Juan Antonio Rosado Z.

«Un día surgió dentro de mí ―afirma Miguel de Unamuno― un pobre ente de ficción, un puro personaje de novela, un homúnculo que pedía vida. El pobrecito quería ser, quería existir. Y yo no sabía bien cómo satisfacer sus ansias», y más adelante sostiene que «fue Don Quijote el que movió la pluma de Cervantes». Este es el origen de una de las obras de ruptura más influyentes ―se sepa o no― del siglo XX y XXI en materia literaria: Niebla, cuya estructura ha sido comparada (y de hecho es comparable) con el célebre cuadro Las Meninas, de Diego Velázquez.

Tras concebir su nivola, «género» novelístico «definido» en la misma Niebla, Unamuno inventa a un prologuista: Víctor Goti, amigo de Augusto Pérez, el protagonista. Víctor cobra tanta realidad, que en un postprólogo, Unamuno —ya desde allí inserto en el mundo de la ficción— discute con él (su propio personaje) sobre la obra, aunque en un ensayo aparte recuerde que si bien Pérez decía que lo más liberador del arte consiste en que le hace a uno olvidar que existe, para Goti, en cambio, lo más liberador del arte es que «le hace a uno dudar de que exista». Unamuno concuerda con esta idea. El personaje nivolesco duda de su existir y así —oh, paradoja— se percata de lo nebuloso del ser, de la niebla ―la filosofía hindú del Vedanta diría «velo de Maya» o de la ilusión― que nos envuelve en el Gran teatro del mundo, para evocar a Calderón de la Barca.

Desde hace ya un buen tiempo, en el medio de la crítica y análisis literarios escuchamos el concepto «metanovela» como derivación de la función metaliteraria, que a su vez se conecta con la llamada autorreferencialidad, como en el célebre «Un soneto me manda hacer Violante», de Lope de Vega, que es un metasoneto: un soneto sobre el soneto. En la segunda parte del Quijote, los personajes ya han leído la primera e incluso la segunda parte falsa, por lo que el juego realidad-ficción se torna complejo cuando en la segunda parte verdadera se hace una crítica de la primera parte (y de la segunda falsa). El Quijote es, pues, una metanovela, como lo será —hasta el paroxismo— Niebla, pero aquí la confusión realidad-ficción es tratada de forma extrema, y también lúdica y trágica. Ya cientos de años antes, en la India, el director de la obra teatral conversaba y discutía con uno de los personajes sobre la obra que se representaría. En el teatro sánscrito, además, hubo teatro dentro del teatro por lo menos mil años antes de Hamlet. Como vemos, esta confusión entre ficción y realidad —que se encuentra también en el célebre poema sobre la mariposa, de Chuang-Tzú— es muy antigua, pero nunca antes había llegado a tal extremo como en Niebla, obra a la que también se ha comparado con Pirandello.

Augusto Pérez es un personaje autónomo respecto de su autor. Este idealista «paseante de la vida» cree que «el uso estropea y hasta destruye la belleza». Vive en divagaciones e introspecciones, al igual que los protagonistas de La voluntad, de Martínez Ruiz, «Azorín», o de Camino de perfección, de Pío Baroja. La novela de Unamuno —porque al fin y al cabo es una novela— resulta muy afín a esas dos y podría afirmarse que las tres constituyen una trilogía existencial. Tal vez lo más característico de Pérez sea, por un lado, la inversión que desde el inicio hace del lugar común: «primero se conoce algo y luego se le ama». Para Pérez, «no se conoce nada que no se haya querido antes» (Nihil cognitum quin praevolitum). Este idealismo le traerá las consecuencias que ya saben quienes han leído y releído Niebla.

Al igual que su admirado Kierkegaard, Unamuno estuvo preocupado por cuestiones metafísicas y existenciales. Por ello duda de cualquier intento de sistematización filosófica: «Nadie ha logrado convencerme racionalmente de la existencia de Dios, pero tampoco de su no existencia», dice en su ensayo «Mi religión». En el capítulo XXXI de Niebla, Pérez se enfrenta con Unamuno, ya convertido en personaje, pero sin renunciar a su papel de autor de la obra. Hay un cambio drástico de persona gramatical (ya anticipado con ciertos guiños). Pérez, pues, visita a Unamuno sin saber que se trata nada menos que de su creador, del autor de la novela donde vive. Augusto cae en cuenta de que es un personaje ficticio. Paralelamente, Víctor Goti le ha encontrado un nuevo sentido a su vida escribiendo una novela y teorizando sobre ella. Es Víctor quien usa el término nivola, y es Víctor quien está escribiendo nada menos que la novela que nosotros —lectores— leemos. ¿Quién es entonces el autor? ¿Unamuno? ¿Víctor? Si, tal como se anuncia, es Unamuno, entonces se opera lo mismo que en Las Meninas, donde aparece Velázquez pintando el cuadro que seguramente vemos (por lo menos, la dimensión es la misma). ¿Somos los humanos entes de ficción sin saberlo? Ya lo había planteado el Vedanta, y Calderón en La vida es sueño, y Chuang-Tzú. ¿El mundo es realidad o ficción?

Augusto (nombre excelso) Pérez (apellido común y corriente) es rico y solitario, envuelto en el velo de la ilusión, en la propia niebla que lo ciega; así puede «inventar» un amor ideal sólo con ver una vez a Eugenia Domingo, tal como don Quijote «inventa» a Dulcinea al ver a la rústica Aldonza Lorenzo. Es verdad: Pérez —y muchos seres humanos reales— se halla envuelto en una niebla que le impide mirar la realidad real. Algunos hechos rompen con su situación (la irrupción del desorden es lo que conocemos como «mal») y lo hacen tomar conciencia de sí, pero surge un nuevo desorden: se le aparece su propio creador y Augusto, lejos de someterse a él, intenta reafirmar su individualidad, su ipseidad en lo que, desde un punto de vista dogmático-religioso, podría parecerse a un acto de hybris, de soberbia. Augusto se rebela contra Unamuno e incluso lo amenaza, pues él también morirá porque es un ente de ficción, y todos los lectores que leen Niebla morirán a su vez, porque la vida es pasajera, una efímera ilusión. Ante el silencio de Dios, Unamuno resuelve el conflicto con su célebre creer es «querer creer». Pero también yo podría sostener: «no creer es querer no creer». ¿Por qué no?

En su poema «La oración del ateo», el autor vasco concluye con una condicional que toca la esencia:

¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande

que no eres sino Idea; es muy angosta

la realidad por mucho que se expande

para abarcarte. Sufro yo a tu costa,

Dios no existente, pues si Tú existieras

existiría yo también de veras.