María del Mar Téllez Romero

I. Pecado

—¡Corre! —me gritó Claudio mientras él salía por la puerta trasera.

A los trece años, diferenciar las cosas buenas de las malas se facilita si asistes puntualmente a las clases de catecismo y aprendes los mandamientos de Dios. Sabes cuándo cometes un pecado. Al menos, eso creíamos mi amigo y yo.

Ese día nos metimos a hurtadillas a la sacristía. El cura Manolo terminó antes la clase. Los demás compañeros se fueron a jugar al jardín. Él me animó, sabía dónde se guardaban las vinajeras.

Al entrar a ese cuarto prohibido, el olor del incienso me hizo sentir un leve mareo. Estuve a punto de gritar cuando la mirada vidriosa de los santos de yeso se posó sobre nosotros. Controlé el susto. Me tallé los ojos para acostumbrarme a la poca luz. Al abrirlos me di cuenta: cada personaje ocupaba su nicho. El del centro estaba reservado a la Virgen María. Sentí cómo nos dirigía un gesto de desaprobación. Claudio notó mi desasosiego y para evitar que me arrepintiera me conminó a encenderle una veladora a la madre de Dios. Me acerqué con paso temeroso. No quería hacer rechinar la madera del piso. Me limpié en el pantalón el sudor de mis manos. Apenas pude prender el cerillo.

Después, me señaló el mueble. Ambos nos sentimos pequeños ante lo majestuoso de su tamaño. El color brillante de la caoba nos regresó nuestro reflejo. La carrera nos dejó con el pelo despeinado, las mejillas chapeadas, las camisas torcidas y los zapatos sucios, además de un azoramiento propio de dos niños a punto de cometer una travesura.

Nos hincamos frente a las puertas. Mi cómplice abrió la pequeña. Al instante, el olor a madera fina inundó el ambiente. Dentro descansaban todos los utensilios del altar: la patena, el cáliz y las preciadas vinajeras. Saqué la jarrita con el vino. La destapé, pero no pude probar el líquido. Se la di a Claudio. Él tragó un sorbo pequeño. Por la comisura de la boca le escurrió un hilo rojo. Se lo limpié con la punta de mi dedo índice. Uno de sus rebeldes rizos marrón le cubrió la frente. Intenté quitárselo. Él, me cogió la mano. Yo, besé sus labios.

Soltó la jarrita, que se estrelló contra el piso. Nos quedamos en medio de un charco rojo. Me miró. Para mí fue una mirada de ternura. Estuvo a punto de acariciar mi mejilla. Lo interrumpió el ruido. Era el cura. Nos levantamos de un salto. Él reaccionó más rápido. Yo me quedé pegado: el remordimiento me ancló. ¿Cuál era el pecado que tendría que confesar? ¿Es más grave besar a tu amigo o robar el vino de consagrar?

Quizá no era casualidad que veinte años después nos halláramos en el mismo lugar.

 

II. Confesión

El tiempo no lo borra todo y menos la confesión.

Ninguna de las penitencias impuestas por el cura Manolo logró limpiar mis pensamientos. Tampoco los de Claudio. A fuerza de reclinarse ante la cruz y de llorar como un mártir, decidió dedicar su vida a Dios. A los quince, lo aceptaron en el Seminario. Desde niños fue el más sobresaliente y el primero en participar. Nunca dejó un deber incompleto. Se ordenó sacerdote antes de lo previsto y se incorporó como párroco de la Iglesia en el pueblo vecino.

Como la confesión no me ayudaba a purgar mis pecados —jamás los dije todos—, decidí arrumbarlos en un cajón de mi mente y calmar las peticiones de mi padre. Me conseguí una novia bonita e inteligente, pero, sobre todo, de familia piadosa y muy devota. Sabía la admiración de Laura sobre mi persona. No me lo decía, se esmeraba en darme motivos para considerarla como mi compañera fiel. Bien podía serlo con su mirada serena, palabras precisas, manos limpias y alma tranquila. Sin embargo, los trebejos en mi memoria tenían lleno de moho mi corazón.

Quizá utilicé de pretexto esas indecisiones y decidí poner distancia; no de Laura, sino de mis apegos. Todo me hacía añorar los días al lado de Claudio. Él, recluido primero en sus estudios y luego en su parroquia, apenas contestaba mis cartas y jamás mencionó nada sobre nuestro encuentro. Decidí irme a la capital para estudiar Biología. Así pasé los siguientes seis años lejos de mi pasado.

Apenas regresé, mis padres se mostraron preocupados por mí. Al parecer, los años habían cambiado mi aspecto físico. Dejé de ser aquel muchacho regordete de piel quemada.

Mi madre insistió en llevarme al médico. Por supuesto, me negué. Sabía lo que me ocurría. Al perder cerca de veinte kilos, mis 1.90 metros de estatura se me notaban más. No sustituí la grasa perdida por masa muscular, y el poco sol de la biblioteca dejó mi piel menos tostada. Por lo menos conservaba mi dentadura intacta.

