León Bejar Wasongarz

La luz de una luna roja se puso en el horizonte helado.

Hacía un frío devastador. Llovía. Era el cálido primer encuentro con los montes que me albergarían por un tiempo; los árboles, estremecidos por ráfagas de un viento letal. Granizaba.

En la tienda daba mi aventura por iniciada. Me había perdido, tal como lo planeado, en las zonas inexploradas del Tepozteco. «Acepté» una choza roída y putrefacta de un taxista que se parecía a Sancho Panza. El buen hombre insistió en detener mi expedición:

—Esas zonas inexploradas—hablaba de peligros absurdos — pueden ser peores que la misma muerte. Hay gentes que se han ido allí y que no han muerto, y si el frío no las mata, seguro que… ¡Dios mío! ¡No vaya allí, buen joven! Fue un error construir esa choza. La abandonamos por algo. Son tierras crueles. Le ruego que no vaya.

—Le doy quinientos pesos. Sólo dígame cómo llegar.

—No hace falta que me pague tanto. Le diré el camino…

Llegué sin peligro alguno, siguiendo las instrucciones del confundido taxista. Albergado en su pequeña choza, que construyó años atrás, yo escribía, mirando las estrellas, lejos del mundanal ruido. Y esto era lo que quería.

 Elegí tener allí mi Delirium tremens. Era un método radical que me aplicaba cuando el alcohol amenazaba de nuevo con destruir mi vida: subía a la montaña y me aislaba de la civilización mientras el alcohol abandonaba mi sangre. Podía ponerme muy violento y las alucinaciones compartían un carácter demencial que con los años se hacía más fuerte. Esta era la cuarta vez.

Volví a beber después de una pelea de lunáticos con Cintia. Me escupió el anillo de bodas y lo tiró por el retrete. En medio de aquel caos, me llamó mi editor para cancelar el contrato de mi última novela. —El dictamen de ventas, mi estimado Leibel, ha rechazado tu libro. Pensamos que es demasiado intelectual. No dejes de enviarnos nuevas propuestas —me dijo con pompa el cabrón, y colgó, mientras Cintia gritaba y arrojaba platos al suelo. Después exclamó:

—¿Cómo qué demasiado intelectual? ¡Sabes bien, Leibel, que es un gran libro! ¡Tú me lo dijiste así! ¡Y el pinche contrato, y todo el trabajo, a la mierda!

Para defender su falaz prestigio, al día siguiente llegó una carta del editor:

«Te daremos una compensación. Lo siento, Leibel. Seré franco: nunca leí el libro. Te dije lo que dije porque antes había más ventas. Tu novela anterior sacudió el mercado. Y el departamento encargado de calcular esta necesidad ha concluido que, por compleja, la novela costará demasiado sin ser redituable. Puedes ir a una editorial más pequeña. No hay problema ni resentimientos. Siempre podrás traernos textos más asequibles al nivel del público. El contrato se anula a partir de la decisión del Consejo Editorial. Como se estipula, se te pagará una compensación. Quince mil pesos».

—¡Leibel! ¡Voy a largarme, carajo! —Gritó Cintia, con ojos de poseída, al ver la carta. Arrojó una serie de copas y platos, que se estrellaban directamente contra mi paciencia.

—¿Quince mil? —repetía iracunda— ¿Por tres años de trabajo? Son unos cabrones. Unos cabrones sin alma. ¡Váyanse a la chingada, bola de estafadores! El libro es bueno, ¡pendejos!

La verdad es que jamás leyó el libro. Ni ningún otro, que yo sepa. Luego concluyó que yo era el verdadero culpable.

—Eres un completo y absoluto idiota. ¡Era un contrato de millones! ¿Y todavía sacando el pechito en lugar de escribir lo que quieren? ¡Pendejo! ¿De qué pensabas que íbamos a vivir? Me voy con mi madre. Lo lamento, Leibel, quiero el divorcio. Voy por mis cosas y me voy.

