Rodolfo Fierro

Juan Antonio Rosado Z.

 

[Rodolfo Fierro], el matador de hombres desarmados, que el villista Martín Luis Guzmán había de llevar a la literatura de lo macabro…

José Vasconcelos

En el presente texto, amplío la coda que puse a mi ensayo «Revolución y revelación», publicado en el libro Avatares literarios en México (Universidad Autónoma de la Ciudad de México, 2017). En dicha coda, comparo dos cuentos emblemáticos de la llamada literatura de la Revolución Mexicana. Me refiero a «La fiesta de las balas» y «Oro, caballo y hombre».

«La fiesta de las balas», de Martín Luis Guzmán, y «Oro, caballo y hombre», de Rafael F. Muñoz son dos cuentos significativos sobre la Revolución. En ambos, el protagonista es Rodolfo Fierro (1880-1915), esbirro villista a quien se le apodó «el Carnicero». El tratamiento del personaje y los estilos empleados en ambas narraciones son muy distintos. Recurriendo a la hipérbole, Guzmán mitifica a Fierro, quien se convierte en un mito terrible e indestructible: «Su figura, grande y hermosa, irradiaba un aura extraña, algo superior, algo prestigioso y a la vez adecuado al triste abandono del corral». Sus próximas víctimas son animalizadas y luego cosificadas. Muñoz, en cambio, lo desmitifica al colocarlo como un ser humano que experimenta angustia y desesperación ante la muerte. La comparación y el contraste de ambos cuentos pueden arrojar luces sobre los recursos narrativos y descriptivos.

En «La fiesta de las balas», hay una estética del crimen. Sus dos primeros párrafos son de corte ensayístico y anuncian o exponen la poética del autor, su forma de concebir la literatura. En otro texto, Guzmán afirma que «la verdad literaria es la suprema verdad». Tampoco hay contradicción con el «Decálogo» que expuso en una entrevista con Carballo, donde Guzmán sostiene su convicción en la búsqueda literaria de esencias reveladoras, más que de «verdades» históricas. Al nutriste de lo legendario, aprovecha el recurso del humor negro. Por cierto, en otro texto, Guzmán personifica a las balas, les confiere características humanas; se titula «En el hospital militar»: humor negro y prosopopeya. Este tipo de humor que juega con la muerte, rasgo común en autores como Jonathan Swift o Thomas de Quincey, fue un recurso explotado en México sobre todo por Julio Torri en «De fusilamientos», donde los condenados incluso piden que les venden los ojos para no ver el deplorable espectáculo de los soldados mal vestidos, desarrapados… Alfonso Reyes recurrirá al humor negro en «La mano del comandante Aranda».

El título «La fiesta de las balas» nos remite a un aspecto del ámbito sagrado. Originalmente, la fiesta es un ritual en el que hay, por lo general, un sacrificio. La fiesta, la celebración, el rito pertenecen al mundo sagrado e implican la transgresión de las normas cotidianas. Por ejemplo, si se mata en el mundo profano, hay condena y castigo, pero si un sacerdote lo hace en el ámbito sagrado, la víctima se vuelve chivo expiatorio, hostia o víctima del sacrificio. Los participantes del rito salen del mundo habitual y penetran en un tiempo sin tiempo. Así ocurre en el relato de Guzmán: se anula el tiempo. La frase con la que en realidad se inicia la narración, «Aquella batalla….», equivale a «En aquel tiempo…» (In illo tempore). ¿Cuál batalla? ¿Cuál tiempo? No importa. Sabemos que Fierro mata colorados. El cuento, entonces, empieza propiamente después del asterisco y se inserta en un ámbito mítico más que histórico. Ya el título del libro donde aparece este texto (El águila y la serpiente) se refiere a un mito fundacional: el de una nación que nace con la revolución, si bien ese no era el título original del libro, sino A la hora de Pancho Villa, y el editor español se lo hizo cambiar a su autor, quien le presentó varias opciones. El editor optó por El águila y la serpiente. Aquí la figura de Villa es también mitificada.

Creo que todo mundo ha ido a una fiesta y tal vez se ha emborrachado y bailado allí. En la fiesta está contenida, implícitamente, la transgresión de las normas cotidianas o habituales. Se sale del mundo del deber, del proyecto, del trabajo, y se penetra en un tiempo sin tiempo. Se hacen e incluso se dicen cosas que uno no haría o diría en la oficina, en la escuela, en la calle… En las fiestas se rompen las reglas del mundo cotidiano. Nadie se pone a bailar o a tomar alcohol en la oficina o en la escuela. En una misa, en cambio, el sacerdote mata a la víctima y los participantes hacen canibalismo ritual y además beben su sangre.

En el cuento, al igual de lo que ocurre en todo sacrificio, las víctimas se cosifican, pero en el texto, además, se masifican: son como una sola víctima, una sola masa de carne (los colorados). En el ritual, se sacrifica siempre lo más valioso, lo que los dioses aprecian más. En este caso, la víctima es primero animalizada. Cuando los prisioneros están en el corral, son descritos de la siguiente forma: «Eran de la fina raza de Chihuahua: altos los cuerpos, sobrias las carnes, robustos los cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas vigorosas y flexibles».

Ya en el momento de la masacre, Guzmán describe los hechos con imágenes nítidas y memorables, que dejan huella sensorial: «Algunos prisioneros, poseídos de terror, caían de rodillas al trasponer la puerta; la bala los doblaba. Otros bailaban danza grotesca al abrigo del brocal del pozo hasta que la bala los curaba de su frenesí o los hacía caer, heridos, por la boca del hoyo». En pocas líneas, el narrador presenta una imagen donde intervienen la víctima anónima, el victimario y la bala: estética del horror. Además, la imagen de la danza grotesca, del baile, nos remite a la fiesta: es, sin duda, humor negro.

