Constanza Eugenia Trujillo Amaya
La novela de Jean Echenoz, El Meridiano de Greenwich (1979), está estructurada alrededor del equívoco que genera una convención: la de los meridianos[1]. De acuerdo con el teórico Gérard Genette, la ciencia y la filosofía modernas se las ingeniaron, gracias a la efervescencia positivista del siglo XIX, con el fin de inventar una topología más que desconcertante, en torno a las coordenadas espacio-tiempo. Paul Ricoeur, explica que, como consecuencia de este sorprendente pacto[2], al cual se adhirieron numerosos científicos, el tiempo se determina, desde entonces, como un sistema de fechas cuyo referente es un punto arbitrario de origen, un cualquier «ahora» (1985: 159).
A partir de esta ambigüedad, Echenoz crea una metáfora de situación alrededor de la cual construye su novela[3]. Dicha figura literaria funciona, en la obra, en dos sentidos. El primero es el extrañamiento; es decir, el desconcierto espacio-temporal que generan los husos horarios. El segundo es el juego de espejos a través del cual se desarrolla la trama, que es consecuencia de lo anterior, y que da lugar a una formidable «puesta en abismo»; una historia dentro de otra, a imagen y semejanza de las muñecas rusas. De esta manera, la impresión de extrañamiento[4] surge a través del juego de espejos espacio-temporal que rige la novela, dando pie a un viaje metaléptico[5], a través de los dos niveles narrativos; las dos diégesis se desarrollan, de manera aparente, en dos meridianos contrarios, pero superpuestos.
El hilo conductor de la novela se estructura alrededor de las tensiones entre dos bandos antagónicos que se disputan un proyecto innovador y secreto, en dos espacios geográficos presuntamente diferentes. La intriga se despliega, entonces, a lo largo de dos ejes: uno es París y el otro es una isla perdida en un archipiélago al sur de Oceanía, en las inmediaciones del meridiano internacional de cambio de fecha.
En cada uno de estos dos espacios, se agrupa una serie de personajes. En París, un hombre llamado Georges Haas dirige un instituto de investigación científica. Dicha institución toma forma de organización criminal a medida que avanza la maquinación novelesca. Para este individuo trabaja una especie de lugarteniente, Carrier, quien se ocupa del personal y del buen desarrollo de los proyectos que se llevan a cabo en el mencionado instituto. Además, se encuentra un grupo de pistoleros y delincuentes reclutados en distintas misiones delictivas alrededor del globo terráqueo. Asimismo, en París también vive Abel, a quien el narrador presenta como un sujeto de poco interés, pero cuyo papel se revela determinante para comprender el argumento. Por su parte, en el archipiélago de Oceanía, se halla un científico e inventor, Byron Caine; dos personajes femeninos sin mayor trascendencia (Rachel y Vera); y, unos vigilantes, a quienes, posteriormente, se les une Paul, cuyo papel permite entender, en gran medida, la trascendencia del relato.
La trama se desenvuelve en torno a la supuesta deserción de Byron Caine de la organización científica para la cual trabaja. Un proyecto de investigación, denominado Prestigde ocupa toda su atención, en la isla de Oceanía donde buscó refugio, en compañía de la hija de Haas, Rachel. El inventor, Caine, se las ingenia para presentarlo como un conjunto de ideas heteróclitas y descabelladas, con el objeto de no llamar la atención. Los documentos que sustrajo de la organización tendrían que ver con el esbozo de una máquina de aspecto extravagante, que construye con la ayuda de un rompecabezas, el cual tarda en resolver. Por este motivo, Haas envía al archipiélago unos mercenarios con el fin de eliminar al traidor, rescatar los documentos sustraídos y recuperar a Rachel (1979: 41).