—¿Te quedarías si el contrato siguiera en pie?

—Sí, pero con el tiempo me iría porque tú nunca has estado en pie, ni lo estarás nunca. Me marcho. Ya no llores. Es lo que es.

Estaba berreando, empapado en mocos, iracundo y triste. Ella era una puta que estaba conmigo por dinero. La editorial no asumía mi novela como una de sus putas porque las putas no debían ser tan intelectuales. Y Cintia había destruido todos los platos. Ahora empacaba con frenesí en la habitación de arriba. La odiaba y quería matarla, sentimientos del todo recíprocos. Pero sabía que sin ella, sin ella no seguiría sobrio.

Bajó con tres enormes maletas y un vestido rojo muy ajustado. Apeada en la puerta de entrada, me miró, con sus ojos de leopardo, con un último desdén escupió al aire, soltando insultos. Llegó el taxi que pidió. Mientras forcejeaba con las maletas en la puerta, la sujeté con fuerza y le pegué un bofetón. Gritó y me escupió; luego me pateó con fuerza en los huevos y se fue para siempre. Debió decirle al taxista que «ya lo había arreglado todo» y partieron en seguida.

Con más dolor que sangre, como poseído, caminé cojeando a la licorería. Compré dos botellas de whiskey barato.

Tan solo la primera copa me devolvió al mismo sendero decadente, decorado por miles de botellas, a aquel patético e insondable laberinto que yo pisaba por cuarta ocasión.

De eso tiene un mes. Cintia dejó en mí un huracán de dolor. Un día me visitó mi padre y hallándome tirado entre vómito y alcohol, me cuidó por los dos días siguientes. Era ya muy anciano y precisamente por eso se había vuelto compasivo. Después de la muerte de mi madre y con mis hermanos viviendo en Europa, se había quedado muy solo. De ser su hijo más rebelde y lejano, me volví el más cercano.

Tiró todo el alcohol de mi casa y me preguntó que qué iba a hacer, que si quería internarme en un centro para alcohólicos. Le dije que iba a hacer lo mismo que en mi recaída anterior: aislarme en las montañas. Era un método que desaprobaba por peligroso, pero que terminó por aceptar.

Así fue como llegué a Tepoztlán.

De la central tomé un taxi al municipio de Cuaquiáhuac, cerro arriba del pueblo. Nos internamos en el bosque hasta que ascendimos unos cuarenta kilómetros y ya no había vereda.

—¿Lo dejo aquí? —me preguntó Sancho Panza. La similitud con la figura cervantina no dejaba de arrancarme carcajadas. Muy bajito, gordo, mi taxista llevaba una levita de cuero en la cabeza y una vieja camisa deshilachada, donde se desdibujaba una mula escuálida. Su rostro severo pero amable se sonrojó cuando le dije que, aun cuando no podía explicarlo, él era idéntico a Sancho Panza.

—¿Cuánto le debo, buen hombre? Aquí bajo.

—¿En verdad piensa quedarse aquí? Sabrá usted.

Me advirtió, de nuevo, sobre los peligros de esa expedición de la cual, con genuina ternura, quería desligarme. Le dije que nada me importaba y repetí mi pregunta:

—¿Cuánto le debo?

Entonces me habló de la chocita, lejos en kilómetros, en que ahora me refugiaba. Me indicó el camino con cierto remordimiento. Sacudía la cabeza ante la idea de «aquel peligro» que yo ignoraba. Parecía sentir una inmensa culpa.

Le di doscientos pesos como agradecimiento. Bajé del auto. El sol calentaba muy poco, amenazado por densos nubarrones de tormenta. Me sequé el sudor y comencé a subir. Caminé por lo menos seis horas, atizado por mosquitos e insectos, hasta que agotado, divisé la pequeña choza abandonada entre maleza espinada y árboles gigantes. Los grillos cantaban y la noche descendía fría, siniestra.

