Estrella Asse

 

Así sea, bien llegada, ¡oh vida!, salgo a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza.

James Joyce, Retrato del artista adolescente.

 

Hacia una ruta incierta

Se dice que la literatura es la hermana mayor del cine, mas este rasgo de parentesco no está exento de las polémicas que se desatan cuando una obra literaria se convierte en la materia prima de una adaptación cinematográfica.

Una vez que el lector se convierte en espectador, la sombra del texto sobre la pantalla se asemeja al pie de un elefante a punto de aplastar a una hormiga. Algunos querrán meterle una zancadilla para salvarla; otros justificarán su muerte. En el mejor de los casos, habrá quienes apelen a una convivencia pacífica, aun cuando los críticos afirmen que hay textos imposibles de filmar.

Existe una enorme variedad de películas que provienen de fuentes literarias e incluso de escritores «menores». Pero ¿qué sucede cuando se lleva a la pantalla a un autor de la estatura de James Joyce?

Para Edward Murray, la versión fílmica de Ulises de Joseph Strick (1967) fue un estruendoso fracaso, mientras que para Harry Lavin la novela de Joyce tenía mucho más en común con el cine que con cualquier otro arte. Considera que lo más relevante de la prosa joyceana es el fluir de conciencia, aspecto afín al incesante flujo de imágenes en el montaje cinematográfico.

Luke Gibbons dio a conocer una carta que Joyce escribió a Harriet Shaw Weaver, en la que lamentaba el rechazo que por muchos años tuvo hacia el cine. Joyce cuenta que, obligado a permanecer acostado y con los ojos cerrados —a causa de sus padecimientos oculares—, lo único que venía a su mente era la imagen de un proyector que reproducía, una y otra vez, cosas que casi había olvidado.

Si bien la distancia entre el texto y la pantalla parece abismal, y existe igual número de opiniones que películas, el ejercicio crítico siempre encontrará un público, deseoso de escuchar juicios inteligentes. Gibbons no niega que el cine sea un espectáculo y un vehículo comercial de la modernidad; sin embargo es, al mismo tiempo, un medio de recuperar el pasado, de extraer de la literatura «cosas casi olvidadas», de percibir trazos de palabras ausentes en la pantalla.

Los muertos reviven

Durante su prolífica carrera como director, John Huston adaptó varias obras literarias; algunas son verdaderas joyas cinematográficas, como Moby Dick, Bajo el volcán o El halcón maltés, entre otras. Con esta última, inició un largo trayecto en 1941, que culminaba en 1987, al cumplir su sueño de llevar a la pantalla el cuento «Los muertos», de James Joyce, el último y más largo de Dublineses.

Joyce afirmaba que con Dublineses escribía la historia moral de su país, al tiempo de referirse al escenario de su natal Dublín como el centro de la parálisis. Su primera y única colección de quince cuentos marcaba en 1914 el inicio de su producción literaria y daba un giro determinante a la narrativa del siglo XX. El aviso del genio de Joyce se comenzaba a vislumbrar, aun cuando Dublineses fuera una obra rechazada por los círculos ortodoxos irlandeses y obligara al autor a exiliarse lejos de la Irlanda que amó y odió.

Mas no era sólo enfrentar a su público con cuentos que trataban sobre la parálisis de la sociedad dublinense, renuente a una apertura cultural y sumida en las pugnas de su situación política y religiosa; también Joyce inauguraba con el estilo de su prosa una postura radical, desprovista de concesiones para sus lectores.

Es cierto, como suele afirmarse, que en las tramas joyceanas «no pasa nada». Sin embargo, la enorme profundidad temática de sus narraciones alerta sobre los procedimientos narrativos que el autor innovó e incorporó como sello característico de su estilo. Uno de los aspectos más relevantes es la anulación de una trama tejida alrededor de la acción para concentrarse en el efecto que produce cada una de las sensaciones que construyen la historia. La facultad para convertir lo abstracto en una prosa poética exacta y cercana al lector recae en un punto cumbre que Joyce bautizó con el nombre de epifanía.