Según relata el narrador, el rompecabezas es una reproducción de una pintura de Van Haecht, que en la diégesis es llamada la Visita de una galería[6], de (1979: 52). Las pequeñas piezas de cartón representan conforman una sala abarrotada de cuadros que un sinnúmero de espectadores contemplan. La temática versa en torno a la prefiguración de otras escenas pictóricas (1979: 196). El proyecto Prestidge consiste en la ejecución de un aparato (1979: 137), un cilindro metálico oblongo, del tamaño de un ser humano, sin propósito claro[7]. Las dos actividades, en realidad, hacen parte del entramado metaléptico[8] que caracteriza la obra. Las dos se refieren al proceso creativo, en este caso al literario.
A pesar de que Caine y Rachel se encuentran en el lado opuesto a Haas y Carrier en el globo terráqueo, y que estos dos últimos dicen, en un comienzo, desconocer el destino de los dos fugitivos, tienen, sin embargo, videos de la pareja deambulando por la isla desconocida. El narrador describe lo que Haas y Carrier observan desde sus oficinas de París, a través de un disimulado aparato de proyección. La pareja vaga por una isla rocosa cuando tropiezan con el mojón del meridiano ciento ochenta (1979: 7). La joven pregunta entonces a su compañero por su propósito. Él le susurra, como si alguien escuchara, que se trata de la marca del meridiano de cambio de fecha, la línea que separa, arbitrariamente, un día del otro, contraria a la de Greenwich que pasa, en realidad, cerca de Londres. Y añade que ha de ser difícil vivir en un lugar donde la víspera y el mañana están separados por tan solo unos centímetros: «nos arriesgaríamos a perdernos en el espacio y en el calendario, al mismo tiempo» (1979: 12). Sin embargo, los dos personajes se encuentran en ese punto.
Rachel deja la isla en un barco «fantasmal» que navega a lo largo del meridiano, en dirección al Polo norte. Tiempo después, Vera, que había sido novia de Paul, en París, se traslada al archipiélago en su búsqueda y con la misión de brindar compañía a Caine. Paul había volado con anterioridad al archipiélago con el ánimo de protegerlo. Este personaje es un pieza clave. Antes de viajar habla con Vera por teléfono, y le cuenta parte de una historia, que parece anticipar lo que va a suceder. De esta manera, los dos personajes irrumpen en un nivel narrativo diferente, paralelo.
Con la llegada de Vera a las antípodas, en Oceanía, el episodio frente al mojón se repite. Vera funciona como un doble. La joven hace la misma observación que hiciera Rachel, tiempo atrás, sobre la estela de hormigón. Caine proporciona, esta vez, un indicio suplementario, al explicarle que debido a la imposibilidad de reconciliar el tiempo y el espacio, fue necesario dividir el globo en líneas[9]. Según el inventor, si la línea del meridiano ciento ochenta pasa por un lugar tan lejano y deshabitado es porque quienes idearon tal arbitrariedad tienen vergüenza de haber trazado unos ejes imaginarios, para darle al tiempo una consistencia que no tiene. Concluye, entonces que, «sin esta línea, el tiempo no tiene ni forma ni norma ni velocidad» (1979: 274). Echenoz transforma en metáfora[10] esa incoherencia de la noción del tiempo.
Esta distorsión incide, a su vez, en la construcción de los personajes y de los espacios. Por un lado, podría pensarse que la falta de coherencia del tiempo influye en la solidez de los retratos de los personajes. Esta inconsistencia altera sus rasgos a tal punto que los disocia y los transforma en una especie de siluetas, cada una con su doble, que adquieren vida en mundos paralelos. El aspecto físico del protagonista, Caine, se desconoce. Actúa de manera extravagante, como si estuviera fuera de centro. El lector sabe que se trata de un inventor, de un creador[11], aislado y, en apariencia, perseguido, pero cuya función, propiamente dicha, solo se revela en el epílogo. Al carecer de prosopografía, se podría tratar de la idea de un personaje, de tan solo un bosquejo.