Era increíble, pero tenía un poco de señal el móvil. Guardé el número de Sancho Panza que había tomado de una de sus tarjetas; consulté la brújula tras comprobar que los mapas de Google no podían penetrar allí y daban una ubicación muy alejada a la mía.

Me encontraba a una altura considerable, en la cordillera suroeste de las sierras desprendidas del Tepozteco, pero muy lejos de él. Seguía en Tepoztlán, pero había avanzado muy al oeste y muy al sur; podría estar en Jiutepec o quizá hasta colindando con Cuernavaca. La inmensidad del bosque me absorbió, el aire que soplaba cada vez más me envolvía en la infinitud. Como lo planeado, estaba perdido.

La choza era de una madera rancia, húmeda y podrida. Por dentro medía poco más que una cama matrimonial. No había nada excepto las ruinas de unas piedras en círculo, apostadas en el agujero de la entrada como señal de la única puerta. El techo, si puede llamarse así, era de palmas casi deshechas, repletas de humedad. Por sus huecos aquel cielo maravilloso se inmiscuía con su magia.

Me senté sobre la madera y abrí mi mochila, saqué la bolsa de dormir y armé mi tienda de campaña dentro de la choza.

Ocupaba todo el espacio y acabó por deformar aún más el techo de palmas. Forré con periódicos la tienda y terminé el refugio. El único rincón que quedó como antes era el círculo de piedras. Acabé por comprender su uso y que allí debía armar una fogata. Cosa urgente: el frío me estremecía. Me sentía orgulloso de mi refugio pero necesitaba leña, y pronto, porque empezaba a anochecer. Saqué mi bolsa de provisiones de la maleta y me bebí media cantimplora para aliviarme la sed. Comí un poco de pan del que había traído, con mucho cuidado de racionarlo.

Toda esta actividad me había distraído de la abstinencia, que me embistió de pronto. Mientras buscaba leña en el bosque, un dolor punzante en el pecho me hizo retorcerme. La ansiedad se me disparó. Alcohol. Necesitaba un trago. Y por ello estaba donde estaba. Mientras continuaba recogiendo leña, percibí de pronto que, en mi mano, una rama gritaba y gemía, luchando por gesticular la más cruenta agonía en una boca que nacía, bizarra, de la madera. Grité y la solté. Había empezado el Delirium tremens. Y sabía que esta vez sería mucho peor que las anteriores.

Logré recolectar leña suficiente y encender una fogata. Prendí un cigarrillo y escuchaba los susurros de las creaturas nocturnas. Salí y me embobé mirando las estrellas. «Voy a estar bien». «Sí, cómo no».

A la luz crispante del fuego, saqué de mi maleta un cuaderno. La pluma, atenta. Pero no sabía qué escribir. Intenté dibujar el cielo. Frustrado y sin pensarlo, de pronto garabateé: «Estos bosques de la diosa Natura acallarán mi dolor, apaciguarán mi llanto y curarán mi alma».

Y me repetí esas palabras un centenar de veces.

La intensa angustia por la ausencia de alcohol me hizo detenerme. Temblaba y sudaba. Lo mejor era dormir para calmarme. Apagué el fuego y me encerré en la tienda. Me abulté en la bolsa de dormir y cerré los ojos.

El soplar del viento y el concierto de grillos me acunaron y llevaron a un sueño que la abstención teñía de ansiedad. No supe qué soñé, pero amanecí temblando, empapado en sudor y orina. Luchaba contra un inconsciente herido que no podía recordar sus sueños, solo su calidad terrorífica.

Abrí los ojos a las seis de la mañana. Le quedaban unos minutos de batería y una inverosímil barra de señal a mi celular. Me descongojaba cuando el pitar insoportable del móvil irrumpió en aquellos bosques. Cargaba un mensaje fatal. Era mi padre que, después de centenas de intentos, me había logrado localizar. Tenía la voz angustiada y seria. Me parecía que en sus palabras solo habitaba un inmenso dolor.

