Juan Antonio Rosado
En un célebre, aunque poco recordado discurso de 1891, el Maestro Justo Sierra —futuro creador de la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes en 1905, y de la Universidad Nacional en 1910— defendió no sólo la utilidad, sino también la necesidad de los estudios lingüísticos y literarios, pues las letras «perfeccionan el instrumento supremo del pensamiento, que es el idioma». La lengua, en efecto, es el vehículo por excelencia del pensamiento y de muchas de sus manifestaciones, y si bien es sumamente limitada respecto de todas las posibilidades expresivas del ser humano —en quien racionalidad e irracionalidad se mezclan e incluso llegan a confundirse—, el lenguaje articulado, esa sucesión de signos verbales que sólo pueden entenderse dentro del orden diacrónico (a diferencia, por ejemplo, de la pintura), no deja de resultar esencial tanto para generar pensamientos, ideas, conceptos, como para expresar, con sus limitaciones, sentimientos y emociones. El conocimiento pormenorizado de las estrategias de expresión y de las estructuras básicas, de la sintaxis y de sus consecuencias en el orden semántico, es fundamental para producir, justificar, defender o atacar ideas sin caer en la ambigüedad, pero también para interpretarlas de un modo adecuado.*
Lo primero que cualquier ciudadano libre requiere para ejercer su libertad en una supuesta democracia política, es comprender sus derechos y obligaciones, lo que implica un conocimiento de las leyes, normas o reglas que lo rigen como miembro de una comunidad o como parte de una institución o empresa. Para ello, debe poseer no únicamente la lengua que ha aprendido y asimilado por imitación desde su infancia, con un puñado de palabras que evocan o hacen referencia sólo a sus necesidades y a su entorno inmediato, sino también, por medio del análisis de su propia lengua materna, de la interpretación y de la generación de ideas, debe introducirse en el mundo de las herramientas lingüísticas que ampliarían su visión del mundo y lo harían un ciudadano más crítico, es decir, propiciarían que se forje un criterio ante los fenómenos sociales y lo ejerza de modo libre y responsable. He ahí el sentido del concepto de crítica: el ejercicio libre, sin coacción, del criterio ante determinado fenómeno social, político, cultural, histórico, artístico o de cualquier otra índole.
Se debe considerar que todo individuo, sabiéndolo o sin saberlo, emplea en la vida cotidiana cuatro modalidades distintas del discurso, que casi nunca se manifiestan de manera aislada, sino que suelen aparecer mezcladas tanto en el habla como en la escritura; tanto en la prosa como en el diálogo y el verso. Estas modalidades son la narración, la descripción, la exposición (que incluye la explicación), y la argumentación. Cada una no es un género, sino más bien produce géneros en los que una modalidad determinada será siempre o casi siempre la preponderante, y las demás se orientarán o subordinarán a ella. Comprender las estrategias para interpretar, así como las estructuras para producir cada uno de los cuatro modelos textuales, nos acercaría a una mayor libertad en el campo de la expresión de las ideas con un lenguaje claro. También enriquecería el terreno de la argumentación, que es la única modalidad que, a mi juicio, nunca se manifiesta en estado puro, ya que recurre a la exposición para imponer premisas explícitas o implícitas, o a la explicación para desentrañar cualquier elemento, y puede recurrir a la narración para ejemplificar o ilustrar alguna premisa, o incluso a la descripción para enumerar características o cualidades de un objeto o persona; de ahí la complejidad de la modalidad argumentativa y de los géneros que la comprenden.
El terreno de las leyes, normas y reglas es en particular delicado, dado que estos géneros, aun cuando al principio —en una primera etapa o etapa de gestación— requirieron una justificación, es decir, un texto en esencia expositivo-argumentativo que la validara, después —en una segunda etapa—, antes de su aprobación e inminente aplicación, se convertirá en una auténtica premisa para producir una nueva argumentación; una argumentación del tipo «si la ley X sostiene que W es un delito, y fulano cometió W, por lo tanto fulano es un delincuente y debe aplicársele dicha ley». En este sencillo ejemplo de carácter silogístico, es evidente que la ley pasó ya por un proceso de gestación y de justificación antes de convertirse en premisa de una nueva argumentación, cuya consecuencia inmediata será la aplicación de dicha ley a un caso real, por más contrargumentos que fulano pueda generar para atacar la ley y defenderse, y por más válidos —desde el punto de vista teórico de la argumentación— que puedan resultar dichos contrargumentos.