Al poco tiempo, me aceptaron en la escuela secundaria como titular en las materias de Biología y Química. Laura aguardó paciente mi regreso, pero no soportó mis horarios de trabajo, ni mi exigencia y perfeccionismo en todo. Según mi madre, me dejó por mi prematura y muy notoria calvicie.

El escaso remordimiento en mí por haberla hecho esperar se difuminó tan rápido como ella me olvidó. No había pasado ni medio año cuando, fiel a su educación y a las buenas costumbres, me envió una tarjeta con filos dorados y dos letras “L” entrelazadas. Era la invitación a su enlace matrimonial con Luis, el dueño de la cremería. Ese detalle me liberó de la culpa y de los reproches de mi padre.

 

III. Penitencia

Mi deteriorada salud se mantenía propicia para que mi madre no diera tregua a sus incesantes peticiones de llevarme a revisar. Para librarme de ella, ofrecí asistir al dispensario médico. No para ratificar el diagnóstico. Albergaba la ilusión de tener noticias de Claudio, aunque fuera de oídas.

Martha, la monja encargada, me dio el horario. La doctora Licona despachaba los martes, jueves y sábado por las mañanas.

Era miércoles, día destinado para las confesiones. Me asomé en la Iglesia. A pesar de ser una mañana soleada, las pocas mujeres que aguardaban cubrían sus cabezas con mantillas caladas de todos colores; las hacía parecerse a las flores de las jardineras. Una leve brisa trajo el olor de las gardenias y de los jazmines. El aroma me transportó a mi tan añorada infancia. Me recargué en el fresno de la entrada. Al contacto con el tronco rugoso, sentí un leve calosfrío. Era probable que sí necesitara ver a la doctora.

Con el fin de no desperdiciar mi salida de la escuela y de descansar un poco, me metí en la iglesia. Busqué el que había sido nuestro asiento, el de la segunda banca después del altar, en la fila izquierda. Tuve suerte: nadie lo ocupaba. Me senté detrás de un par de señoras cincuentonas. Al darse cuenta de mi presencia, se fueron a las bancas más cercanas de la salida; yo creo que para evitar que pudiera ver sus densos pecados a través de las mantas blancas.

Al lado del altar, un par de cirios titilaban. Con la mirada fija en la flama, tallé con los dedos las imperfecciones del asiento. Ahí seguían las dos letras esculpidas con la navaja que le robé a mi padre: C y A.

Ni mi disciplina, ni mi templanza impidieron el hormigueo en la boca del estómago, ni el rubor de mis promitentes pómulos. Me esforzaba por controlar la emoción, pero una voz me lo impidió.

—No nada más se quedaron grabadas en la madera; quedaron indelebles en su conciencia.

La voz a mis espaldas era rasposa, neutra, plana, de alguien mayor; no supe si quien hablaba era hombre o mujer. Sentí un leve chiflón y otro calosfrío me hizo estremecer. Me puse el saco de pana y seguí erguido en mi asiento sin decidirme a ver quién era.

—Aunque disimules, sé que me escuchaste. Te estoy hablando a ti, Alfonso López García.

No era difícil que alguien supiera mi nombre. El pueblo es pequeño y soy maestro en la secundaria. Sin embargo, cuando oí mi nombre, un temblor desde la nuca hasta la mitad de la espalda me recorrió en cada palabra.

No me atreví a mirar. Las manos me comenzaron a sudar como cuando era niño.

—En el pecado se lleva la penitencia.

La frase llegó a mis oídos como salida a través de un tubo. La sentí helada. Se coló por mi oído izquierdo y penetró en mi cabeza.

Sin levantarme de la banca, me volví hacia atrás. Un mareo me invadió y, antes de desmayarme, apenas pude ver entre sombras una figura humana vestida de negro.

 

IV. Secreto

La luz blanca de la lámpara caía directa en mis pupilas. Para evitarla, me cubrí los ojos con el dorso de la mano. Un olor a botica delató el lugar donde me encontraba.

—Profesor, me dio un tremendo susto. Jorge, el jardinero, me ayudó a traerlo al dispensario. Sí, bien lo dice doña Ofelia, su madre, ese color amarillo en sus mejillas no es buena señal. A ver, déjeme le ayudo a enderezarse; así, despacito, no se me vaya a desguanzar de nuevo —me decía Martha mientras me ayudaba a sentarme.

—¿Qué hora es, madre?

—Dígame, Martha. Ya pasa del medio día.

Mi inconciencia, a lo mucho, duró treinta minutos. Cuando me incorporé, me calcé.

—Le agradezco su ayuda, Martha. Ya me voy a la escuela. Mis alumnos me están esperando.