—¡Leibel! —exclamó— ¡Al fin te encuentro! Sé que estás muy lejos, hijo. Más bien no sé dónde estás…. Pero, ¿no será cerca, verdad? Desearía no tener que molestarte… Yo… Yo… Yo voy a morir, hijo. Esta mañana el médico me ha encontrado un tumor inoperable en el cerebro. Y la cabeza se me ha hinchado como globo.

—Pero, papá, no…

—Este cáncer solo me dejará vivir por dos o tres días más. Me han comprobado que no puede ser más, me lo han demostrado categóricamente y me han dicho que debería despedirme de quienes… Bueno, Leibel, te ruego que vengas a verme. Solo necesito despedirme de ti. No me extraña que tus hermanos no vayan a venir. Creo que me extrañaría que vinieran. Pero igual eso no importa. Tú eres todo lo que tengo. Lo único que me importa. Mi única herencia. Mi único orgullo. Leibel, necesito verte antes de partir.

—Papá… Estoy… Estoy realmente lejos. Y es un descaro, uno más, de mis hermanos, pero me estás pidiendo que corra una carrera demencial…

—Tal vez. Tal vez. Van a darme inyecciones ahora. Ven, por favor. Estoy en el Hospital Ángeles del Sur… No. No voy a abandonar la vida hasta que vengas. Esperaré. Ven rápido, hijo. Necesito despedirme… Por favor…

—Pero, papá, yo…

La llamada se cortó: el celular se quedó sin pila. En el silencio irrumpían los pájaros cantores mientras el sol salía en el horizonte.

Mi padre iba a morir y yo tenía que despedirlo. La ingratitud de sus otros hijos no lo dejaría solo. Se reuniría con mamá y yo debía honrarlo. Al conocer su terquedad, sabía que aguantaría el aliento vital todo lo que me tomara regresar. Quería mucho al viejo, nunca se rindió conmigo, y yo no me rendiría.

En el frenesí, decidí dejar atrás la tienda y las provisiones innecesarias. Me disponía a bajar hasta donde yo creía que me dejó Sancho Panza para buscar a cualquier buen samaritano que pudiera acercarme a Cuaquiáhuac, con el fin de llegar a Tepoztlán y luego tomar un autobús a la ciudad.

Tomé el compás de la brújula y comencé a descender por la dirección en que había subido. La ansiedad me carcomía al desconocer el terreno cada vez más. De pronto, la brújula comenzó a girar sin sentido. ¿Se descompuso? Pretendí no hacer caso y continuar, corriendo en descenso. Hasta que tuve que detenerme por las piernas exhaustas y la mente quebrada. Ahora sí estaba por completo perdido, sin la menor pista de dónde podría hallarme. El terreno me era desconocido, y sin poder asumir la desesperación, solo seguí andando. Y así continué caminando por muchas horas, alienado en el dolor, inmune al tiempo.

Reaccioné a aquella inercia hasta pasado el mediodía, porque comenzó a llover y el viento azotaba los árboles. No sabía qué hacer. No sabía si había algo que hacer. La brújula no servía. Había recorrido muchos kilómetros y no tenía ni la menor idea de dónde podía estar. Cada paso me confundía más. Me apeé en un árbol, agradecido de no haber dejado la chamarra atrás, y me abracé con la idea de calentarme. Pensé en un vaso de whiskey mientras temblaba. No pude sentarme y, de pronto, sin lógica alguna, me convencí de la idea de seguir descendiendo en una línea recta que trazó mi mente. Tenía que encontrar algo o a alguien. En el absurdo de las cosas, reanudé la marcha. Aumenté la velocidad para no pensar en alcohol ni en mi padre.

Caminé en esa supuesta línea recta por horas. La lluvia me empapaba y envuelto en la chamarra me frotaba las manos gélidas. Solo infinitas millas de bosque me atizaban de culpable incertidumbre. Comprendí la triste diferencia entre perderse a consciencia y perderse por completo; entre la suave confusión ante lo desconocido y la implacable condena del absoluto extravío. Era un castigo justo. Había cruzado la delgada línea entre perderse para encontrarse y perderse para jamás volver. Pagaba las consecuencias de mi imprudencia.

