Amy Sofía Gómez Sánchez
Escribir, o siquiera hablar, sobre una época durante y después de la guerra nunca es tarea sencilla. Sin embargo, Mercè Rodoreda nos deleita de principio a fin con un relato enervante, oscuro, melancólico, nostálgico y, por encima de lo demás, realista. Natàlia, a quien conoceremos con el nombre de «Colometa» en la mayor parte de la novela, nos cuenta su vida de una forma particular y palpable, y nos sitúa en la Barcelona de la Guerra Civil y la posguerra. Es un retrato crudo y absorbente de cómo vivieron sus días muchos ciudadanos, al borde del colapso económico y social, y Rodoreda deja que sus lectores su sumerjan en la bestial travesía que rodea el piso con el palomar en la azotea.
La autora de La Plaza del Diamante no se esfuerza en llenar las páginas con un lenguaje complejo y enrevesado. Muy por el contrario, lo coloquial e informal de la estructura lingüística de la obra invita al lector a meterse en la piel de la narradora. A lo largo de la lectura, vamos encontrando lo que hace única a esta novela: la forma en que se escribió. No tiene un sistema riguroso de puntuación, sino una estructura fluida y que realmente se siente como si escucháramos lo que dice y piensa Colometa. Desde las aprendidas rutinas de sus compañeros de vida —Quimet, Cintet, Mateu, la señora Enriqueta…—, hasta las increíblemente detalladas descripciones proporcionadas por Natàlia de lo que ve y donde se encuentra cada día, como casas o tiendas, todo se ve unificado en el monólogo de la protagonista, donde aparecen quienes la rodean; la narración no sólo se limita a explicar de fuera hacia dentro lo que sucede en el escenario, sino también a exponer lo que pasa por la cabeza de Colometa, su forma de percibir y sentir las cosas y, no menos importante, los desahogos en cuanto a su casi bélica forma de vivir en las cuatro paredes donde coexiste con el ya mencionado Quimet, su marido y verdugo emocional.
Y hablando de Quimet… Sin duda es el catalizador que lleva a Natàlia a convertirse en un ser casi robótico; un títere que lleva sus emociones reprimidas y obedece ciegamente a su amo. Es un auténtico desafío para la protagonista tener que sobrellevar el estrés y la frustración que conlleva vivir, día a día, con una rutina que consume cada ápice de su alma, la carcome como las ratas a los sacos de vezas, y saca de quicio como los zureos de las palomas. Lo que al inicio se veía como una idea que brindaría gran ingreso a la vida familiar, según Quimet, se volvió un verdadero cagadero, y nunca mejor dicho: el canto de las palomas daba vértigos a la madre de Quimet; la economía de la casa se iba en el alimento para las aves (algo que llegó a colmar la paciencia de Colometa), y la cereza del pastel esperaba en el clímax de la historia. En un arranque de locura y desesperación, Natàlia decide deshacerse de las crías de los animales, aún en el cascarón. Y, ¿cómo se desquitó de aquello que la acompañaba en las noches de desvelo? Agitando furiosamente los huevos y dejando los cadáveres no nacidos regados por el hediondo palomar. «Olor a pluma. Olor a pluma», lo que mejor puede definir el ambiente que reinaba el hogar con las paredes de la cocina anteriormente rasgadas.
Tiempo después, con la guerra al alza, Colometa entra en un espiral de supervivencia y cercanía con la muerte, donde la leche escasea y las lentejas parecen alimento de los dioses. Antoni y Rita adoptan un semblante de funeral para cada día; la señora Enriqueta se obsesiona con recordar a Quimet (más aún después de la muerte de este en el campo de batalla), y la mudanza final de las palomas y de la misma Colometa, entre otros detalles, perturban la mente del lector. La meca de la poca cordura que, en un momento dado, le queda a la protagonista es el querer matar a sus propios hijos, con el fin de que no sufriesen por el hambre y el agotamiento emocional que les trajo la guerra. Y cuando el lector piensa que Colometa va a ejecutar su cometido, entra en escena la luz en la oscuridad de su mente: Toni, el vendedor de vezas y demás productos, hombre que lleva conociendo a la protagonista desde hace tiempo, tiene el ferviente deseo de formar una familia. Él es quien le devuelve su verdadero nombre a Natàlia y la acoge en su hogar, junto a los niños. Para dejar atrás aquel único recuerdo que aún la anclaba al fallecido Quimet, Natàlia graba, en un lugar del edificio, donde antes estaba su hogar, aquel nombre que la alienó durante años: Colometa.
Desde cierta perspectiva, los tormentos y angustias que poco a poco se fueron agregando a la vida de la protagonista son como las palomas, esos infames animales que hicieron del piso, junto con los hijos de la protagonista —Antoni y Rita—, algo enteramente suyo, así como la cordura de la muchacha. Tanta enajenación llevó a que el vaso de Natàlia se colmara y acabara deshaciéndose, lentamente, de aquellas aves. No es hasta que la última paloma —que también fue la primera— se va, que la vida de Colometa y sus hijos da un giro de 180° hacia lo mejor. Es una imagen brillante de cómo, a través del dolor y la desesperación, la protagonista expulsa sus más oscuros demonios, tanto de su mente como de su hogar: una paloma a la vez.