jarr Rosado II (1)

Juan Antonio Rosado Zacarías

 

Una actitud común en la gente conservadora, en lo que Pierre Boulez llama “ecumenismo”, es el miedo a la transgresión y a lo inclasificable. Lo que no puede acomodarse a un patrón o a un esquema preciso y por ello adquiere distintas formas, a veces aparentemente irreconciliables, resulta difícil de nombrar y, por tanto, de controlar. La historia del arte y en particular de la música es justo historia porque dichas manifestaciones no se han estancado. En esta línea de tiempo, puede localizarse puntos de ruptura y de continuidad de mayor o menor intensidad, dependiendo del contexto histórico y político. Ya lo decía Víctor Hugo: sin libertad política no hay libertad artística. En este sentido, la actitud ecléctica, liberal, de ruptura y de parodia de lenguajes precedentes, de antisolemnidad, se contrapone a la actitud purista y respetuosa de los esquemas que el poder o los poderes culturales y de otras índoles han impuesto o privilegiado en determinadas épocas. Cuando Gershwin tomó elementos de la música negra, del blues concretamente, y los llevó a las salas de conciertos, produjo una explosión tal vez tan intensa como la generada por Stravinsky en el aspecto rítmico, o por Schoenberg en el armónico y melódico. Estos artistas rompieron esquemas con mayor o menor intensidad, pero también crearon escuela y secuelas, imitadores que pronto los canonizarían y producirían nuevas continuidades. Y lo mismo que ocurre con la música de partitura, cultivada en las academias, sucede con las músicas populares. Se crean reglas, esquemas armónicos, melódicos y rítmicos, y hay que esperar a que alguien los rompa. A veces, tal ruptura no consiste sino en un retorno a modelos ya en desuso; otras, en la fusión de distintos modelos: eclecticismo. Ejemplo de lo anterior es cuando los muros entre músicas populares y cultas se rompen con distintas intenciones. A veces, una manifestación popular e incluso industrial abarata, simplifica o esquematiza motivos de la música culta, pero generalmente ha ocurrido lo contrario: es la música culta la que, al apropiarse de expresiones populares, las enaltece y convierte en arte. Así surgieron, entre otros, los movimientos nacionalistas.

            No obstante, en muchos músicos y melómanos persiste hasta hoy una actitud negativa que yo llamaría pedante y snob hacia las manifestaciones populares, aunque éstas demuestren calidad estética. No fue esa la actitud de Juan Antonio Rosado Rodríguez (1922-1993). Siempre abierto a lo distinto, usó con conocimiento e investigación el eclecticismo, y a veces el elemento lúdico, paródico, humorístico, antisolemne respecto de formas fijas y en apariencia tan perfectas que a un ecuménico le daría miedo alterar. Se evidencia lo anterior en su quinteto de saxofones, interpretado por Anacrúsax en el disco que hoy presentamos, y en la Rapsodia callejera, dirigida magistralmente por Sergio Cárdenas, pero prácticamente se percibe en todo el material grabado.

            JARR Portada CATÁLOGOEs verdad: Rosado utilizó temas populares, pero también rompió ciertas reglas. Combinar una flauta con un trombón, incorporar elementos afroantillanos, del jazz y de otras manifestaciones para mezclarlos con serialismo, atonalismo o posromanticismo, o integrar el clásico pizzicato jazzístico en la voz del violoncello, son actitudes que obedecieron a una incesante búsqueda por un lenguaje novedoso. Así lo percibió el crítico musical Juan Vicente Melo en los años 60 cuando escribió sobre el músico que nos ocupa. Rosado mantuvo dicha actitud desde sus primeras composiciones, a una edad en que admiraba lo mismo a Beethoven, Bach, Debussy, las óperas románticas, la salsa puertorriqueña o neoyorquina y la música de la santería cubana. Luego entraría en contacto con la Escuela de Viena, representada por Schoenberg, Webern y Berg, y, por supuesto, conocería y admiraría a Bartók, Stravinsky, Gershwin, Shostakovich, Messiaen y otros innumerables. Su afán por abrirse nunca se detuvo. Su lenguaje nunca se estancó. Basta escuchar los discos que hoy presentamos para darnos cuenta de la heterogeneidad y flexibilidad de la música.