 La única razón para volver era la absoluta necesidad de llegar a tiempo para despedir a mi padre. Solo por esto seguí caminando.

Las hierbas se mecían. Los árboles se erguían siniestros y mi única certeza era que bajaba. Helado hasta los huesos, de súbito me puse a llorar.

¿Qué iba a hacer? ¿Hacia arriba, hacia abajo, hacia la derecha o hacia la izquierda? Las gotas se transformaban en pequeños riachuelos en la grava montañosa, y sin pensarlo, opté por seguir su flujo, seguir bajando. Imaginé que los ríos eran de vodka y mi corazón se aceleró. Me golpeé la cabeza contra un árbol y maldecí, moribundo, a los cuatro vientos. La esperanza se escapaba de mí, deslizándose como la lluvia, y estaba a punto de perderla del todo. Seguía caminando y llorando. Concluía que había fracasado. Casi al dar la bienvenida a la muerte, un suave aroma a tortillas cocinándose surcó mi olfato. Mi corazón galopó de alegría. La vida volvió a mí. Moría de hambre.

Seguí el olor delicioso, extasiado. Bajé hacia una ancha hondonada y caminé hasta encontrarme frente a una casa inmensa, rústica pero muy lujosa, de fina madera y con dos pisos. Desde el segundo pude ver cómo la luz eléctrica iluminaba dos elegantes ventanas frente al crepitar de la lluvia. En la parte de abajo y al centro, había un rellano edificado como una cocina inmensa. Estaba construida con losetas de piedra color tierra, excepcionalmente labradas. Allí, sobre un horno ardiente, una mujer cocía tortillas.

Me di por salvado. Mientras me acercaba a la señora, agradecí al cielo, mientras me acercaba a la señora Pecaba de inocencia al pensar que ella no me había visto. Me deleitaba con el carbón y el olor a maíz. Entré a la estancia, por fin fuera del alcance de la lluvia. Me dirigí a ella como si encontrarla fuera la mayor alegría del mundo.

Ella me estudiaba en silencio. Era muy bajita, de piel apiñonada, regordeta, de manos curtidas y la cara cubierta de carbón y suciedad. Me miró con sus ojos negros fijamente, y su mirada era la combinación entre el misterio y el miedo. Apartó la mirada y me dijo con una voz carente de alma:

—Jovencito, ¿cómo llegó aquí? Tiene que irse. Aquí no puede estar.

— ¡Señora! Por fortuna la encuentro, me he perdido y verá que…

—Aquí no puede estar —me interrumpió.

—Pero necesito ayuda, estoy perdido y…

—Aquí no puede estar.

—¡Me está matando! ¡Sólo escúcheme! ¿Tiene un teléfono? Yo tengo dinero. Le daré lo que me pida si me deja hacer una llamada.

—No… El patrón va a enojarse. Váyase ya de aquí. Aquí no puede estar.

—¡Doscientos pesos si me deja usar un teléfono! —exclamé desesperado.

—Así no funcionan las cosas. Si el patrón se despierta y lo ve aquí, voy a tener problemas. Por eso le pido que se vaya. Aquí no puede estar.

—¿Quién chingados es el patrón? Señora, míreme, llevo horas perdido, bajo la lluvia. ¡Míreme! Me estoy congelando. No puede echarme así. Le ruego que… que me ayude por piedad.

Por un breve segundo, me sostuvo la mirada.

—Puedo darle una sopa de tortilla. Se la come y se va.

|Asentí, hambriento. Encendió un comal y calentó una olla que desprendía olor a copal. Sirvió la sopa y me la dio en un plato de porcelana. Luego me extendió una cuchara de plata.

—Coma. Rápido. No vaya a despertarse el patrón…

Me devoré la sopa como un loco. El calor del caldo me reanimó. Intenté calmarme. Seguro que podría darme a entender.

