Juan Antonio Rosado

Realidad y ficción, presentación y representación, ámbitos distintos que, en el orden de lo real, pueden confundirse, y de allí los fracasos de muchas teorías, interpretaciones e incluso de relaciones amorosas. Se cree que el modelo imaginado corresponde a lo real, y lo real lo imita después para tener éxito o llegar a un objetivo, pero resulta que no hay tal correspondencia. Alguien se hace una idea sobre una realidad o sobre el otro, la elabora con minuciosidad, la adorna, le agrega y quita elementos, la retoca y después la aplica en el objeto real. Lo anterior puede convertirse en bovarismo si no se comprenden bien los símbolos, porque cualquier elemento de la realidad que ingresa en el ámbito de la ficción es susceptible, por ese hecho, de volverse símbolo, metáfora, alegoría, y de ser teñido por el pensamiento, por el «espíritu» entendido como intelecto.

El fenómeno anterior se da en la vida cotidiana, pero hay veces en que de una ficción se crea otra. Esto tiene que ver con lo que podría llamarse una función «personalizadora» del arte. El ensayista, por ejemplo, se apropia de una figura cultural o moral de gran peso, la retoca y tiñe de subjetividad, la reinterpreta y la devuelve al público ya reelaborada y digerida para incrementar su propio poder simbólico o el de su grupo en la sociedad. Miguel de Unamuno se consideraba más «quijotista» que cervantista, lo que significa que se apropió de una figura cultural, la descontextualizó y, una vez más o menos aislada, le añadió significación desde su propia subjetividad, sin considerar el profundo sistema de vasos comunicantes entre esta figura, su época, la sociedad en que surgió y el autor que la concibió. Toda proporción guardada, lo mismo hizo Alfonso Reyes con Ifigenia, José Vasconcelos con Ulises y con Simón Bolívar, y Samuel Ramos y Octavio Paz con el supuesto mexicano. El mecanismo anterior es válido cuando se advierte del subjetivismo que tiñe la figura cultural, pero no lo es cuando la intención es erigirse en el intérprete, en el analista, en la «deidad» que sostiene la última palabra sobre los fenómenos humanos, sean políticos, artísticos o de cualquier índole. Es fácil desentenderse de la realidad, asesinar las alteridades allí implicadas y erigirse como creador de sistemas, diseñador a ultranza de modelos, intérprete de realidades, y siempre apoyado por la mercadotecnia, las instancias mediadoras entre el espectador (o lector) y el autor, o los aparatos publicitarios del poder cultural, político o religioso. Así se crean grupos, sectas, «mafias» excluyentes que privilegian tendencias temáticas o estilísticas en arte o literatura, o tendencias políticas en el ámbito del poder. También ocurre con la economía o con cualquier otro fenómeno humano. Los artífices modifican el orden de lo real a partir de una o varias contemplaciones o «revelaciones» que plasman como si esas contemplaciones o teorías fueran a resolver una determinada realidad, y muchas veces no observan de cerca los casos particulares, los síntomas concretos. La pretensión siempre ha sido cambiar  al ser humano por una abstracción.