Joanna Casas Cisneros
Fue un año después del deslave en La Elvita, esa población enclavada en la Sierra Madre del Sur, cuando encontramos aquel fenómeno de la naturaleza. El camino yacía abierto para nosotros, que siempre fuimos cuatro: Sergio, Andi, Lulú y yo. Enfilando por el sendero rocoso hacia la cascada escondida, nos hallamos acongojados por los daños causados por el deslave. Aunque para nuestro deleite, Río Pequeño, la zona de la cascada, no estaba bloqueado y su riachuelo no había sido víctima de la destrucción. Era ya tarde, pero sabíamos el camino al derecho y al revés. Excitados y sin medir las consecuencias —culpo a nuestra edad, en la cúspide de la adolescencia—, no advertimos que los daños en el entorno no sólo crearon un ambiente lóbrego, sino que, de paso, dieron vida a ese ser oculto en el hueco, o es lo que todos supusimos a falta de una respuesta coherente.
Andi, el más elocuente del grupo, fue el que encontró ese fenómeno de la naturaleza. Mientras nadábamos en el agua salobre bajo el tinte amortiguado de la caída del día, su grito apremiante nos sacó de nuestra beatitud.
―¿Qué es? ―Sergio, el mayor del grupo, le gritó de regreso con aquel tono aburrido que usaba exclusivamente para Andi.
Sabíamos cómo era él: un chamaco chiflado que vivía de meras entelequias. Por eso, cuando se perdió por los bejucos para orinar, ya esperábamos que a su regreso soltara una progresión de disparates sobre su interesante paseo de cinco minutos. Pero lo que anunció al llegar a la orilla nos pareció una de sus más delirantes burradas.
―¡Es verdad! Les juro que escuché eso.
Lulú arrugó la nariz, como siempre lo hacía: todo, por alguna razón, le parecía asqueroso, incluso Andi, su novio. Yo contuve una reprimenda. ¿Cómo iba a creer semejante cosa? ¿Una voz fantasmal saliendo de un árbol? A lo mejor fue un animal, pero Andi negó todos nuestros intentos para convencerlo de que aquello que escuchó ya sobrepasaba su imaginación trastornada. Al final, Sergio cedió y le prometió que iríamos a investigar. Yo les seguí el paso; no me quedaría sola en ese curso medio del río, si apenas salía de casa, y sólo con la promesa de que los chicos serían mi sombra. Además, que Andi estuviera tan inquieto, sin tomárselo a broma, sí era de extrañarse.
Él lideró el paso con Sergio a su lado. Lulú y yo nos apretábamos la una con la otra; el aire gélido se impregnaba en nuestros cuerpos calados de agua. Ella me decía, con sus dientes castañeando, que el pobre Andi ya no sabía qué inventar. Aún recordaba que hace un año él todavía se esforzaba en la escuela, incluso ayudaba a su madre a despachar la tienda. Y su rostro, antes rubicundo, se volvió cadavérico. Está más delgado por fumar tanto cigarrillo, afirmaba Lulú, y no deja de repetir que se larga del pueblo. Pero Andi no fue el único que cambió ese año. La misma Lulú se convirtió en una copia casi idéntica de su mamá: emperifollada y sin recato alguno, dispuesta a usar prendas que mostraran su piel trigueña y figura esbelta. Entretanto, Sergio, su hermano, adquirió un deseo desmedido por ahorrar el dinero que ganaba en sus trabajos esporádicos. El exceso de esas faenas aumentó su masa muscular; ahora era un chico de quince años atrapado en el cuerpo de un hombre de estatura baja. No debía juzgarlos: yo era la más cambiada.
El deslave que sufrió La Elvita, territorio abandonado por el progreso, me dejó traumatizada, con la idea de que los cerros que nos ceñían me aplastarían en cualquier instante. Así que, cuando Andi nos hizo rodear un amate vetusto, un árbol de quince metros de alto, contuvimos el aliento. Me asaltó una sensación repulsiva al contemplarlo; su tronco era inhumanamente retorcido, con una corteza lisa de color ambarino pálido que se aferraba a la tierra gracias a sus raíces aéreas, las cuales sobresalían por encima del suelo de una forma serpenteante. Su sinuosidad me recordó a un nido de serpientes amarillentas, que se retuercen entre ellas, creando una masa amorfa.