—¿Dónde estamos?

—Ya terminó la sopa. Ahora, váyase por favor. ¡No puede estar aquí!

—No tengo dónde ir, ni se cómo llegar a ningún lado.

—Si no se va, voy a tener que llamarle al patrón. A mí no puede irme tan mal como a usted. Usted no le gustará nada… No le gusta el cabello largo como el suyo. Usted no le gustará nada.

—Por piedad. Le ruego por Dios que me ayude.

—Hacia allá —apuntó con el brazo hacia abajo e inclinó los dedos a la izquierda, proyectándolos en el bosque con firmeza—. Si sigue hacia allá por muchos kilómetros, estará en la Sierra de la Estrella y podrá bajar hasta Cuernavaca. Tiene que irse ahora. Aquí no puede estar.

—¡Cuernavaca! —exclamé sorprendido—. ¿Estamos tan lejos de Tepoztlán?

—Estamos más cerca de Cuernavaca por mucho. Mire, señor, a mí van a castigarme por esto. Y no puedo. Voy a tocar la campana si no se va ahora mismo.

De entre sus ropas harapientas, sacó una campana de tamaño considerable Brilló un momento en silencio. Parecía de oro. Luego dijo:

—Y el patrón va a matarlo. Le gusta hacerlo muy lento. Pero usted no va a gustarle nada a Don Eladio. ¡Váyase! ¡Largo!

Las súplicas no sirvieron de nada. Un miedo devastador se apoderó de mí. ¿Don Eladio? ¿Quién era ese? La sopa de tortilla fue la única ayuda. Percibía un peligro macabro que no terminaba de comprender. Y ante la mirada amenazante de la señora, me acomodé las ropas empapadas y me marché con pesadez. Seguí el rumbo sugerido hasta dejar atrás el extraño lugar.

No me había secado ni un poco cuando la lluvia me azotaba de nuevo y la confusión y el miedo se apoderaban de mi mente. Deseé con todas mis fuerzas el calor de un brandy, ante cuya imagen enloquecía. El sabor fantaseó en mi boca. y Mis labios, cada vez más azules por el frío, temblaron de una angustia que la tormenta solo podía empeorar.

A pocos metros de la hondonada, perdida entre la maleza y para mi extraña fortuna, encontré una bicicleta oxidada. Aún servía. El peculiar hallazgo me dio fuerzas y, pensando en mi padre, con prisa subí a ella y pedaleé en descenso, siguiendo el dedo de la cocinera.

Mi cuerpo estaba quebrado y los árboles se convertían de pronto en botellas gigantes. Súbitamente, el bosque era de árboles cristalinos de botellas de whiskey. Grité, golpeándome, hasta fijar de nuevo a los árboles como árboles. «Tengo que guardar la calma. No puedo ceder ante el delirio». Me froté los ojos, azorado, y seguí pedaleando, con la intención de engañar a la abstinencia. Pedaleé durante poco menos de una hora como un absoluto demente.

 Me sentía sin fuerza alguna y me detuve. El paraje era exactamente igual. No había llegado a ningún lado y con dificultad seguí el dedo de la señora.

Había recorrido kilómetros y kilómetros y seguía perdido. Comenzaba a anochecer cuando comprendí que no llegaría a ninguna parte. Seguía una dirección fantasma y debía estar lejísimos de cualquier población. A ese paso, no sobreviviría. Iba a morir perdido. Internado en esos bosques, daba igual hacia dónde me dirigiera. Y el único rastro existente era el de las ruedas de la bicicleta sobre la tierra. Con la lluvia, pronto se perdería toda dirección lógica. ¿Debía volver atrás? Si quería vivir, no había alternativa. Me debatía desamparado hasta que decidí regresar, siguiendo las huellas de la bicicleta, a aquella casona en medio de la nada.

Mi vida dependía de ello.

Maldije mi suerte y puse camino marcha atrás. Tenía que hablar con el tal Eladio. Le ofrecería un buen dinero y me ayudaría a volver. No creo que me haga daño, ¿con qué objeto? Si quiero vivir, necesito su ayuda.