Por otro, la incoherencia también afecta los espacios. Tanto en París como en Oceanía, la cantidad de elementos similares sorprende. Los dos lugares son, a su vez, diferentes pero muy semejantes, lo que ocasiona la sensación de extrañeza. En la isla, el paisaje se revela devastado, como si el lugar hubiera sido el epicentro de alguna hecatombe. El relato detalla un espacio hostil, cubierto de escombros y desperdicios, lo cual sugiere que la instalación había servido de refugio a otros personajes. Caine la denomina, sorprendentemente, el «palacio». Pero en realidad, se trata de un inmueble en ruinas: «al conjunto no le hacían falta defectos ni grietas ni toda una especie de huecos que se habían cubierto con tablas y madrigueras hechas de aluminio, lo que daba al edificio una apariencia oxidada, extravagante y de abandono» (1979: 51). La disposición del interior parece, pues, más una guarida que un palacio
Esta sugiere, más bien, que el local pudo haber sido la sede de las oficinas de la organización en París, en pleno bulevar Haussmann, antes de su destrucción. El lugar donde Caine arma su rompecabezas y monta su proyecto pareciera ser el escenario de los escombros del otrora lujoso despacho de Haas. El narrador describe este espacio como una gran habitación, llena de muebles, cajuelas y objetos diversos enmohecidos. Las ventanillas del local habían sido cubiertas con un plástico, de tal manera que la vista al mar aparecía borrosa y distorsionada, «como en una pantalla de cinemascopio»[12] (1979: 51-52).
Del lado de París, en cambio, las oficinas de Haas relucen de confort y de lujo. Pero ocasionan una impresión de desconcierto, en los personajes que por allí pasan. Varios rasgos de las estancias del bulevar Haussmann asombran, por su semejanza con el recinto donde se encuentra Caine, en las antípodas. El despacho de Hass es descrito como un enorme piso, parecido a un gimnasio, donde sobresale una mesa de trabajo similar a un billar. De un lado, las estrechas ventanas están cubiertas con una tela oscura; del otro, se aprecian grandes ventanales protegidos con persianas de aluminio. A través estos, en el costado interior, se observa un parque, por donde deambulan entre montículos, algunos jardineros que cargan unas pequeñas regaderas. Por si fuera poco, «desde el interior de la sala, según como se mirara, hacia el jardín o hacia el bulevar, el tiempo que hacía afuera no parecía exactamente el mismo» (1979: 17).
La mesa, la forma de las ventanas y de las paredes presentan una gran semejanza con el local donde permanece Byron Caine, en Oceanía. Se diría que el ventanal a través del cual Haas contempla el jardín es una pantalla, más allá de la cual adquiere vida un cierto número de figuras, de personajes. Los jardineros tienen gran similitud con los vigilantes que custodian a Caine, quienes además cultivan hortalizas en la isla del Pacífico. Se podría pensar que es allí, más allá del lente o del espejo, donde se encuentra el inventor. Es como si, del costado de París, sin que quede muy claro si se trata del ayer o del mañana —como menciona Caine— los personajes gozaran de una amplia perspectiva, a través de un lente, de lo que sucede en la isla con Caine y sus acompañantes; como si Haas y Carrier fuesen no solo espectadores sino, tal vez, creadores de una ficción, de una aventura policíaca.
