León Bejar Wasongarz

El viajero llegó muy atareado a la entrada del Castillo, hotel relativamente lujoso sobre las arenas menos visitadas en Puerto Escondido. La anfitriona se presentó como Luz. En apariencia, el lugar era un paraíso.

Recién había entrado, el viajero le dijo:

—Luz, estoy encantado de estar aquí, pero he dejado mi mochila en el taxi —y el viajero comenzó a lamentarse de una forma tortuosa, explicando que, debido al ajetreo de los aeropuertos, terminales, avión y taxi, olvidó su mochila de mano donde iban su computadora y sus medicamentos.

Luz tranquilizó al viajero e hizo una llamada telefónica a un misterioso contacto, quien localizó al taxista que había traído al viajero desde el aeropuerto. En pocas horas, para gran sorpresa del viajero, la mochila fue recuperada íntegramente. Luz incluso hizo sancionar al taxista por dejar al viajero a diez metros de distancia del Castillo y no en el Castillo mismo. Esto no le importó al viajero porque su anfitriona le acababa de salvar el cuello, y él estaba ciegamente agradecido con ella, al menos por el momento.

El viajero se sentía extraño. Pululaba por el castillo mezclándose con su misterio. Caminaba por los largos corredores, el día era de una luz absoluta, pero la noche impregnaba los pasillos con sombras macabras.

Descubrió que casi todos los huéspedes eran canadienses. Conoció a una pareja con que trabó una engañosa amistad: los canadienses no hablaban español y ciertas cosas eran realmente difíciles de traducir al inglés, sumado a la terrible pronunciación del viajero, que daba como resultado un muy confuso esquema de comunicación.

Conforme pasaban los días, el viajero notaba que Luz le generaba cierta intriga: parecía que siempre estaba al tanto de todo. Con el paso del tiempo, el viajero se percató de que, en alguna forma, Luz espiaba a todos los huéspedes del Castillo. En una ocasión, la encontró pegada a su ventana, observando como si se tratase del Gran Hermano. Esta situación provocó que el viajero temiera mirar por su propia ventana.

En una primera ocasión, el viajero fumó sólo una pipa dentro del cuarto, acto que, a petición de Luz, jamás volvió a ocurrir. Sin importar lo que se diga, no volvió a fumar en la habitación y comenzó a subirse a la azotea para fumar tabaco en su larga pipa de madera de encino.

Unos días después llegó la esposa del viajero. Tras un cálido abrazo de reencuentro, él le contó que tenía la impresión de que algo no estaba bien con Luz.

Esa noche, ella se sentía tan cansada que no le prestó mucha atención y se quedó dormida mientras le susurraba que Luz había rescatado su mochila; sin embargo, el viajero estaba convencido de que algo no andaba bien, y por ello no quería que nadie supiera nada de él ni de sus hábitos personales, que a los ojos de la ignorancia podrían parecer alarmantes. “No debo hacer cosas buenas que puedan parecer malas”, se decía el viajero.

Esa noche y todas las noches en que pernoctó en el castillo, dejó de dormir en paz.

El esposo de Luz se llamaba Nino, y el nombre no era gratuito: era una especie de sirviente pueril, ciego en obedecer todo lo que Luz le mandaba hacer; además, había un mozo de limpieza de no más de catorce años, empleado en labores exhaustivas por una madre que no era la suya.

El viajero acostumbraba fumar mucho, y ninguno de los funcionarios del Castillo había visto nunca a nadie fumar tabaco en pipa. Asumían que se trataba de otra cosa. El viajero intentó explicarlo varias veces, pero ni el “esposo” ni el “niño”, ni mucho menos Luz, entendían que sólo se trataba de tabaco. En eso, Luz comenzó a obsesionarse con la idea de que el viajero fumaba marihuana en el cuarto. Odiaba con una brutalidad desenfrenada esa larga pipa de madera tallada. Una noche, enfadada, le dijo agresivamente al viajero:

—Joven, por favor fume su marihuana afuera. Todo el mundo es libre de hacerlo en Puerto Escondido. Le suplico que no fume en el cuarto. Es libre de fumar lo que guste afuera de la habitación.

