando algunas de sus preocupaciones. Se concentraba en realizar aquello que debía hacer: desayunar. Sin embargo, todo lo que lo rodeaba se comenzó a torcer, distorsionar o cualquier otra palabra que pueda seleccionarse para describir algo que no se comporta de manera usual. Así acabó su desayuno y las horas se movieron hasta que fue momento de dejar su casa y dirigirse a realizar sus actividades diarias. Lo que pasó después solo podría denominarse como una mezcla de todo. Los objetos perdían sus contornos y era entonces como si las texturas y los colores contenidos dentro de los objetos se liberaran de sus límites físicos, se volvieran líquidos y nadaran libres los unos hacia los otros.

Lo mismo el tiempo, lo mismo el espacio.

Regresó a su casa. Todas las acciones realizadas por él o por sus familiares parecían haberse enrarecido. Sus movimientos, los de sus padres y hermanos se habían vuelto mecánicos, eran ejercicios de gran complejidad. Algo tan simple como servir café o agarrar un vaso solo podía ser realizado después de ejecutar una serie de estrategias con gran esfuerzo; cada palabra, cada frase, se formaba lentamente, tenía que ser empujada a la fuerza y duraba poco tiempo en la memoria.

A partir de este día, inicio de semana, se vio invadido por la certeza de que algo había cambiado; si bien las cosas seguían su ritmo y comportamientos acostumbrados, cada día daba paso a nueva serie de sospechas: el lunes todo se había vuelto lento y nebuloso; el martes alguien le había subido el volumen a todos los sonidos; el miércoles comenzó a realizar chequeos de cada cosa que decía o hacía, pues era como si todas sus palabras se diluyeran antes de llegar a los oídos de alguien más y cada vez que hablaba solo se enfrentaba con rostros incrédulos, como si no hubiera pronunciado palabra en primer lugar. Era como si todo el mundo hubiera experimentado una lentitud, un periodo de tremendo cansancio y extrañeza, pero ahora todos se comportaban como siempre, salvo él.

Pasaba horas revisando los espacios en que se encontraba, comprobando que efectivamente había hecho lo que creía haber hecho y que había dicho lo que creía haber dicho; necesitaba algo que comprobara que, en efecto, nada había cambiado, pero esa garantía no llegaba. Pasaba los días consciente de sus extrañezas, llegando al punto en que sus hipótesis se invertían, se revertían, mutaban, regresaban a sí, pero no se detenían. Un poco más y un poco más se alejaban sus teorías de los límites racionales, pero lo racional ya no importaba, ya no era suficiente para explicar la situación; se escapaba de sus actividades para mirar el cielo, barajeaba todas las posibilidades que habrían originado su situación, pero nada, al menos en apariencia.

Un día, en medio de una de sus clases de la universidad, en medio de un clima horrible, una de esas tardes con un calor que da la sensación de derretirlo a uno, se encontraba barriendo los ojos por su salón de clases, explorando las acciones de quienes le rodeaban, buscando la explicación máxima de por qué era ahora un ser más ajeno a este mundo de lo que ya solía ser.

Entonces, un compañero suyo que, igual que él, solía colocarse al fondo del salón, en el lado opuesto, inclinó la cabeza y el cuerpo, con la intención de agarrar algo que se le cayó al piso, y en ese momento, los hechos comenzaron a revelarse. Mientras su compañero, llamémosle Ulises incluso si ese no es su nombre, hacía lo que tuviera que hacer, observando el suelo, recogiendo alguna pluma que hubiera tirado ahí, sucedió que de una de sus orejas goteaba en cantidades casi inexistentes un extraño líquido algo azulado, lo suficientemente colorido como para ser notado y ser distinguido como algo más que un fluido humano, pero en tan pocas cantidades, tan relativamente pálido que dudaba siquiera de que alguien más pudiera observarlo. Ese líquido goteó por cuestión de segundos, y cuando Ulises se volvió a colocar con la espalda recta y la mirada al frente, solo se podía observar un ligero trazo de humedad que salía de su oreja. Esta observación se mantuvo en su cabeza los siguientes minutos, lo siguió por la calle y permaneció con él hasta que abordó el camión que lo llevaría a su casa.

