Bruno Darío Rosado Solís Quiroga

El aire fresco de la tarde me hace sentir libre. Nunca salgo de casa porque he escuchado historias terribles de algunos que han perdido un ojo o se han contagiado de leucemia por mordidas en agitadas peleas de los callejones de nuestra bella ciudad. Ser gato en una ciudad de gatos no es nada fácil. En tiempos muy remotos, vivíamos como reyes. Teníamos a nuestros esclavos que nos limpiaban la arena, recogían lo que tirábamos al piso, nos cocinaban, nos cuidaban de viejitos y hasta nos consideraban como parte de los suyos. ¡Ah, qué tiempos aquellos! Todo era muy sencillo. Éramos los reyes y mandábamos sin decir palabra. Nuestros esclavos construyeron edificios para que no estuviéramos al aire libre y con el peligro de ser atacados por nuestros depredadores naturales: zorros, lobos, serpientes… También inventaron unas galletitas muy sabrosas para alimentarnos y evitar que saliéramos a cazar ratas porque decían que podíamos contraer rabia… En esos tiempos, mi vida sólo era comer, dormir y jugar a cazar una lucecita roja. Sabía que había tenido suerte porque mis esclavos me querían y me protegían, pero siempre me preguntaba si no me traicionarían un día. A mi primo Bigotes lo habían maltratado; le rompieron la cola y tuvo que abandonar su hogar para deambular por las calles. Ahí vio cosas terribles. Jamás quiso tener esclavos de vuelta. Decía que los humanos eran unos animales traicioneros, egoístas y prepotentes. No lo dudé, pero a mí me gustaba estar cerca de ellos: me acariciaban mi cuerpecito y encendían mi felicidad y el ritmo de mi ronroneo cálido y constante. Sabía que ellos se creían dueños del planeta y que parecía que disfrutaban dañarse unos a otros, que podían pelearse por hembras, por territorio y hasta por papelitos inútiles a los que ellos llamaban dinero. Cuantos más papelitos acumulaban, más poderosos se sentían, pero su soledad se incrementaba y eso los volvía más nuestros esclavos… Buscaban compañía en nosotros los gatos, en nuestros rivales los perros, en animales exóticos, en cualquier ser al que sintieran que podían dominar. Lo que nunca imaginaron es que ellos nunca nos subordinaron a nosotros, sino que se subordinaron a nuestro encanto. ¿Cómo es que la raza humana abandonó la ciudad y comenzamos una civilización gatuna, con gatioficios, gatedrales, gatonomías, gatinstituciones y gatilenguas?

Eso no importa. El punto es que ahora nuestra especie es independiente. Tanta convivencia con los humanos nos hizo desarrollar un lenguaje más allá del maullido. Antes, sólo nos comunicábamos entre nosotros con miradas, gestos y olores. Ahora somos capaces de hablarnos unos a otros con un lenguaje universal: el gatañol. Nuestra raza se adaptó bien a nuestra creciente inteligencia y ahora gobernamos nuestra propia ciudad gática. Hace poco, expulsamos al último humano que quedaba por aquí. Se trataba de un escritor, un tal Agatín Gatena, quien escribió el famoso Cuento-historia de los gatos en 1999 y luego cambió el título a La guerra de los gatos. Gracias a este humano, conocí a mi amada Gatalina, con quien tuve decenas de gatitos guapos, fornidos y muy astutos. El estereotipo gatuno del peludo y tierno animalito que ronronea ya no existe. Los perros se convirtieron en nuestros mejores amigos, en nuestros protectores, en nuestros aliados, después de haber vivido, juntos, la terrible guerra humana en que la mayoría de nuestros esclavos murieron. El ser humano quiso sustituir su vacío con mascotas, y como nada le fue suficiente, esta especie terminó matándose entre sí para adquirir un poder basado en quien tuviera más papelitos con rostros dibujados. Después, vino el gran incendio, ese que acabó con medio planeta y ocasionó el acelere del calentamiento global. Nosotros perdimos a nuestros esclavos, nuestras galletas, nuestra comodidad, nuestro pelaje… pero ganamos inteligencia, tecnología y protección perruna. Al parecer, hoy todo está en calma. Luego de ir a la gatedral, encontré un pequeño e indefenso bebé humano, que pronto llamaré José en honor a mi primer esclavo, pero a éste lo cuidaré como si fuera mi propio hijo. Después de todo, ya estoy viejo, y un poco de distracción no me cae nada mal. Es curioso cómo alza sus manitas y cómo dice “agu-tata, a-gata-ta” cada vez que me ve. Lo miro y creo que se trata de un ser indefenso, aunque sé que si permito que se junte con otros de su especie, podría desencadenar una nueva catástrofe ambiental. Por eso el gobierno tiene prohibido conservar humanos salvajes, pero mientras esté pequeñito lo cuidaré. Una vez que se pueda reproducir, lo castraré y no dejaré que salga de casa por ningún motivo. No quiero que me detengan ni que lo lleven a un zoológico. Es una especie en peligro de extinción. Los humanos son seres autodestructivos y muy tontos; sólo se dejan llevar por sus instintos. No entiendo por qué se creían superiores a nosotros, si sólo encontraban la felicidad en objetos inútiles y en basura tecnológica. En fin, trataré de hacer feliz a este bebito con nuggets de pollo y unas buenas lamidas en su tierna espaldita. La vida es una ruleta. Nosotros fuimos mascotas para ellos mientras desarrollábamos nuestra inteligencia. Hoy, el humano, a pesar de su insignificancia, es considerado una plaga en Gataluña. No sé qué nos depare el futuro. Solo sé que, para mí, las cosas no han cambiado lo suficiente: los gatos siempre hemos sido una raza superior.