            En la casa de mi infancia, desde que tengo memoria, mi padre ponía discos de música culta, pero también jazz, música brasileña y sobre todo salsa. En una ocasión, los cuatro integrantes de la familia fuimos a escuchar al trompetista de jazz Dizzy Gillespie en el Auditorio Nacional, pero ya desde mucho antes escuchábamos en casa lo mismo música serialista, posromántica y clásica que boleros románticos de Tito Rodríguez, Sergio Mendes y su Brasil ’66 y música afroantillana de Pérez Prado, Ray Santos, Tito Puente, Eddie y Charlie Palmieri, la Típica ’73, la Orquesta Harlow, Willie Colon, Rubén Blades y un largo etcétera. Por mi padre conocí a Camille Sait-Säens, Benjamin Britten, Carl Orff, Edgar Varese, Luciano Berio, George Crumb, Penderecki, entre otros muchos compositores, pero también la versión en rock de los Cuadros de una exposición, de Mussorgsky, interpretada por el grupo de rock progresivo Emerson, Lake & Palmer, disco que le había obsequiado una alumna suya, y que él apreciaba por sus audaces arreglos. Sabía que el virtuosismo puede estar donde quiera. A mi padre nunca le gustó descalificar a nadie y sabía reconocer el talento donde lo hubiera. Seguro sabía que, en el fondo, quien descalifica padece del ancestral miedo a lo otro. Particularmente, él apreciaba la música que combinara ritmos y propusiera lenguajes diferentes. Por ello le gustaba Leonard Bernstein, pero también una cantante como Janis Joplin, de quien admiraba su estilo, su voz y los novedosos arreglos del blues tradicional que ella interpretaba. Así me lo confesó en una ocasión, mientras escuchábamos el disco Kozmik blues. También le gustaba Frank Zappa. Una vez me pidió que le grabara las partes instrumentales de Lumpy gravy para ponérselas a sus alumnos; en otra ocasión, mientras yo escuchaba una pieza instrumental de este compositor, se acercó para decirme que los arreglos de los metales eran formidables, y también le atrajeron las últimas piezas del disco Freak out! y en general la obra sinfónica de Frank Zappa, a quien desgraciadamente la ignorancia sólo identifica con el rock. Yo admiré estos gestos y actitudes de mi padre porque son todavía una lección para quien no desea estancarse repitiendo esquemas. En esto, mi padre se parecía a Pierre Boulez. En efecto, a mediados de los 80 del siglo pasado, este compositor francés colaboró con Zappa. Fue un verdadero escándalo para los círculos conservadores de la llamada música «seria». Todos pusieron el grito en el cielo. Pierre Boulez dirigió tres obras sinfónicas de ese músico ecléctico y antisolemne, y tuvo que explicar que dicha colaboración se debía ―cito textualmente― a que «me interesa la intrusión de un estilo instrumental y de prácticas musicales diferentes que se sitúen en la periferia de lo clásico. Lo único que me preocupa en estos casos es el profesionalismo de quienes colaboran. Cualquier tipo de no sé qué especie de ecumenismo no tiene ningún interés para mí». Lo más interesante es que Juan Antonio Rosado Rodríguez pensaba de igual manera en los años 50, más de treinta años antes de que Pierre Boulez declarara lo anterior, y lo pensaba en un país como México. Hasta cierto punto, es penoso que en aquella época no existieran aquí las condiciones propicias para el desarrollo del talento musical. Si hubiesen existido, Rosado hubiera compuesto muchas más obras y le hubiera dedicado más partituras a la orquesta. Un día, le pregunté: ¿por qué no compones para orquesta? Me respondió: ¿para qué? Nadie tocaría la música. Yo compongo para que se toquen las obras, no para que se queden en un cajón.

jarr Contraportada

No deseo entretener más al público ni profundizar en estas cuestiones. Insisto en que basta escuchar los dos CD que se presentan hoy para que la música hable por sí misma. Hay otras tantas piezas de mi padre que aún aguardan para ser interpretadas. Pienso, por ejemplo, en las variaciones sobre temas populares, para piano, o en el rondó. Pero el inicio ha sido brillante. El disco doble que hoy se presenta es producto de la tenacidad, el profesionalismo y la generosidad de la compositora mexicana Lucía Álvarez y del selecto grupo de intérpretes que se entregaron con intensidad y amor a esta labor. Sin ellos, aún contaríamos con grabaciones caseras y a veces incompletas de muchas de estas piezas. Existe una buena cantidad de anécdotas alrededor del proceso que vivió (y a menudo padeció) Lucía Álvarez mientras investigaba; hay anécdotas negativas, llenas de indignación y desolación, pero sobre todo positivas. El resultado ―lo estamos viviendo― es estupendo. En nombre de mi familia y mío propio, felicito sinceramente a todos los músicos que hicieron posible este disco, y en particular a Lucía y a sus colaboradores más cercanos, por la publicación de 15 partituras y un catálogo de las obras de Juan Antonio Rosado Rodríguez. Gracias, Lucía; gracias a todos los intérpretes, a la Facultad de Música de la UNAM y a su director, Francisco Viesca, quien además de su apoyo incondicional, interpretó el oboe en el quinteto de alientos. Y perdón por no mencionar a todos los demás, pero me extendería mucho. Sólo quien es grande posee la capacidad de admirar y respetar, y con esa admiración y respeto, procurar sacar una obra a la luz para enriquecer la cultura de un país. La idea anterior se aplica a todos los involucrados en este noble proyecto.

            Muchas gracias por su atención.

 

Ciudad de México, octubre de 2015

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Texto leído en la presentación del proyecto “Al rescate de un compositor” en la Facultad de Música de la UNAM el 21 de octubre de 2015.