En todos los cuentos, la epifanía será un detonador temático que concentra el efecto simultáneo de una exploración interior del personaje, unido a los sucesos que la desencadenan, como si se tratara de una avalancha incontenible de impresiones que se desbordan en la honda intimidad de un momento que estalla en sentimientos, lo mismo jubilosos que desdichados.

Joyce prepara el camino para el tema de la muerte que, en su sentido más amplio, se deja sentir en «Los muertos». La condensación de las epifanías anteriores —en los cuentos que preceden a éste— encontrará un cauce para desahogar, en el final, la epifanía de Gabriel, el protagonista del relato.

La epifanía joyceana comparte en sus orígenes la idea de ser una revelación. Para Joyce, el término va más allá: es una puerta hacia el interior del alma. Dicha puerta no se abre frecuentemente; es un hecho único e irrepetible. Lo que se descubre dentro es a veces tan desconocido como fascinante, tan oculto como doloroso.

Si los sentimientos viajan más rápido que las palabras, aun antes que el pensamiento lógico ordene la idea en frases, ¿cómo expresarlo dentro de los límites del lenguaje? Joyce logra superar el problema al comprender que el lenguaje de las emociones no tiene un tiempo ni un orden. Su escritura se dimensiona en las emociones igual que en un caótico viaje anímico.

Si bien para John Huston llevar el cuento de Joyce a la pantalla implicaba saber que el perfil no comercial de la película causaría en muchos espectadores dudas, temores y hasta cierta desconfianza, el reto personal era mayor por la profundidad del texto.

La película, igual que el cuento, va creando una atmósfera adecuada para que se produzca la epifanía de Gabriel, que, pese a toda explicación que se pueda añadir, es un concepto muy abstracto que Huston debió traducir en imágenes.

Huston se concentra en este motivo, seleccionando cada escena en el interior de la casa donde transcurre la velada, creando una sutil intimidad en los diálogos, brindis, canciones y bailes. Todo ello, como en el cuento, sin jerarquizar ningún evento por encima de otro, manteniendo a los actores al margen de la acción, haciendo de cada momento un nuevo descubrimiento, en el que simultáneamente todo acontece porque todo es importante.

Lo anterior provoca en el espectador sensaciones visuales similares a la que Joyce hace en el texto. El director presenta una serie de imágenes evocativas que introducen al espectador en la médula del relato. En la película, se percibe de igual manera la soledad y el dolor espiritual en la epifanía de Gabriel, al tiempo que se ve caer la nieve que esa noche cubre Irlanda. Huston reproduce textualmente el final del cuento en la voz en «off» de Gabriel, como si el lenguaje joyceano fuese el único capaz de expresar la insondable soledad humana: Su alma desfallecía lentamente mientras oía caer la nieve sobre el Universo. Caía con suavidad, como si se tratara del advenimiento de la hora final, sobre los vivos y los muertos.

El alto sentido de musicalidad, presente también en la sintaxis auditiva del texto, es un acierto importante en la película. Huston deja correr íntegras las secuencias con la música. Por ejemplo, la interpretación de «Vestida para la boda», de Ballini, por la tía Julia, es una de las mejores secuencias: mientras se escucha la deprimente voz de la anciana, la cámara recorre los detalles de la casa, las viejas fotografías, los adornos, los cuadros y todo lo que ambienta la desolada vida de las señoritas Morkam, tías de Gabriel y anfitrionas de la cena anual navideña. Sin necesidad de explicar la desdicha de la soltería de las tías o la orfandad de Mary Jane y la propia de Gabriel, el ritmo de la lente se transforma en un narrador capaz de contar sin necesidad de explicar.