―Aquí fue. Por aquí lo escuché ―nos dijo Andi.
Notamos segundos después la existencia de un hueco entre aquellas raíces disformes. Al acercarnos e inspeccionar con escrutinio su interior, no encontramos nada. No tenía fondo. Parecía infinito.
De pronto, la copa del árbol se agitó con brío y el aire apretó fuerte, produciendo un silbido con cadencia. Justo ahí, mientras nos estrechábamos mutuamente a la espera de un chubasco, o algo que explicara el inesperado cambio climático, una voz salió directo del hueco. Fue resonante, ya sea por el eco, mezclada con un susurro distante. Nos habló, porque así ya estaba marcado nuestro destino.
―Estoy hambriento. ¿Alguien tendrá algo? ―su voz, que no parecía corresponder a algún sexo, heló mi cuerpo.
Ninguno tuvo coraje para correr o gritar, a excepción de Andi.
―¿A cambio de qué? ―él replicó. Lulú tiró de su manga, demasiado asustada, pero Andi no se inmutó―. ¿No lo escuchan? Tiene hambre y debemos alimentarlo.
Debía ser una broma, aunque Andi estaba decidido a mostrar lo contrario.
―Si te doy de comer, ¿qué me darás a cambio? ―le preguntó al ser.
Sin esperar su respuesta fue por su mochila y regresó con un sándwich envuelto en papel de estraza. Tiró el pan al hueco, y al instante el ser produjo un sonido de satisfacción. Andi, sin vacilar, exigió a cambio que le apareciera ―como si se tratara de un truco de magia― los doscientos pesos que le perdió a su madre.
―Así se hará ―aceptó el ser. Por un segundo, su voz me pareció más humana.
A nuestro regreso al pueblo, caminamos en silencio acompañados por el rumor de las chicharras. Hasta que Andi se despidió de nosotros, y Lulú y Sergio me llevaron a mi casa, no logramos verbalizar.
―No pasó nada. De seguro es otra broma pesada de Andi —aseguró Sergio al ver que su hermana todavía temblaba y yo había perdido lo moreno de mi piel―. Entra a tu casa, Madrigal, y mejor no le cuentes a nadie lo que pasó, no vaya a ser que se lo crean.
Le hice caso. Y muy de noche, mientras me retorcía los mechones largos e hirsutos, me repetí sin cesar que no debía temerle a la oscuridad. Esa voz estaba bien adentro del hueco y era imposible que viniera hasta mi cama. Pero al día siguiente Andi vino a nosotros. En su mano llevaba la prueba fehaciente de que el ser le otorgó su regalo: un billete de a doscientos.
―Este es el que le perdí a mi mamá ―Andi alzó el billete mostrando una sonrisa taimada―. ¿Ya ven que sí funciona? Sergio, tú quieres una motocicleta. Y Madrigal, ¿no quieres unos nuevos zapatos?
―Yo quiero unos nuevos zapatos ―intervino Lulú, abstraída en sus pensamientos, contemplando las posibilidades de regresar al hueco.
Yo no pretendía volver. Mucho antes del deslave, la mala suerte me seguía: tropiezos inoportunos, un ahogamiento en la piscina comunitaria, e incluso un accidente automovilístico de ida a la escuela. Casi quedo parapléjica, de ahí que el miedo me apresara; deseaba que algún día todo ese terror se esfumara. Sergio y Lulú también tenían sus problemas, sobre todo de dinero. Su padre los acababa de abandonar por otra mujer que conoció en Progreso. Tal vez por eso regresamos a Río Pequeño.