Ahí el pánico no cesó. La poca distancia entre él y otra gente siempre había dado lugar a que sus ojos se pasearan por bordes y reflejos y arrugas y cejas y demás, siempre como un pasatiempo, como una forma de darle sentido a quien le rodeaba y sentirse siempre preparado para cualquier actitud que pudiera sorprenderlo, pero esta vez aquellas costumbres que solo se habían establecido como parte de una larga línea de miedos o ansiedades no habían hecho nada para aligerar las sensaciones que experimentó cuando, al proceder según su rutina de estudiar a todos los que le rodeaban, notó un movimiento raro, una oreja que parecía haber cobrado vida propia, una vida lenta pero segura que se manifestó inicialmente con pequeñísimos movimientos, casi vibraciones, y con el pasar de los segundos, encontraba más y más su ritmo propio. Sin ser, de inicio, nada escandaloso, este ritmo que poseía aquella oreja ajena era suficiente para ser notado y para contagiarse a una segunda oreja y a una tercera oreja, y para cuando se dio cuenta, todo el mundo parecía aletear, adelante, atrás, arriba, abajo, movimientos ínfimos, señales de vida que convertían un fragmento de la rutina en un espacio del que era urgente escapar.

Se abrió paso entre la gente, entre esas orejas vibrantes que en cualquier momento podrían disparar aquel líquido azulado que chorreó de una de las orejas de Ulises. Quizá era esa la forma en que aquel malestar se contagiaba. De ser así, era todavía más urgente escapar. Aceleró su paso, empujó a quien tuviera que empujar, apretó botones, saltó a la calle. En medio de una calle transitada, en un día soleado, todo cobraba sentido: los malestares en su cabeza, el posible bicho, el día en que todo el mundo parecía fuera de sí y ahora las orejas goteantes y cabezas aleteantes… Solo podría pensarse que había algo dentro de las cabezas de la gente.

Este descubrimiento hizo que sus ya presentes mecanismos de defensa se reafirmaran, y el camino de regreso a su casa se convirtió en un tránsito donde evitaba a todos de todas las formas posibles. Si no sabía de dónde surgía este mal o cómo se originaba, entonces quedaba desprevenido ante lo que sea que hubiera invadido a la gente, ante una posible infección o lo que fuera, y en respuesta a estos miedos, evitaba a la gente, evitaba el contacto visual, evitaba conglomeraciones, recorría horas de camino a pie hasta su casa, y en ningún momento se aligeraban sus sospechas.

Ese largo trayecto se encontraba cerca del final. Estaba cada vez más cerca de su hogar, espacios que antes conocía, en donde estaba seguro de que conocía también a la gente que los habitaba. Toda la gente y todos los lugares significaban la posibilidad de caer presa ante lo que fuera que se estaba apoderando de las personas. Avanzaba cada calle y llegaba a cada esquina convertido en un cúmulo de dudas, nervios y estrategias de defensa. Necesitaba explicaciones: tenía que haber un motivo para que él no se encontrara lanzando líquido azulado desde sus orejas; quizá era un proceso lento y todavía no era su turno, quizá se transmitía mediante ciertos tipos de contacto que él no había experimentado últimamente. Recorría los últimos tramos de su ruta con la cabeza repleta de quizás, se detuvo frente su puerta, abrió y entró lo más rápido que pudo.

Encerrado en el único espacio que consideraba suyo y ya habiéndose asegurado de estar solo, continuó con su exploración de los posibles orígenes de este peligro y malestar; repasó mentalmente los eventos de aquel día y de días pasados; barajeó cada idea, cada noción que creía tener de cómo funcionaba un cuerpo humano. ¿Cómo podía ser que algo invadiera a la gente? ¿Por qué él se encontraba exento de ser invadido y cuánto tiempo tomaría para que alguien de su familia trajera consigo aquel peligro?