Avanzaba atizado, pensando en que Eladio sería un hombre razonable y que lograría convencerlo de prestarme ayuda. La ironía de la vida puede ser exagerada a veces, porque justo cuando llegaba de vuelta a la hondonada, al acercarme a la pared exterior de la casa, encontré lo que parecía un contenedor de basura con extraños dibujos en sus bordes, a modo de grafitis incomprensibles. No me interesaba la basura de Eladio, pero, por esta ironía, sin más razón que curiosidad, abrí el contenedor.

No había basura en lo absoluto.

Debajo de la lámina metálica descubrí la protección, muy bien colocada, de una malla de plástico. Había un montonal de periódicos, cientos de ellos, apilados con un orden imposible de entender, bien conservados y protegidos de la lluvia.

Hirviendo de curiosidad, solté la malla y me puse a examinar. Todos los periódicos superiores eran colombianos. Hasta arriba, El Sol de Cartagena, y luego El corazón de Colombia. Más abajo se apilaban diarios mexicanos y por último un montón de diarios estadounidenses. Lo más perturbador era que todas las fotografías de todos los diarios habían sido mutiladas del rostro. Habían cortado con cuidado sus cabezas y dejado un vacío tenebroso.

Estaba fascinado en mi investigación cuando me di cuenta de que en realidad, a pesar de que había cientos de diarios, solo había cuatro noticias. Todos los ejemplares eran publicaciones derivadas del mismo protagonista: Eladio Linacera. Y como quien no es capaz de detenerse frente al miedo, me puse a leer la nota que estaba hasta arriba, de El Sol de Cartagena

Sin aliento, leí: Desaparece torturador del Cartel de Medellín. La nota exponía al capo Eladio Linacera, un torturador del hampa considerado como uno de los hombres más crueles del mundo. Se describían varias de sus horrendas torturas, que le habían dado el nombre de «el Carpintero», porque construía con huesos como arcilla y con sangre como barro. El hombre, desquiciado, había desaparecido en las sierras de Morelos, diez años atrás, y se le había dado por muerto.

Todas las diferentes notas coincidían con estos hechos.

Me encontraba ante el depredador más peligroso del bosque. Mis manos estaban congeladas y no había espíritu en mí, solo pánico. Me escondía tras el contenedor. Yo era un total idiota. ¿Por qué mierdas había vuelto?

La puerta de la casa se abrió con un rechinido. Salió lentamente, cojeando y con un bastón dorado cuya punta era una calavera, un hombre muy alto que respiraba con dificultad. Podía verlo solo de perfil, y en su mejilla izquierda, se dibujaba una cicatriz horrenda, cosida por un hilo negro. Movió la cabeza y sus ojos me congelaron: estaban vacíos, ciegos, sin luz ni vida, dilatados en un blanco espeluznante. El hombre caminó trabajosamente y encendió un habano que sacó de su abrigo. Con seguridad fueron sus ojos los que me quitaron toda esperanza; era como ver dos ciénagas donde la nada y la agonía nadaran juntas. Era un torturador. No había posibilidad de hablar con él, solo de morir en sus manos. Fui un idiota al pensar que podría ayudarme. Vestía con sencillez y pude ver entonces su collar, un cuero al que varios dedos índices se amarraban. Y él los acariciaba como a un Cristo mientras sus ojos inertes contemplaban un firmamento imaginario. Caminaba, gozando la lluvia, y murmuraba un extraño cántico, del cual solo pude entender: Cómo quisiera un nuevo cordero, un nuevo cordero para jugar, sangre nueva y alma nueva… Un nuevo cordero, un macho cabrío, un cuerpo digno para torturar.

Tenía que huir de allí, el Carpintero querría mi cuerpo. Tal impresión y temor me generaba, que quería correr, pero me oiría. Debía ser discreto. Ese hombre era más demonio que humano. Sus ojos, rostro y canto me mataban de miedo y, congelado, me ocultaba. ¿Por qué volví, contra toda lógica?