En la isla de Oceanía por donde pasa el meridiano ciento ochenta, Caine disimula su extraño aparato en el sótano del «palacio», un lúgubre laberinto de túneles, afianzado con columnas, según relata el narrador. El dispositivo es muy parecido al cinemascopio que tiene Haas en su mesa de trabajo. Pero el del inventor, tiene unos seudópodos, unos organismos vivos, un tipo de amebas, que sobresalen de la superficie metálica, cuya forma es similar a las piezas de cartón del rompecabezas, o a la de las islas del archipiélago donde se encuentra Caine (1979: 138). El conjunto de la máquina está conectado a un cubo negro, un paralelepípedo (un hexaedro con seis caras paralelas entre sí). El objeto emite un extraño ruido, como una especie de ronquido. Caine se refiere a la desconcertante pieza como, «el único objeto sincero»; y, a continuación, añade que se trata de un acumulador, de un tipo de batería (1979: 316). Esta explicación permite deducir que se trata de en un elemento con energía propia, con vida independiente. Esta forma geométrica tiene, asimismo, un significado especial en el imaginario de la literatura fantástica y del esoterismo. En efecto, se dice que el cubo de Metatrón contiene todas las formas de la base de la vida. El arcángel conserva la sabiduría de todo lo que existe. ¿Podría considerarse que tiene que ver con el simbolismo de Caine? Gilbert Durand, por su parte, se refiere a esta figura como a un elemento que engrandece la creatividad; gracias a él, «la imaginación vuela enseguida en el espacio», afirma este autor (1984: 462).
Al mismo tiempo, en una diégesis paralela, en París, Abel, un administrador de un club nocturno, encuentra una extraña caja de sombreros en el camerino de una compañera que había sido asesinada. El objeto estaba en una cavidad casi inaccesible de un armario. La caja contiene un fajo de documentos para él incompresibles (1979: 87). En el fondo se distingue una pieza en forma de cubo, que irradia un ronroneo. Abel advierte que la vibración se produce cuando el objeto se invierte, fenómeno que se incrementa con el correr del tiempo[13].
Mientras tanto, Byron Caine, en las antípodas, bajo la presión de unos mercenarios que habían llegado al archipiélago para eliminarlo, desaparece de manera azarosa entre el laberinto de túneles que atraviesa el subsuelo del «palacio». A medida que se adentra, el narrador detalla las paredes recubiertas de estantes llenos de cajones, todos marcados; «el muro de etiquetas ofrecía una sola palabra, explosivos» (1979: 317). El inventor-creador, se encierra en ese subterráneo, sin posibilidad de escapar. De repente, decide poner en movimiento su insólito artefacto, conectado a un sinfín de cables, en medio de un revoltijo de alambres, enchufes y detonadores. Pero al final es con un cerillo que enciende la mecha y se queda dormido al lado del misterioso artilugio. La isla explota bajo la mirada de Rachel y Paul, que logran huir en el mismo barco que recogiera a Rachel, en un comienzo.
Los muros de cajones donde se encuentran los explosivos que Byron Caine había escondido, recuerdan al acervo de estuches atados y también etiquetados que tiene Abel en un armario, en su apartamento de París. En dicho lugar este personaje guarda la caja de sombreros. Cada receptáculo del armario de Abel contiene, en cambio, recuerdos de su vida pasada (1979: 171). Se podría deducir que las cajas de explosivos guardan los sueños que dan vida a una historia, a un relato, a una novela. Asimismo, todo indica que el doble de Caine es Abel[14]. Ambos tienen una estrecha conexión; los dos personajes llevan vidas paralelas, pero complementarias, en dimensiones opuestas, a un lado y otro de un meridiano imaginario, el ciento ochenta conduce al cero, al traspasar el Polo norte; o, ¿por qué no? al interior de una caja de sombreros.
La clave de ese muro de cajas de cartón se encuentra en el relato de Paul, cuyo papel era proteger a Caine. Durante un enfrentamiento con los mercenarios enviados por Haas y Carrier, Paul es herido en una pierna. Mientras es rescatado, dicho personaje se imagina encerrado en un sarcófago, en medio de una pared de féretros. Tenía la impresión de que la isla era uno de ellos, y de que pronto pasaría a otro cajón, a lo mejor, controlado por el propio Carrier, quien, seguramente, era manejado por un desconocido, o por un inventor, o por el creador (1979: 194). Un interminable viaje entre relatos sucesivos, una gran «puesta en abismo», como lo presagia la imagen del rompecabezas. Esta alude, por un lado, al vestíbulo de las oficinas de Haas, en París; y, por otro, a las paredes cubiertas de pinturas del barco en que se escapan algunos de los personajes, después de la explosión de la isla, en Oceanía.