La vida irlandesa, su hospitalidad, sus costumbres y tradiciones son, de igual forma, ingredientes que realzan la compleja identidad de los irlandeses. La mezcla de diálogos deja entrever la añoranza por los orígenes celtas y la tensión de su realidad anglosajona, unido todo ello al sentido de la muerte. La proximidad a la muerte física, real de las ancianas tías de Gabriel, cubre otros matices: los muertos viven en la memoria de quienes mueren a diario sin algo por qué vivir.

La muerte en todos los personajes se implica en la rutina de la vida cotidiana, las costumbres, la renuencia al cambio, la apatía, el prejuicio. En una palabra, las limitaciones que impone una vida sin arte. Gabriel confronta el dilema del artista atrapado en la insularidad física e ideológica de Irlanda y de su entorno familiar. El mundo recreado en el relato lleva al lector a pensar en el dilema personal de Joyce: el artista que rompió con sus raíces para exiliarse en el continente. El tema de la vida no vivida, la muerte de las ilusiones presente en todos, emana desde los rincones más profundos de su soledad, a través de imágenes poderosamente evocativas.

Si bien «Los muertos» recrea un cuadro de costumbres, «Christmas time» universaliza la experiencia humana. La dualidad del relato: vida-muerte, luz-sombras o los fantasmas del pasado que comparten el presente, se aprecian a lo largo de la película en el juego de imágenes que Huston crea y en la excelente caracterización: la antigua aristocracia irlandesa de las tías, la clase doméstica de Lily, el racismo del Sr. Brown, la ultranacionalista intolerante Miss Ivors, Freddy, el borrachín despreocupado, el tenor acomplejado o Greta, esposa de Gabriel, extraña a sus ideales, ajena a su mundo, negada a la intimidad, atada al recuerdo de un amor del pasado.

John Huston logra superar el reto que representó «Los muertos» al recrear de manera entrañable una historia que queda viva en la mente del espectador. La explicación del magnífico efecto emocional logrado por Huston en la adaptación de «Los muertos» se encuentra más allá de la pericia técnica que el director adquirió con los años. Es una obra íntima y personal, una epifanía fílmica de un hombre que llegaba al final de sus días.

 

Callejones sin salida

Cine y literatura: dos lenguajes distintos, dos mundos que coexisten en su propuesta estética; ambos artes del relato, encargados de recrear una historia y, sin embargo, distantes, distintos en sus orígenes y su historia.

La representación visual del lenguaje escrito, la trasfiguración semántica del texto que debe comprimirse al tiempo de una comunicación visual inmediata o dar voz y vida a los personajes, no es tarea fácil.

Habrá quienes insistan en que el cine no hará nunca justicia al texto, mas como opina Edwin Jahiel, las comparaciones entre dos medios tan distintos son, en ocasiones, ociosas y e intolerables. En su opinión, es mejor tener en cuenta que el aceite es aceite y el vinagre es vinagre, pero que, juntos, pueden formar un sabroso aderezo.

Además, ¿por qué no pensar que el cine puede rescatar futuros lectores? Cuando Al Pacino llevó a la pantalla Ricardo III, demostró que podía adaptar tan sólo un tercio de la obra de Shakespeare y utilizar el resto del tiempo de la película para explicar el trabajo del director y su equipo. La película también trata de otra: la de Pacino como director de la película.

Caminando por las calles de Nueva York, platicando con el productor, con los actores y entrevistando a los transeúntes sobre las ventajas de recuperar la obra de Shakespeare en el cine, logra involucrar al espectador en la complejidad de la adaptación. Asimismo, la intención de Pacino era demostrar que existe un miedo —mal infundado— hacia los textos de autores ya clásicos, sin omitir, en sus giros irónicos, que sí es posible «perder el miedo» a Shakespeare.

Seguramente el tema de las adaptaciones seguirá siendo un problema difícil de abordar, incompleto para satisfacer las demandas académicas, oscuro para el público que desea ir más allá de las reseñas que se publican.

Quizá sea útil atender al consejo que Borges da en su Antidecálogo del escritor: evitar todo aquello que pueda ser ilustrado. Todo lo que pueda sugerir la idea de ser convertido en una película.