Estrella Asse

La escritura, una luz cuyo resplandor es persistente y firme.

Raymond Carver

En Birdman, ganadora del Óscar 2015 a la mejor película, aparece Raymond Carver como referencia temática que sostiene el desarrollo de la trama. El director Alejandro González Iñárritu crea un tejido multifacético de montajes con los rasgos característicos de la prosa de Carver e intercala los episodios que corren paralelos  a la vida de un actor fracasado que renace con una nueva identidad. A manera de epígrafe, el poema de Carver «Último fragmento» da inicio a la historia que se conecta más adelante con el argumento de su cuento «De qué hablamos cuando hablamos de amor», un intento por descifrar el amor en distintas facetas.

La popularidad de la obra de Carver como fuente inspiradora de cineastas no sólo refrendó su vigencia en la interpretación más reciente, sino que cubre un lapso temporal amplio de adaptaciones que revelan la capacidad de una narrativa amoldable en diversos escenarios. Si bien la producción literaria de Carver dominó gran parte del panorama estadunidense de los años ochenta, no es de extrañar la atención que recibió de dramaturgos, guionistas o directores que pusieron en práctica el desplazamiento de su obra a otros ámbitos.

Robert Altman había consolidado su carrera años antes de filmar la película Vidas cruzadas (Short Cuts, 1993), una adaptación libre de los cuentos de Carver. Ambientada en el espacio urbano de la ciudad de Los Ángeles, el director diseña el cruce simultáneo de diversas historias que enlazan la acción de más de veinte actores al estilo de un collage formado de pequeñas piezas.

La experiencia del rodaje le permitió prologar el libro que póstumamente se publicó con el mismo título; en él se encuentran los nueve relatos y un poema que llevó a la pantalla. No obstante, su intención no era hacer una adaptación literal, mucho menos ceñirse a los nombres de los cuentos o disponerlos de manera ordenada, sino acortar la distancia que existe entre el medio narrativo y el cinematográfico, explotar la esencia de prosa carveriana, romper con la cronología lineal y crear un tiempo flexible para todas las historias en secuencias yuxtapuestas.

Vidas Cruzadas se deja escuchar en la polifonía de voces que remite a la diversidad de enfoques que no tienen y principio ni fin, visualizar un escenario común o múltiples rincones por donde deambulan los personajes en la totalidad de retratos que son espejo de una realidad caótica. De una escena a la otra, en el relevo de acontecimientos fugaces, Altman no pasa por alto amoldar la naturaleza intrínseca de la prosa de Carver o ir al fondo de su construcción minimalista. Consideraba que la obra de Carver es un solo cuento, pues sus cuentos son todos incidentes, cosas que ocurren a la gente y que provocan que sus vidas tomen un nuevo cariz. «Y he tratado de hacer lo mismo: ofrecer al público una visión. La película podría seguir eternamente, porque es como la vida misma. Quizá estas vidas se derrumben. Quizá vivan un traspié que acaba en desastre. Tratan más de aquello que no sabemos que de lo que sabemos, y el lector va llenando las lagunas, mientras reconoce un murmullo subterráneo».

Altman rescata en su película los murmullos que se hallan ocultos en los relatos de Carver; son eco de un  lenguaje compuesto de enunciados breves que crean silencios y obligan a ser descifrados, como si el vigor de las palabras estableciera un significado secreto que es tan sólo aludido. Con ello, el lector se convierte en espectador activo de momentos, actitudes o estados de ánimo y configura diferentes acepciones a lo largo del texto.

Limitar la narración a los recursos básicos fue inherente al movimiento minimalista literario que surgió en los años setenta en los Estados Unidos. Escritores como Ernest Hemigway ya habían implantado la modalidad de combinar únicamente unas cuantas pistas dentro de sus cuentos por medio de la selección minuciosa de registros descriptivos para crear una atmósfera y delimitar los personajes en situaciones triviales, aunque decisivas como sostén de temáticas profundas. Como prueba del empleo radical de estos recursos, afirmaba: «La prosa es arquitectura, no decoración interior y el barroco está pasado de moda. Cualquier cosa que se diga de manera extensa de todas maneras no expresa nada».

Heredero de las nuevas corrientes narrativas, Carver dio sus primeros pasos como escritor con el volumen de cuentos, ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (1976). En ellos desarrolla el extremo minimalista, imprime viveza al realismo en boga, exalta el cuento como género dominante de fin de siglo en su país. El ritmo conversacional de sus historias, aparentemente transparente y fácil de seguir, esconde la crítica penetrante que aflora en el trazo social que dibuja del sistema de vida estadunidense. Aborda la realidad con el novedoso tratamiento de anécdotas que reproducen el habla de seres comunes y ordinarios, sujetos a los hábitos de sus oficios diarios, encarnados en personajes que se precipitan hacia abismos existenciales que los atrapan en situaciones absurdas. Van a la deriva, se aprisionan en trampas emocionales de las que no pueden escapar ni tampoco entender, beben en exceso, no encuentran trabajo, son incapaces de mantener relaciones sentimentales duraderas, luchan por cambiar y se pierden en sueños irrealizables. El apego a esta narrativa cargada de crudeza identificó a otros escritores como Charles Bukowski, Richard Ford o Tobias Wolff con la corriente hiperrealista, conocida también como «realismo sucio» (dirty realism) o realismo sórdido.

Recreó en sus historias experiencias del entorno que conoció, del mismo modo que compartió con sus personajes algunos rasgos de su vida azarosa. Nació en 1938 en Clatskanie (Oregon), un pueblo a orillas del rio Columbia y vivió su infancia en Yakima, al este de Washington. Durante su adolescencia, desempeñó distintos empleos —peón de aserradero, repartidor en una farmacia, velador de un hospital y otros— actividades que lo alejaban día a día del deseo de convertirse en escritor.  A los 19 años, casado y con dos hijos, enfrentaba la precaria situación económica que tampoco le daba la suficiente holgura para dedicarse a estudiar de lleno.