Como consecuencia del descubrimiento de la caja de sombreros, de cuya importancia Abel no se había percatado, este se relaciona con Carrier, el lugarteniente de Haas, quien lo había estado vigilando. Carrier decide, después de muchas peripecias, amenazarlo para que se la entregue. Una serie de azares rocambolescos lleva a Abel y Carrier a la sede de la misteriosa organización, en París. Abel ofuscado por el lujo y la magnitud de las oficinas, semejantes a las de un palacio, es incapaz de comprender el sentido de un tapiz que contempla en el vestíbulo del edifico mientras espera. Una vez en la oficina de Haas, a lo largo de la entrevista, éste le ofrece, de manera insólita, un trabajo, que consiste en liquidar a un personaje, cuya historia apenas se menciona. Abel, confundido y contrariado, rechaza la oferta y se retira, no sin antes hacer girar la caja de sombreros que llevaba, en cuyo interior el cubo comienza a vibrar.
En ese momento Abel comprende que Haas conoce su importancia y lo cuestiona. El director responde que es la materia de la que están hechos los sueños, el material de las ficciones. Al salir, observa con cuidado el enorme lienzo colgado de la pared. Al verlo desde otra perspectiva comprende su alcance. Es una alegoría, una especie de mandala[15]. Entonces tiene la certeza de que lo había visto antes, en otro tiempo. En el medio se podía apreciar una enorme barca antigua, donde se apilaba una multitud de seres, que huía de lo que parecía ser un diluvio (1979: 351). Abel se percata, así, de que el sentido de su vida ordinaria se le había escapado, de que en realidad parecía haber tenido un doble en algún otro lugar, o haber llevado una vida diferente sin que él lo notara. Tal vez, había sido teledirigido desde el despacho de Haas, desde el centro[16], no lejos del meridiano cero, como Carrier se lo había insinuado A lo mejor no era sino un personaje más de una novela (1979: 341). La sede de la organización explota después de que Abel deja la edificación, presumiblemente, al mismo tiempo que la isla, en Oceanía.
Este episodio apunta a la importancia de observar las cosas desde otro punto de vista, a lo mejor aquel de un narrador omnisciente, del ojo de una videocámara o, quizá desde la altitud del Polo norte, destino final del barco que lleva a los sobrevivientes de la isla. Curioso destino, ya que basta atravesar el Ártico para encontrarse intempestivamente del lado de París. ¿El fajo de documentos de la caja de sombreros se refiere al bosquejo de los personajes, de la historia? Cada uno de ellos, cada suceso, cada episodio pareciera yacer en el fondo de unas arcas, confinados, en estado de proyecto o de etiqueta. Según la perspectiva, el lente, el objetivo de una cámara, pudiera aparecer fuera de centro, en forma de paralelepípedo o de hexaedro. La novela de Echenoz logra trastocar la percepción, de ahí la sensación de extrañeza. La «puesta en abismo» a través del espejo, la pantalla del cinemascopio, distorsiona el hilo conductor del relato y la historia de los personajes[17], haciéndolos aparecer en pares, en dos espacios, cuando se trata de uno solo en estadios diferentes de la creación, en un momento en que no se sabe si es el ahora, o el mañana. Finalmente, se trata de mostrar, en mi opinión, dos aspectos. El primero, cómo adquieren vida los seres de una ficción, a partir de una metáfora: las coordenadas. El segundo, la sensación de extrañamiento que genera este juego de espejos, en torno a la caracterización doble de los personajes y a la inconsistencia espacial, como consecuencia de los husos horarios.