Lo anterior nos enfrenta a un nuevo problema: la interpretación de la ley, sin importar la justificación que la precedió y desde un enfoque lingüístico que, a mi juicio, constituye la perspectiva básica, dado que toda ley se expresa mediante el lenguaje articulado, a través de signos verbales escritos, y no con gestos, imágenes plásticas, movimientos de danza o sonidos musicales, que constituirían otros tipos de lenguaje. En una ocasión, en una de las instituciones a las que he prestado mis servicios profesionales, se me solicitó colaborar en el dictamen lingüístico de una ley, ya que ésta no sólo se hallaba mal redactada, sino que esa mala redacción producía una gran ambigüedad (tres posibles interpretaciones tras una primera lectura); asimismo, los abogados del denunciante, de un modo al parecer tramposo, suprimieron una palabra de la ley en su acusación, por lo que la interpretación sufría un nuevo cambio. Los afectados por la ley (o presuntos infractores), además de presentar el dictamen de un urbanista, pues la norma tenía que ver con el uso de suelo, y además de exhibir un dictamen jurídico, tuvieron también que recurrir a un dictamen lingüístico, es decir, a un análisis minucioso y especializado, no sólo gramatical (de categorías gramaticales, tipos de oraciones, usos ambiguos del gerundio, estructuras y otros elementos), sino también semántico, pues toda forma encierra un fondo, y al fin, fondo y forma son inseparables. Cualquier alteración de la forma —intencional o no, y por más mínima que sea— es una alteración del contenido; cualquier cambio de significante puede suscitar un cambio de significado o, por lo menos, una alteración en el matiz o una apertura del sentido, pues la sinonimia absoluta no existe.
El dictamen lingüístico especializado —en conjunto con el jurídico y con otros, dependiendo del carácter mismo de la ley— resulta muy útil. Sin considerar la teoría o teorías lingüísticas que el dictaminador conozca (o con las que esté más de acuerdo), su dictamen en realidad se basaría en las meras cuestiones gramaticales y estructuras propias del español, así como en los aspectos pertinentes de la semántica. Sería necesario implementar en nuestro país dicho dictamen de una forma sistemática, pues a partir de él, por un lado, se pondría en evidencia el o los sentidos de la ley con el fin de tratar de llegar —si se requiere— a su desambiguación, y por otro lado, en caso de presentar poca claridad en la redacción, el dictamen propiciaría una discusión para que se llevara a cabo la consecuente mejoría de la ley (todo es perfectible), debido a que se trata de un prurito que cualquier hablante o, por lo menos, que cualquier implicado en las consecuencias reales de una ley, de una norma o de una regla, la comprenda cabalmente, y para ello se ha insistido en el lenguaje claro. El dictamen lingüístico —como parte de la cada vez más fundamental interdisciplinariedad que requiere todo trabajo intelectual serio— podría realizarse como la última etapa o fase de una ley, antes de ser aprobada.
El dictamen lingüístico, con todos sus tecnicismos, se ha aplicado hasta ahora más en el campo forense, con el nombre de «peritaje lingüístico forense», cuya finalidad principal es, por ejemplo, determinar estilos de escritura. No obstante, su utilidad podría ampliarse, puesto que resulta imposible prescindir del lenguaje verbal, uno de los más —si no es que el más— importante vehículo de la comunicación, del mutuo entendimiento, del diálogo. Respecto del terreno legal, el dictamen lingüístico podría contar con un vasto y fructífero terreno para ser aplicado. Tendría que tomar en cuenta el contexto en que surge la ley, así como su justificación. Si el dictamen descubre ambigüedad o confusión en la redacción, su deber es, con el apoyo de un jurista, producir una interpretación adecuada que podría generar una nueva ley. Si juristas y lingüistas trabajaran juntos en la consecución de un lenguaje claro, llano, conciso, directo, se producirían leyes, normas o reglas cada vez más completas, claras y directas, dirigidas en verdad al ciudadano y no a un grupito de especialistas para que las interprete y aplique a su conveniencia. Auténticos dictámenes lingüísticos traerían gran cantidad de beneficios: un menor tiempo para la adecuada interpretación del texto y, por lo tanto, su mejor aplicación en la realidad. Así como Justo Sierra atribuía al estudio de las letras el paulatino «perfeccionamiento del instrumento supremo del pensamiento, que es el idioma», así al dictamen lingüístico legal (o al estudio gramatical y semántico de las normas) se le podría atribuir la voluntad por acceder a un paulatino perfeccionamiento de las leyes, normas o reglas que pretenden regirnos o resolver nuestros problemas en la realidad.
Diversas ideas de esta ponencia fueron expuestas públicamente el 2 de abril de 2009, en el marco del V Encuentro de Institutos y Organismos de Estudios e Investigaciones Jurídicas, realizado en el patio central de la Cámara de Senadores. La participación del autor se debió a una invitación del Instituto Belisario Domínguez y de la Asociación Mexicana de Institutos y Organismos de Estudios e Investigaciones Legislativas. El texto fue publicado originalmente en la página web del Senado. En la presente versión se incorporaron algunas correcciones.
* No están en el mismo nivel —ni utilizan los mismos recursos— la expresión oral que la escrita. En la primera, nos apoyamos de tonos distintos, ademanes, varias intensidades en el volumen de la voz, velocidad variada, pausas de diversos grados y todo tipo de gestos, mientras que en la segunda sólo contamos con una página (o pantalla) en blanco y una pluma o lápiz (o teclado); es decir, necesitamos reproducir por escrito —de alguna manera y en la medida de lo posible— los múltiples sentidos que el habla puede llegar a expresar, pero con recursos mucho más limitados.