El Carpintero volvió al pórtico y llamó a la cocinera a gritos; moviendo una campana, exclamaba:

— ¡Ven aquí, Inés!

Llegó la cocinera y ambos comenzaron a hablar.

—¡Ay Inés! No tiene usted idea… ¡Cómo me gustaría torturar a cualquier hombre! ¡Me devolvería la vida! ¡Haría una auténtica obra de arte! Y el clima, la tormenta, me lo antoja más. Pero el cártel por eso me exilió aquí, por viejo, y por viejo ya no les conviene que siga trabajando… ¡Pero guardo mis recuerdos! ¿Y sigues pensando que aquí afuera mi archivero no está seguro? Es un regalo para el bosque. Si yo ya no puedo leerlo, que los espíritus de estas sierras lo hagan. Pronto habrás de leerme algo de ahí. Como sea, Inés, ve por la cena. ¿Qué preparaste?

—Gorditas de mole, como le gustan. Ya le sirvo.

Cuando Inés entró a la cocina se acabaron mis opciones. Me abdujo el pánico y salí corriendo de allí, cerro arriba, llorando de miedo y frío, al oído del Carpintero y la vista de la cocinera. Había dejado la bicicleta atrás, y no podía dejar de correr. Mi mente danzaba entre mil tribulaciones: me habían visto y él me quería como víctima. Seguía perdido, seguía lloviendo, comenzaba a congelarme, mi padre me esperaba, moría de hambre y la falta de alcohol me psicotizaba. Corrí, corrí, seguí corriendo. No me detuve en tres horas, con el miedo como látigo de un caballo herido; martirizado, debí correr muchos kilómetros hasta que después de bajar atropellado por una colina, una planta se enredó en mi pie y caí, rodando, hasta dar con la carretera.

Estaba salvado.

Un anuncio rezaba «kilómetro 215 de la carretera a Cuernavaca».

Me arrodillé, agradeciendo al cielo, conmocionado. ¡Al fin fuera del bosque! Y en ese preciso instante, escuché la sirena de una patrulla a lo lejos. El coche se acercaba. Loco de felicidad, grité e hice señas hasta que la patrulla se acercó. Con oraciones arrastradas, les expliqué a los dos policías que llevaba mucho tiempo perdido. Les supliqué su ayuda y les conté todo lo sucedido con violencia. Uno me abrió la puerta trasera y me dijo que subiera, que me llevarían hasta la ciudad, a donde ellos iban. Se mostró muy amable y me pasó un cobertor. El otro puso en marcha el coche. Yo me acongojaba, aliviado, y agradecía con fervor el estar vivo. Me habían salvado. No noté la malicia en sus rostros, ni que intercambiaban miradas de complicidad, ni que ponían especial atención a mi relato del Carpintero. Me adormecí y no me di cuenta de que la patrulla había cambiado de rumbo.

Desperté por la voz de los patrulleros que hablaban ansiosos. Miré afuera: estaba en la casona, encerrado en el auto por cuya ventana podía ver a Inés cocinando y a los tres hombres discutiendo. Aún no caía en cuenta, paralizado. No podía creerlo: no me había cazado el oso, sino sus buitres, que en ese momento aceptaban una suma considerable de dinero por regresarme al Carpintero. Grité y lloré, sin esperanzas; pero comprendía que la clemencia de la muerte todavía estaba lejos. Frente a mis pataleos, uno de los policías me golpeó con la culata de su pistola varias veces, hasta dejarme inconsciente.

Luego trasladaron mi cuerpo a las entrañas del taller donde el Carpintero trabajaría conmigo. Y mis gritos pronto se ahogaron en la oscuridad. Las lágrimas se habían agotado. El verdadero dolor apenas comenzaría.

Afuera seguía lloviendo. Pronto, el único sonido sería el canto de los grillos y el soplar de un viento funesto.