Para concluir, las coordenadas como metáfora del extrañamiento logran toda su eficacia a lo largo de la trama. Por un lado, Byron Caine se exilia al lado opuesto de donde está, en apariencia, quien tiene el control de los sueños, Haas. Por otro, el autor hace creer al lector que los personajes se desarrollan en espacios opuestos, en las antípodas de dos ejes, pero, en realidad, como consecuencia de lo intangible del tiempo y de lo arbitrario de las coordenadas espaciales, los personajes de la novela se mueven a través de espejos, en mundos antagónicos, en dimensiones paralelas, de un lado a otro de una línea imaginaria, en coordenadas opuestas, probablemente en el interior de una caja de sombreros. Finalmente, Echenoz logra que el lector se percate, extrañamente, de una realidad olvidada pero perturbadora, la del espacio-tiempo.
*Traducción de los textos del francés: Constanza Eugenia Trujillo Amaya
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS CITADAS
Durand, Gilbert (1984): Les structures anthropologiques de l’imaginaire. París: Bordas.
Echenoz, Jean (1979): Le Méridien de Greenwich. París: Seuil.
Eliade, Mircea (2015): El mito del eterno retorno. Madrid: Alianza Editorial.
Ferreras, Daniel (2014): Lo fantástico en la literatura y el cine. Madrid: ACVF (edición digital).
Genette, Gérard (1966): Figures I. París: Seuil (edición digital).
Genette, Gérard (2004): Metalepsis. De la figura a la ficción. México: FCE.
Lakoff, George; JOHNSON, Mark (2017): Metáforas de la vida cotidiana. Madrid: Cátedra.
Ricoeur, Paul (1975): La métaphore vive. París: Seuil (edición digital).
Ricoeur, Paul (1983): Temps et récit I. L’intrigue et le récit historique. París: Seuil.
Roas, David (2011): Tras los límites de lo real. Madrid: Páginas de Espuma.
Steinmetz, Jean-Luc (2008): La littérature fantastique. París: PUF.
Todorov, Tzvetan (1978) : Poétique de la prose. París: Seuil.
[1] Nociones como el espacio-tiempo, el espacio curvo, la cuarta dimensión son el resultado de una visión no euclidiana del universo. Desde esta perspectiva, artistas y escritores han construido los laberintos de sus obras, gracias a la posibilidad que les brinda una concepción del universo prefigurada por un «espacio-vértigo», según las palabras de Genette (1966: 1774).
[2] De acuerdo con Lakoff y Johnson, «nuestro sistema conceptual está estructurado metafóricamente; es decir, la mayoría de los conceptos se entiende parcialmente en términos de otros conceptos» (2017: 91).
[3] La ficción, según Ricoeur (1983: 9-10), es una innovación semántica que estructura intrigas, azares, objetivos, que el escritor puede transformar y crear una metáfora de situación.
[4] Para David Roas lo fantástico consiste en, «una transgresión que al mismo tiempo provoca el extrañamiento de la realidad, que deja de ser familiar y se convierte en algo incomprensible y, como tal, amenazador» (2011: 36).
[5] La metalepsis se origina, entre otras cosas, cuando un enunciado o personaje de una diégesis traspasa el umbral hacia otro nivel narrativo. De acuerdo con Genette (2004) esta figura vulnera de manera deliberada los niveles diegéticos. El carácter transgresivo del relato le otorga entonces un efecto humorístico y/o fantástico.
[6] El verdadero nombre del cuadro es El gabinete de pinturas de Cornelis van der Geesf durante la visita de los archiduques (1628).
[7] Daniel Ferreras explica que, «el científico de la narración fantástica inventa una máquina o un producto cuyos efectos son impensables según los criterios científicos tradicionales» (2014: 2631).
[8] Como lo señala David Roas, «el efecto fantástico surge de esa impactante metalepsis, de esa intersección entre dos órdenes irreconciliables, entre los que aparentemente no existe continuidad posible» (2011: 41).