Opción tras opción, razonamiento tras razonamiento, el recuerdo de aquella mañana en que despertó con rarezas en su cabeza, posibles bichos y los siguientes días extraños, todo había terminado por cuajar en la conclusión más lógica que pudo armar bajo esa clase de presión: si algo se había apoderado de las mentes, o cuando menos, cabezas de la gente, entonces estaría lidiando con un ser superior, una forma de vida máxima que habría encontrado una ruta dentro de la cabeza de quizá todo el mundo, un ser de otro mundo que por alguna razón había descendido a la Tierra, ente espacial que por algún motivo lo había ignorado a él, quizá todavía no llegaba el momento o quizá esos bichos ocupa cerebros necesitaban una mente especial, completa, sana y con otras características que tal vez no servirían para definir la suya, y por lo mismo, existía la posibilidad de que nunca se viera en riesgo de ser invadido o asimilado. Lo segundo era visualizar a aquellas criaturas que de poco en poco lo rebasaban; su superioridad física, mental y evolutiva solo podría manifestarse en una forma física: la forma de un cangrejo.

Hace tantos miles de millones de años, unas formas de vida habían llegado a tomar la forma que ahora es conocida como un cangrejo, la llamada carcinización ha sucedido múltiples veces a lo largo de la historia del planeta, y si ha sucedido en este mundo, puede haber sucedido en otros. Es posible que un cangrejo alienígena surcara los cielos a mitad de la noche hace ya tantos días y que su impacto contra el suelo hubiera provocado que se partiera en miles de cangrejos diminutos que con su clac clac clac como grito de batalla hubieran decidido librar una operación en contra de la humanidad, usando la Ciudad de México como su punto cero. Pronto expandirían su misión al resto de planeta.

Los minutos avanzaban, aumentaba la posibilidad de que cuando llegara su familia ya no fuera aquella familia que pensaba conocer, existía la posibilidad de que los cangrejos se alimentaran de gustos y recuerdos, de que todo lo que son se haya perdido en la nada, de que tuviera que cuidarse las espaldas en cada cena, cada comida, cada desayuno.

Como preparación a la llegada de su nueva-vieja familia cangrejo-humana, no quedaba más que tratar de buscar el lado positivo a esto. No solía ser esa su manera de afrontar los problemas, pero con su familia ausente alguien tenía que darle una vuelta a todo lo que se le presentaba en ese momento.

Si los cangrejos consumían todo aquello que componía a sus huéspedes y les volvía una carcasa, un vehículo más que otra cosa, ya que sus conductores poseían mentes y recuerdos independientes, se le presentaba entonces la oportunidad de comenzar de nuevo. Todos estos años parecía haber sido él quien había aterrizado en este mundo con reglas, señas y formas de organización que lo precedían y que nadie se molestó en comunicarle, un mundo que a cada paso, cada día, cada hora parecía renovar esas reglas y señas y gestos, emitir un nuevo manual de interacciones y dejarlo atrás constantemente.

Ahora cambiaba el estatus: era un ajeno rodeado de ajenos. Podrían haberlo dejado de lado por el momento, pero quizá disfrutarían de su compañía, tendría la oportunidad de enseñarle a los nuevos overlords del universo las vicisitudes del terreno en que había habitado todos estos años y quizá le enseñarían algo de vuelta, sus normas, sus formas de interactuar, la mera enseñanza del más simple gesto superaría en cantidad lo que le enseñaron los humanos. Solo necesitaba reunir fuerza, acercarse, hacer lo que no podía hacer antes: hablar, establecer y mantener lazos. Salir de esa puerta al día siguiente y al siguiente de ese y comenzar al fin.

Si su plan funcionaba, estaría siempre acompañado. Si los cangrejos desaparecían, con seguridad en unos años vendrían otros, y si no regresaban, entonces continuaría siendo el extraño que siempre fue. Costumbre no le faltaba.