Sin embargo, se inscribió en cursos de escritura por correspondencia y años más tarde participó activamente en los talleres literarios que dirigía el escritor John Gardner, quien le abrió la puerta al mundo literario y a la obra de los grandes maestros del cuento. Gardner intuyó las aptitudes de su alumno para el relato breve y le aconsejaba «limitarse a quince palabras en vez de treinta».

A su primera colección de cuentos, siguieron otras: De qué hablamos cuando hablamos de amor (1981), Catedral (1983) y Tres rosas amarillas (1988), que fueron en principio relatos aislados que se dieron a conocer en periódicos y en revistas de gran circulación como Esquire y New Yorker. Asimismo, en incontables antologías que favorecieron el traslado continuo de sus cuentos a la par de estudios especializados. Recibió los premios de la Academia Norteamericana y del Instituto de Arte y Literatura en reconocimiento por su obra narrativa y poética, la cual comprende los títulos: Donde el agua se une con otra agua (1985), Ultramarina (1986), Bajo la luz marina (1990) y Un sendero nuevo a la cascada (1993).

Carver adopta en su poesía el tono de sus relatos en la unión de versos libres al ritmo de las sensaciones que quiere expresar, en la holgura de una sintaxis coloquial y en el acomodo de frases precisas. Creía que cualquier objeto, por habitual que fuera «una silla, un tenedor, una piedra, un anillo— poseía un inmenso, incluso asombroso poder. Es posible escribir una línea y transmitir un escalofrío a lo largo de la columna vertebral del lector».

Su muerte en 1988, a los 50 años, dejaría inconclusos otros proyectos que apenas despuntaban en pleno apogeo de su carrera dentro y fuera de los Estados Unidos. En ediciones póstumas —La vida de mi padre, Si necesitas, llámame, Sin heroísmos, por favor— se recopilaron cuentos, poemas y ensayos inéditos que posteriormente se editaron en español entre 2001 y 2005.

Robert Altman encontró el medio ideal para revivir en Vidas cruzadas escenas que quedaron impresas entre las páginas de Carver. Logra transmitir su particular óptica en el proceso de conciliar el discurso cinematográfico y el literario. Decía que «escribir y dirigir constituyen, ambos, actos de descubrimiento. Al final la película está ahí y las historias están ahí y uno tiene la esperanza de que la mutua influencia haya sido fructífera». Se distinguió por incorporar innovaciones técnicas en su cine y dirigir a sus actores con una naturalidad extrema. Su filmografía cubre treinta años de actividad ininterrumpida con igual número de películas que le valieron diversos premios. Mash  (1970), Las reglas del juego (1992), Vincent y Theo (1996), El parque Gosford (2001), El último adiós (2006), que filmó meses antes de su muerte, son algunas de la larga lista.

Vidas cruzadas fue un proyecto personal largamente concebido y por fin realizado luego de tres años de intensa lectura y planeación. El director sabía de antemano el reto de interpretar la prosa críptica de Carver y crear un marco contextual adecuado para insertar los encuentros casuales que dan coherencia a cada una de las historias. Aunado a ello, la intención de Altman era hacer una película apegada al modelo del cine modernista internacional y tejer una red de varias locaciones que pudiesen hacer tangible la realidad  física de la vida diaria de los  personajes al tiempo de explorarla en sus matices discontinuos, incoherentes o efímeros.

La fragmentación de la trama en cuadros aislados permite ver de cerca las contradicciones de las relaciones humanas, dilata la mirada que ilustra las vicisitudes del mundo actual y rompe la escala de valores que sujeta el orden social. Mas no por ello lanza mensajes moralizantes ni repara en las conductas escandalosas de sus personajes; deja que el espectador norme su juicio a partir de la presentación de sucesos aleatorios. Si para Altman «el arte no debía buscar la razón definitiva del comportamiento de las personas», para el público dicha actitud ampliará la expectativa interpretativa, lejos de perseguir verdades contundentes o lógicas estrictas.

En la escena que abre la película, el director utiliza la panorámica de un helicóptero que sobrevuela la ciudad y riega veneno para combatir una plaga de insectos; hacia el final, un terremoto sacude repentinamente la gran urbe. Son dos acontecimientos externos que recluyen a los personajes en una zona afín e incierta que fractura la estabilidad cotidiana. Sujeta entre estos extremos, la evolución de las historias aclara la idea de individualizarlos, ya sea en lugares exteriores o al interior de sus casas.

Por ahí circulan el matrimonio perfecto que se derrumba, los reproches constantes entre padres e hijos, el ama de casa que trabaja de manera clandestina como receptora de sexo telefónico, la música altisonante que contrasta con los acordes solemnes de un funeral que augura el suicidio de una mujer,  el ensueño que pierde a otros en el erotismo del deseo sexual insatisfecho, la constelación de soledades en que anida la banalidad, la fuerza de una realidad descarnada que obsesiona, invade y se resume en la tranquilidad fingida de días y noches que repiten el ciclo fatigoso de la monotonía.

La flexibilidad de la adaptación de Altman reafirma la libertad autoral que vinculó dos esquemas narrativos en la pluralidad de voces que viajan de la palabra a la imagen.  Como creador de nuevos sentidos, su trabajo es fruto que nace del ingenio y la sensibilidad; transformó la fuente literaria original con la certeza que «Carver habría comprendido que tuviera que ir más allá del hecho de rendir tributo. Algo nuevo ocurrió en la película y quizás sea esta la manifestación más verdadera de respeto».