[9] Lakoff & Johnson afirman que, «la sucesión temporal es sucesión espacial: las ideas, las palabras, o el conjunto de ambas, se mueven a lo largo de un trayecto, discurren por un camino, configurando un viaje» (2017:13). Al igual que el viaje que emprenden Vera y Paul en el barco, hasta llegar al polo norte, a lo largo de los meridianos.
[10] Para Ricoeur, la metáfora «evoca una idea bajo el signo de otra más asombrosa o más conocida» (1975: 1795). Echenoz desvela toda una ficción gracias a la utilización de una metáfora de situación.
[11] Asimismo, Ferreras arguye que, en la literatura fantástica, el personaje de un sabio excéntrico generalmente pretende demostrar la irracionalidad del pensamiento científico y lo absurdo de los parámetros positivistas que rigen la vida actual (2014: 2675).
[12] En los años veinte, del siglo pasado, el astrónomo francés Henri Chrétien, desarrolló una forma de grabación llamada Anamorphoscope, que posteriormente fue denominada CinemaScope, por los estudios Fox, de Estados Unidos. El invento consistió en la utilización de unos lentes con un truco óptico, cuyo efecto permitía obtener imágenes mucho más amplias que las normales. Para lograr un buen resultado, las pantallas sobre las que se proyectaban las películas debían ser cóncavas, como las ventanas de las oficinas de Haas, y las del lugar donde se encuentra Caine, en Oceanía.
[13] Pareciera que el cubo podría contener los sueños, y la caja de sombreros tuviera algo que ver con la magia. Steinmetz señala que un mago, conocedor de los secretos del universo «transmite la vida a la materia inerte, gesto a menudo cargado de trágicas consecuencias» (2008: 28-29). Es, tal vez, el papel de Byron Caine, prender fuego a la mecha para acabar con una historia y, al mismo tiempo, dar vida a otra.
[14] El simbolismo de los nombres llama la atención. En efecto, Caín y Abel eran hijos de Adán y Eva y, según el relato bíblico, Caín mata a su hermano menor por celos. En la novela, Abel y Caine son complementarios, operan en la misma dirección, desde dos puntos de vista diferentes. Los dos hacen explotar el mundo de ficción del cual hacen parte para dar origen a otro; pero a la inversa del relato bíblico, Abel sobrevive.
[15] Gilbert Durand subraya la importancia del espacio sagrado y de la idea del eterno retorno que éste implica. En realidad, la dramatización del tiempo y de los procesos cíclicos de la imaginación temporal no aparecen sino después de una duplicación del espacio. Es por ello que, «es ésta ubicuidad del centro la que legitima la proliferación de mandalas como los templos o las iglesias dedicadas a las mismas divinidades» (1984: 284). En la novela de Echenoz, el templo es, por un lado, la oficina de Haas, y por el otro, el lugar donde está refugiado Byron Caine. Pero a la larga, son un solo espacio.
[16] Para Mircea Eliade, «si mediante el acto de la creación se cumple el paso de lo no manifestado a lo manifestado, (…); si la creación, en toda la extensión de su objeto, se efectuó a partir de un centro; si, en consecuencia, todas las variedades del ser, de lo inanimado a lo viviente, sólo pueden alcanzar la existencia en un área sagrada por excelencia, entonces se aclara maravillosamente para nosotros el simbolismo de las ciudades sagradas» (2015: 31). La ciudad sagrada sería en la novela de Echenoz el espacio de las oficinas de Haas, en el centro de París.
[17] Todorov explica que en el relato fantástico, el lector se ve confrontado a dos relatos, «con dos tipos de episodios, de naturaleza distinta, pero que se relacionan con el mismo evento y que se alternan regularmente» (1978: 62). Sin embargo, la novela de Jean Echenoz refiere la historia de un solo evento, pero visto desde dimensiones paralelas, alejadas por la arbitrariedad de los husos horarios.
Compleja la novela y el análisis. Muchas gracias por compartir.