—Como quiera, profesor. Pero no deje de venir mañana a ver a la doctora Licona. A veces los desmayos son síntomas de algo grave.

Salí del dispensario, directo al jardín. Me quedé parado frente al sol de las doce; su calor reconfortó el frío de mi encorvada espalda. Froté mis manos y me las llevé a la nariz para calentarla. Al bajarlas, una mujer entrada en años, vestida de negro, estaba sentada en la banca de piedra junto a la salida a la calle.

Me miraba fijamente, conminándome a acercarme. Su piel morena no disimulaba las múltiples arrugas que le enmarcaban los labios finos y cenizos. Debajo de los pesados y cansados párpados refulgía una mirada recia, aguda, sabedora de todo. La señora se cubría la cabeza cana con un reboso negro cruzado en el pecho. Nunca la había visto.

Al sentarme junto a ella, me dio las buenas tardes. Era la misma voz que me habló en la iglesia.

—¿Cómo sabe mi nombre? ¿Por qué dijo esas cosas?

—Alfonso, sabes bien quién te conoce por tu nombre completo. Y no me decepciones respondiéndome que es Dios.

—No señora, usted no parece Dios.

—Menos mal… —me estiró una mano nudosa, deforme, de uñas gruesas.

No quise dejar a la anciana con la mano estirada. Le acepté el saludo. Me apretó con la fuerza de un hombre rudo. Me sostuvo la mirada, no abrió la boca, penetró en mi cerebro con su voz neutra, gélida. “Nada es secreto para la muerte, nada se me puede ocultar. El amor que siente el padrecito por ti lo está llevando a la locura. Ya no va a soportar más. Vine aquí para llevarlo conmigo. No tarda en quitarse la vida”.

 

V. Agonía

Intenté liberarme de las manos de la muerte. No lo logré. Me retuvo con mayor fuerza. Mientras con la mano derecha estrujaba mi mano, con la izquierda sostuvo mi quijada y me hizo virar hacia el zaguán. Jorge abría de par en par el portón; le dio paso a una camioneta tipo Pick-Up blanca. El chofer era Claudio.

La muerte regresó mi rostro frente al suyo. “Ahora me crees, ¿verdad?”. El frío de su voz llenó mi cuerpo. Me soltó. Me levanté y apresuré mi paso rumbo a la sacristía. Claudio acababa de entrar.

Miré hacia la banca donde segundos antes la muerte había sembrado una semilla de agonía en mi alma: “… estoy aquí para llevarlo conmigo…”. Rogué después de muchos años sin hacerlo. Deseaba que todo fuera una alucinación y que aquella mujer no existiera. Ella seguía ahí, sentada. Me observaba sin prisa, segura de sus palabras.

 

Vl. Liberación

 

La sacristía se encontraba cerrada por dentro. Pegué mi oído a la puerta, del otro lado. Claudio rezaba en tono suplicante. Lo oí sollozar.

—Claudio, por favor, abre la puerta. Soy Alfonso.

—¿Alfonso? ¿Qué haces aquí?.

—Déjame entrar —lo escuché arrastrar muebles.

—Somos pecadores. Dios nuestro señor nos ha expulsado de su gracia. Nos niega su abrazo.

—El único abrazo que necesito es el tuyo. ¡Con una chingada! ¡Abre la maldita puerta!

Un sudor frío me escurría por las sienes. Busqué mi pañuelo en el bolsillo del saco. Al meter la mano, me topé con la vieja navaja de mi padre. De inmediato la saqué y forcé la cerradura. Al abrir la puerta, contuve un grito. Claudio estaba subido sobre el escritorio. Lo había arrimado justo al centro del cuarto. Una cuerda gruesa pendía de la viga del techo y se enroscaba alrededor de su cuello.

—Nada funcionó. Intenté todo para olvidarte. Hasta entregué mi alma a Dios. Pero fue inútil. Tu regreso al pueblo avivó las llamas de mis entrañas. Me niego a vivir en pecado y me niego a vivir sin ti —sus ojos azules dejaban escurrir dolorosas lágrimas que mojaban sus blancas mejillas.

Hasta ese momento, conocí el amor verdadero, incondicional. No podía permitir que el alma de Claudio vagara en el infierno. Dios condena a los suicidas. Decidí ayudarlo a un bien morir, libre de todo pecado. Corté la cuerda. Atrapé su cuerpo. Dos puñaladas certeras: la primera en el hígado, la segunda en el tórax, lograron penetrarlo. Me pidió que corriera. No quise huir. Preferí quedarme a su lado. La leucemia pronto me liberaría del suplicio de vivir sin él.

Me regaló su más tierna mirada. Del cuello le pendía el viejo guardapelo. Lo abrí. Ahí seguía su rebelde rizo castaño unido a mi mechón negro.

Ambos permanecimos en medio de un charco rojo.