Pilar Madrid

Dos mujeres comentan entre una multitud:

—Írelo. Tan inocente que se ve ahí tirado el probecito. Si no juera por la sangre en la banqueta y sus pelos, todos ahí pegados, parecería que le entró el sueño a pleno sol como legartijita.

—Yo le decía a la comadre, cuida a tu hijo, Estercita, que un día se te va a descarriar y no vas a saber ni qué hacer.

—No se crea, el chamaco era re bien necio. Apenas si se le hablaba y luego luego protestaba.

—¡Pus cómo no! Si le salió al papá todo rebelde y huevón.

—Eso sí. Estaba quedando re bien guapo el condenado y mire, puras tonterías que hacen ahora los chamacos. Yo no sé qué ganaba con juntarse con esos pelados de la esquina. Na´más lo maliaron al probe.

La sirena de una ambulancia se escucha en la lejanía.

—Ya verás cuando se entere la Ester cómo se va a poner la pobre. Ella confiadota que sus hijos están en su casa y qué sorpresa cuando llegue y vea que le falta el Marcos.

—Sí. Dice el este, el de la tienda, que apenas si corrió, y ya lo seguía un polecía. Pa´mí que se me hace que alguien le puso un cuatro. ¿A poco tan rápido iba a llegar la patrulla?

—No, dicen que ya estaba allí en la esquina y que cuando empezaron todos los chamacos a correr, pus el poli sacó la pistola y pus le tocó al Marquitos.

—Qué calor hace, oiga, y la ambulancia esa que alza a los muertos no parece.

—Ya sabes que así es esto. Con tanto muerto en la calle, ni quien se preocupe por uno más o uno menos. Bueno, comadre, pues me voy a hacer la comida que no tarda mi viejo y empieza de protestón que qué hago todo el santo día. Aparte, mire cómo me achichina el sol en todos los brazos

—Yo igualito que usted, ya me voy.

Las mujeres se alejan mientras entre los susurros se escuchan varios:

—Probecita la Ester. Lo güeno, no son mis niños.