Museo del Juguete, San Miguel de Allende, México

María José Gómez

El recuerdo de tener banquitos, escaleras para alcanzar las repisas y que las mesas me quedaran a la altura de la barbilla me evoca una inmensa nostalgia. Reflexionar acerca de cómo los objetos o el mundo no estaba “hecho a mi medida” me fascina. En esta necesidad que tienen los niños por crecer, por sentir impotencia de no ser adultos, entendemos que la inocencia es la ilusión más efímera y glorificada de nuestra realidad. Una hoja de papel contiene una galaxia de ideas; una caja de cartón, una nave espacial, y debajo de las camas yacen los peores monstruos. A estos niños, la inmensidad del mundo les queda pequeña; a nosotros, nos queda grande su mente.

Me encantaría volver a ser niña; esta vez correría más y tendría más mascotas. Sin duda, jugaría más. La adultez carece del juego, crea un día a día monótono y, en su máxima expresión, deprimente. No existe una mayor expansión de nuestra mente, un mayor descanso del caos que nos rodea o una forma más divertida de existir que en esta actividad. No por nada los niños ríen tanto y gozan de lo simple. Queremos convencernos de que nuestra forma de vivir es más genuina, pero considero que no hay emociones más crudas ni experiencias más formativas que las que se experimentan en la infancia. Si viéramos a través de los ojos de un niño, el disfrute sería constante; el dolor, pasajero; el tiempo, eterno; lo material, fútil…

No olvidemos que, si bien algunas —o más bien muchas— de las infancias que viven los niños están muy alejadas de lo idílico, su imaginación y su inocencia siguen contrarrestando los momentos o el estilo de vida trágico de un pequeño. Es justo en este oscilar entre la realidad y la fantasía cuando me maravillo de lo mucho que la niñez llega a escapar de su situación, por más precaria que sea.

Museo del Juguete, San Miguel de Allende, México

En la magia de no entender qué sucede a nuestro alrededor, en ese espacio de ignorancia, los niños llenan con explicaciones irreales eso que en un principio no tiene sentido, y construyen un cosmos lleno de aristas inconexas. Hace poco, escuché a una sobrina explicarme cómo se hacían los conejos. En su discurso, los besos y abrazos eran el detonante para germinar “la semilla del bebé en la mamá coneja”. Esta información tiene cero hechos, pero una infinitud de procesos mentales que dieron como resultado una respuesta genial. Llegar a este tipo de conclusiones me hace extrañar las ilimitadas posibilidades que se proyectaban en mi cabeza cuando aparecía una nueva pregunta.

Otra característica de los niños, que en mi opinión podría servir para vivir con más plenitud, es su capacidad de sentirse únicos. Su poca conciliación con su lugar en el mundo da como resultado la sensación de ser los protagonistas. Sería absurdo volver a ese estado de egoísmo; sin embargo, emular la esencia del modus operandi de este comportamiento brindaría motivación para no sentirse insignificante y vacío. Hacer el ridículo o gritar, sabiendo que nos pueden ver, rompe con el esquema de pertenecer a la masa; nos aparta por unos segundos de las cifras de lo común para convertirnos en uno. Se nos olvida que adueñarnos de nuestras acciones es fácil y caemos en lo mismo día con día. Estimulando nuestra individualidad, potenciaríamos  nuestro yo más auténtico.

A los adultos se nos olvida escapar. Tendemos a despertarnos con ganas de terminar la jornada, y que todos los pendientes queden hechos. Si nos remontáramos a imaginar cómo lo hacíamos antes, o volviéramos a avivar nuestra originalidad, en definitiva recuperaríamos una vitalidad e ingenuidad que, cuando niños, parecía natural. De esta forma, regresaríamos a vivir en la inmensidad de lo pequeño.

Museo del Juguete, San Miguel de Allende, México