El viajero explicó que sólo fumó una vez en el cuarto. Pidió disculpas de nuevo y de nuevo prometió que jamás volvería a ocurrir, y que ya no había ocurrido en lo absoluto, pero ella parecía descreer todo lo que él decía. La esposa del viajero era una incómoda testigo y ya también dudaba de la cordura de Luz. El estrés sólo aumentó, al punto de que el viajero quiso hacer visible que tan sólo se trataba de tabaco, y usó los ceniceros para poner cenizas orgánicas allí, pero resultó aún más contraproducente: incrementó la obsesión de Luz de que el viajero fumaba “quién sabe qué” en el cuarto, y que nunca lo dejaría de hacer. Luz y los funcionarios del Castillo utilizaban el aseo como pretexto para espiar al viajero y al resto de los huéspedes.

Pasados unos días, Luz encontró la docena de cepillos con que el viajero limpiaba su pipa, y su locura se disparó drásticamente. Odiaba todo del viajero, odiaba su nariz de cuervo y su condenada pipa de “falsa categoría”. La confrontación ya no podía esperar:

—Mire, joven, incluso pensamos en darle un espacio abierto para que fume allí…

—Luz, yo te juro por el Dios que quieras que desde que hemos hablado al respecto, hace ya más de cinco días, no he fumado un solo gramo de tabaco en el cuarto, ¡y tabaco es lo que fumo! No fumo ni he fumado en la habitación. Incluso suelo subirme a la azotea, y eso que fumo mucho cada vez que necesito hacerlo. Mira, mi esposa está de testigo, y tiene un olfato sensible.

—Mi esposo no ha fumado en el cuarto, señora Luz. Se lo juro por Dios —arguyó la esposa.

—¡Estoy harta de sus mentiras!

Los demás huéspedes, Nino y el mozo huían de la cocina. Unos no hablaban español y los otros le temían a Luz.

—Mira, Luz —dijo el viajero—; yo no sé quién es realmente el que fuma. Ya se lo había comentado a Nino: la azotea está repleta de colillas de cigarro que crecen día con día. No sé si son de Nino, o del mozo, o tuyas, pero esas colillas realmente contaminan. Y allí sólo subimos el mozo, tú y yo.

—¡Ahora está tirando colillas en mi Castillo! ¿O ves crecer las colillas por efecto de tus drogas?

—¡Yo no fumo cigarro ni drogas! ¡La pipa no deja colillas!

—¡NO VOY A HABLAR MÁS DE ESTO CONTIGO!

—¡Cálmense! —gritó la esposa—. Luz, mi marido no ha fumado; yo misma detesto el olor y…

—Claro, ¡viviendo con un marihuano!

—Tú le dijiste que aquí podía fumar a gusto si se salía, ¡y sí, sí ha salido, por mucho trabajo que pueda costarle! La habitación no huele a nada.

—Ya está abierto el expediente con ARNBN. ¡Dejen de mentir ambos!

—Iré a la PROFECO a quejarme —dijo el viajero.

—¿¡ME ESTÁS AMENAZANDO?!

Hubo un silencio de morgue cuando Luz gritó a todo pulmón:

—¡Voy a llamar a la policía! —miró como un basilisco al viajero—. Yo no sé cómo se diga esto en judío, señor, pero usted es una amenaza para mi integridad; mire su altura, su figura de cuervo. No, ¡usted es una amenaza contra mi integridad moral y espiritual, ¡y para la de toda la comunidad de Oaxaca! ¡En realidad es una amenaza contra todos! ¡Hasta tiene engañada a su mujer! ¡Es mejor que venga la policía! ¡Que lo arresten como al demonio que es!

Marcó con su celular al 911 y pidió ayuda a sollozos, como si fuera la más desamparada de las mujeres.

Los viajeros salieron huyendo, corriendo con maletas echas con pánico, hacia las callejuelas vacías y oscuras de una colonia aislada de Puerto Escondido.