El autor nos remite al apogeo del poder de Fierro; por lo tanto, este último no podía ser sino un personaje estático, plano, que no cambia. El autor buscó la esencia de un personaje histórico, pero también recurre al humor negro al presentarnos un detalle terrible. Notemos el inmenso contraste entre la víctima-masa, la gran carnicería de Fierro, y su pobre dedo después de apretar tanto el gatillo: «Luego notó que le dolía el índice y levantó la mano hasta los ojos. El dedo estaba hinchado de tanto disparar», y acaricia a su dedo y lo mima. Después de algo tan masivo, tan sanguinario, el detalle resulta terriblemente irónico. El dedo es algo minúsculo en comparación con la masacre. Aunque ya se había mencionado varias veces el dedo de Fierro, esta repentina y final miniaturización como elemento de contraste produce un efecto sorpresa y adquiere dimensiones grotescas. Tal vez este detalle revela el horror mucho más de lo que ya de por sí lo hacía el narrador con las descripciones de las acciones. Me parece una nueva revelación del horror, y revela también una sicología. El sádico obra con privilegio sobre sus víctimas. El protagonista de «La fiesta de las balas» es el único personaje con una identidad. Todo lo demás es anónimo.

La crueldad se acentúa cuando Fierro manda matar al sobreviviente que ruega por un poco de agua. Ya nos enfrentamos a un individuo particularizado. El asistente titubea cuando Fierro le da la orden de matar al sobreviviente. Pero el asistente no es sino una extensión de Fierro, como también lo es la pistola. El asistente sabía bien que moriría si no hacía lo que deseaba su jefe. El deber de todo soldado es obedecer, acatar órdenes; de lo contrario, se le considera traidor y se le castiga. El miedo hace obedecer. Al final, Fierro se queda dormido en un pesebre, que nos remite al pesebre evangélico.

Hay que aclarar que casi desde el principio del cuento, el narrador alude al dedo de Fierro (por ejemplo, cuando mata al pájaro, se afirma que el dedo del hombre se transforma en pistola). Me parece importante porque Rafael F. Muñoz también se referirá a este dedo índice (una sola vez) quizá como un guiño a Guzmán. Fierro es —cito a Muñoz— un «matón brutal e implacable, de pistola certera y dedo índice que no se cansó nunca de tirar del gatillo». Con esta cita, resulta claro que el autor de «Oro, caballo y hombre» leyó el texto de Guzmán.

El estilo de Rafael F. Muñoz es más sencillo y económico. El autor no mitifica a Fierro; más bien lo desmitifica y a la vez lo vuelve más redondo y sicológico: a diferencia del Fierro de Guzmán, el de Muñoz es un personaje dinámico, pues se transforma, de modo que el Fierro del inicio no es ya el mismo que el del final, cuando incluso se animaliza. En la narración de Muñoz, es notorio el pánico del protagonista y por ello se trata de un cuento más sicológico, si bien el personaje resulta de una sola dimensión. Al final pierde su humanidad: es contundente la metamorfosis de Fierro a causa de su soberbia (hybris), como ocurre en el mito de Dédalo e Ícaro. Antes de perecer, Fierro quiso decir algo, pero medio ahogado por el cieno, «sólo lanzó un alarido gutural como de un orangután en la selva». Acaso el recurso de la animalización no sea gratuito: la palabra «orangután» significa «hombre de la selva», es decir, salvaje.

El título de Muñoz resalta la importancia de los tres símbolos de la historia: el oro (la perdición), el caballo (el instinto de supervivencia y tenacidad), y el hombre (ambición y personalismo). Si en Guzmán, Fierro es como el sacerdote que realiza un rito sanguinario, en Muñoz es sólo un hombre de carne y hueso vencido por la ambición; es un individuo que posee mucha mayor sicología. No es ya una máquina de matar ni un sacerdote todopoderoso que lleva a cabo un sacrificio masivo. En Muñoz, además, se nos revela que Fierro fue antes ferrocarrilero. Hay una dimensión biográfica o histórica del personaje, la cual le confiere más humanidad.

Escenarios y atmósferas son nítidos: «los jinetes se levantaban sacudiéndose y si la bestia había quedado tirada en el fango helado, con las manos le cerraban la nariz y el hocico para que en un supremo esfuerzo por libertarse y respirar, el animal volviera a ponerse sobre sus cuatro patas». El narrador acerca al lector al espacio de los acontecimientos, pero no da muchos detalles. Proporciona los necesarios.

El cuento de Muñoz posee moraleja: ¿a qué nos lleva la ambición? Todos se lamentan por la pérdida del oro y del caballo; nadie por la del hombre. El pavor ante la muerte está más dibujado en el caballo; por eso nos duele más el animal, que se resignifica por su resistencia hacia el peligro, y dicha resistencia contrasta con la necedad ambiciosa de Fierro. Lo que más duele es, en efecto, la muerte del caballo porque el autor nos acerca mucho al equino; se focaliza en él. Hay un acercamiento, un close-up. Se siente el dolor y los resoplidos del animal: su desesperación, su resistencia instintiva al peligro que, como ya dije, contrasta con la necedad del auténtico «bruto» que está sobre él. El lector mira los ojos, la nariz, las pezuñas del caballo, las heridas y la sangre de las espuelas. El animal se vuelve entrañable. En este cuento, también hay un excelente uso de los registros lingüísticos.

Ambos autores, con estilos distintos, muestran dos perspectivas sobre un general, pero en momentos distintos Fierro es ya parte de la «mitología» de la Revolución Mexicana. Hay una laguna con su nombre.