Juan Antonio Rosado Zacarías

Esa noche, el capitán Lemuel Gulliver recordó la frase «pobres seres vivos en este envilecido mundo». Se acordó de Omar Kheyyam, el poeta persa del siglo XI, y de sus versos:

En este envilecido mundo, has de contentarte

con muy pocos amigos. No quieras que perduren

tus simpatías. Cuando estreches una mano

pregúntate si ella te golpeará algún día.

Invadió su memoria el misterio de la carta que el mundo nunca le escribió a Emily Dickinson, pero que ella trató de escribirle en unos cuantos versos. Deprisa, nervioso, acudió a la desértica pampa sudamericana. Quería recibir las noticias más simples de la naturaleza y su mensaje entregado a manos invisibles. ¿Por qué a la pampa y no al lago de Walden? No lo sabe ni lo sabrá jamás, pero así fue. Y nada se hizo visible; solamente algunos gauchos que de lejos lo juzgaron con cierta ternura y benevolencia interpretada como irónico desafío. Su mente perturbada lo condujo a un barrio de Buenos Aires, a una calle inmersa en un rocío frío y trémulo. Era una mañana de invierno. Una niña carirredonda de pelo esponjado caminaba con un globo terráqueo semejante al del Gran Dictador de Chaplin. Gulliver se acercó a ella y con voz dulce le dijo:

—Hola, niña. Yo también he pensado en el mundo.

La niña se detuvo y respondió:

—Está demasiado demacrado. Creo que le duele el Asia.

—¿Lo vas a llevar al médico?

—A mi casa. ¿Y por qué esa cola de caballo en el pelo, che?

—Interrumpí mi ocio y me puse a trabajar.

—¡Vaya respuesta! Pues mirá, el mundo es muy lindo así como lo traigo, como maqueta, porque el original es un desastre —la niña colocó el globo sobre el suelo, se puso en cuclillas y lo abrazó, colocando la mejilla sobre África.

—¿Está muy pesado tu globo?

—Eso siempre. ¿Vos sabés? Es un manicomio redondo. ¿Lo habrá patentado Dios? Yo lo compadezco, al pobre mundo. Debe de ser molesto para él no poderse rascar cuando le pica algún lugar, ¡y vaya que nunca lo he visto tranquilo! Algún país anda fastidiando un día, y luego otro, y luego otro y otro. ¿A dónde tirarán un país cuando se gasta? Decime vos.

—Y yo cómo voy a saberlo —el hombre hizo un gesto de preocupación.

—Pensé que los adultos todo lo sabían. Ayer, después de oír las noticias de la actualidad mundial, me le quedé viendo de frente —la niña abrazó con más fuerza al globo—; «pobre mundo», me dije, «si tuvieras hígado, ¡¡qué hepatitis, ¿eh?!!». Y después pensé que con tantos disgustos, el pobre enflaquece. Pero, ¿sabés? Nadie habla de Noruega. Solamente se habla de países donde hay bombas, huelgas, asaltos, cañonazos, crímenes, racismo, revoluciones… La violencia tiene más rating que el mismísimo bacalao.

—Creo que eso lo leí en una historieta de Quino.

—¿De verdad? —la niña se acomodó el moño y de nuevo recargó la mejilla, ahora en Norteamérica—. Pero hay muchos tipos estudiando los problemas de este loco redondo; sus problemas de sobrepoblación, armamentismo, violencia… Ayer escuché el programa «Cada hogar un mundo» y me pregunté: ¿será una campaña sicológica para desprestigiar los hogares?

—Ja, ja… También lo leí en Quino, pero no recuerdo si fue en su libro Potentes, prepotentes e impotentes. ¿Lo conoces? ¿O se lo oí a mi equino?

—¿De qué sexo será el mundo? Se lo pregunté el otro día, ya cuando me di por vencida después de tanto mirarlo, pero no me respondió. Hay otros planetas y nadie se hace responsable por los accidentes del mundo, y los extraterrestres se han ahorrado una desilusión.

—¿Y tus padres, niña? Por cierto, ¿cómo te llamas?

—A mi papá le acabo de decir que el diccionario es una porquería. Allí dice que «mundo» proviene del latín mundus, pero lo que interesa saber —la niña alzó la voz e hizo un gesto de enfado— ¡no es de dónde viene, sino a dónde va! Y mi mamá lloraba mientras picaba cebolla. Le llevé este globo terráqueo y me preguntó qué hacía yo con eso allí. Le respondí: «Pensé que te interesaría llorar por algo más altruista que una cebolla».

—Muy bien… Creo que se me hace tarde.

—¿Tan temprano?

Lemuel se despidió de la niña, quien permaneció con el globo en una actitud maternal, como la naturaleza con ese otro niño, algo mayor, en la novela Los ríos profundos, de José María Arguedas. Entonces cayó en cuenta de que Quino había escrito e ilustrado las anécdotas más célebres de esa niña, pero ¿dónde? El marinero, de vuelta en casa, no pudo pensar en mejores respuestas a la breve carta de Emily Dickinson.

 


Este texto fue publicado originalmente en la Revista hispanoamericana de literatura. Pertenece al libro, aún inédito, Grandezas de Liliput.