Constanza Eugenia Trujillo Amaya

Serpenteo la pendiente sin meandros; a mis espaldas, se alza un rastro de escarcha. Prefiero la pista roja, la que va del Klein Matterhorn hasta Zermatt. Es una cuesta profunda antes de alcanzar el pueblo de cabañas marrón. En un alto, me detengo un instante. Saco de mi bolsillo la acostumbrada pastilla de chocolate, un Toblerone. Observo los picos en nieve, el poliedro, cuya cúspide rasga los cielos, iluminada por un fulgor azafrán. Unos copos me advierten que la tormenta se avecina y siento una punzada en mi pierna derecha. Vislumbro, por unos segundos, la zozobra de aquel viaje en coche por una carretera en medio de la selva.

El cristal se cubría de vaho bajo el torrente de lluvia, dejando obsoleta cualquier función de los limpiaparabrisas. Era indispensable llegar antes de medianoche al yacimiento petrolero de Puerto Aventura, en plena selva amazónica. No lograban controlar una fuga de petróleo. Como ingeniero en jefe, era mi responsabilidad repararlo cuanto antes. De lo contrario, dejaría una huella indeleble en un paisaje inmaculado. El vuelo proveniente de Bogotá aterrizó con retraso en Puerto Limón, al sur del país. No tuve tiempo de tomar la única avioneta que volaba, a diario, entre las dos localidades. La decisión fue precipitada; a lo mejor, terca. Tomé la carretera a media tarde. Me dijeron que estaba en buen estado; eso sí, hasta cierto punto. Debía tomarme unas cuatro a cinco horas, pero una intempestiva borrasca me cegaba el camino.

La tempestad trajo a mi memoria el relato de un chamán durante un ritual de yagé, en el que participé de joven. Los recuerdos asaltaban mi mente en forma de retazos. El chamán narró la historia como si la viviera: «un manto amarillento, cubierto de pentagramas negros deambula entre un espeso verde. Me escondo. Mis pinturas ancestrales me disimulan. La tormenta arrecia y decolora, en parte, los rombos protectores de mi pecho. Menos mal que llevo el pectoral de colmillos. El jaguar me protege al igual que a mis ancestros. Mi abuelo me dijo que lo buscara al sur del río Putumayo, pero tal vez he perdido el rumbo. Me adentro en la senda del felino. Escucho su gruñido. Me agazapo. La oscuridad me domina. El veneno de alacrán en la punta de mis lanzas destella, lo atrae. Temo que se trepe a un tronco. Estaría a su merced. La prudencia vence. Solo él puede resguardar la madre tierra de la presencia de invasores, ávidos de fortuna».

El chasquido de los neumáticos me dio a entender que el pavimento se había agotado. Penetré en un camino roto, en medio de una noche sin luna, ausente de luceros. Agucé mi vista, quise traspasar ese torrente de agua, pero solo vi tinieblas. De repente, percibí las ruedas, del lado derecho, sobre el filo de un precipicio en medio de la niebla. Bajé mi mano sobre el timón y palpé, en uno de mis bolsillos, una tableta de chocolate.

El relato del chamán me cautivó a pesar de que estaba mareado por la bebida sagrada. «Lo veo entre los matorrales, prosiguió. Se yergue. Muestra sus colmillos. Salta, y toda su envergadura cubre el confín de mi vista. Roza mi costado derecho. Percibo el soplo de su aliento agrio, y se abalanza sobre una boa. Tomo un respiro y me seco los labios. Las pinturas de mi torso desaparecen en una aguada verde. Tienen un gusto amargo, lo mismo que el yagé. Mi piel reluce, cubierta de pequeñas gotas, por la unción de aceite, ofrenda de mi abuela».

Zigzagueaba entre ramas a la deriva, desgajadas por la carga de la lluvia y el bufido de los vientos. El camino se veló tras una vegetación azul y recia. Recordé el sopor que me produjo el yagé; el sorbo que me adentró en un sendero de fuga, entre un torbellino de espectros. «La cabellera negra, coronada de plumas cobalto, continuó la voz, rastrea un jaguar en medio de la selva, en el territorio ancestral de los Huitoto, en el alto Putumayo». Tomé otra pastilla de chocolate. El motor rugió. El horizonte se tornó marrón, se difuminó en amarillo, y unos luceros verdes me miraron desafiantes. Desde entonces, mi pierna derecha renquea al menor atisbo de temporal.