Aquella noche llevamos como ofrenda una bolsa llena de sobras de la cena, y para nuestro deleite el hueco aceptó con gusto la comida. Cuando nos preguntó qué deseábamos, Sergio le pidió una motocicleta nueva, y Lulú quiso ese par de zapatos. Aunque en un inicio me rehusé, cedí ante las insistencias de los chicos. Decidí pedir que me repusiera las estampitas de santos que estropeé en uno de mis incidentes rutinarios. No me consideraba religiosa, pero tenía cierta posesión por los amuletos.
Quería que aquello no fuera real, que al día siguiente no encontrara las estampitas debajo de mi colchón mullido. Pero así sucedieron las cosas: a Sergio le regalaron una Italika como pago de un favor de hace años, y Lulú recibió por anonimato sus zapatos de plataforma. Por su parte, Andi encontró más dinero.
Todos estábamos seguros de algo: el ser del hueco apareció en el momento exacto. Estábamos tan embelesados con los regalos del fenómeno, que nunca lo contradecíamos pese a que se negaba a decirnos algo más allá de tener hambre y cumplir nuestros deseos. Ninguno recalculó la situación cuando las ofrendas cobraron más peso. Una noche, Andi ofreció a su vieja gata Angora. Nos retorcimos con asco al escuchar sus maullidos desesperados dentro del hueco. Tampoco hicimos algo cuando Lulú y Andi se pelearon, y ella, en un arrebato de cólera, se rajó el brazo para darle a probar al hueco un poco de su sangre y pedir a cambio que Andi dejara de molestarla. Al día siguiente, el amor que Andi le profesó a Lulú desde los seis años se esfumó. Lulú le lloró; sabía que el deseo no se podía deshacer.
Mi única solución era el hueco. Por eso ofrendé mis estampitas y amuletos, para que me quitara el terror nocturno. Lo quitó durante un tiempo y, en consecuencia, aumentó el deseo de salir de la claustrofóbica protección de mi familia.
Fue Sergio, con aquel semblante templado y austero, quien llegó una noche al hueco pidiendo vengarse de su padre. Pensamos que lo hicimos desistir. Días después, don Rafael, el papá de Sergio y Lulú, sufrió un accidente en la carretera federal abandonada. El hombre agonizó casi dos horas hasta que se incendió el auto. Sergio no lloró; en cambio, Lulú se estremeció de miedo. Más tarde nos confesó que una noche se escabulló hacia Río Pequeño, y sin vacilar, se hizo un tajo en el meñique. Le ofreció al hueco el dedo amputado a cambio de la vida de su padre.
―Fue malo conmigo ―contó entre sollozos―. Me buscaba de noche.
Sergio, consternado por los daños físicos y mentales que sufrió su hermana, volvió a la cordura y negó regresar al hueco. Lulú lo siguió; la pérdida de su meñique la regresó a la sensatez. Andi y yo nos rezagamos. Yo quería eliminar por completo el terror y Andi seguía ahorrando para largarse de La Elvita.
Ahora me recrimino. Si hubiera sido más perspicaz sobre el porqué de su afán de irse, lo habría ayudado. Después supe que los maltratos de su padre y la indiferencia de su madre ante ellos, lo inclinaban a anhelar huir de su hogar. Prefiero estar en otro lado que quedarme en este pueblo abandonado por Dios, me decía Andi. Es mejor otro lugar que este.
Igual deseaba irme, pero salir del pueblo era nada más una visión onírica, incluso si se lo pedía al fenómeno. De modo que, en un último intento, fuimos una vez más al hueco, a la espera de que nuestros sueños se cumplieran. Pero al ver el caminar decidido de Andi, presagié un mal augurio. Le dije que nos fuéramos, que Sergio tenía razón. Pero Sergio no entiende, sostuvo Andi, él no vive con miedo. Al verlo de cerca y notar los cardenales en su rostro enjuto de carnes, entendí que él estaba dispuesto a todo.
―Quiero irme ―Andi permaneció impávido cuando la voz se presentó―. Sácame de aquí y te doy lo que quieras.
―Entra aquí y lo haré ―el fenómeno respondió con voz amortiguada.
Grité, pues Andi, inmerso en sus desdichas, alargó el paso hacia el hueco. Le supliqué que recapacitara; sin embargo, él sonrió.
―Vete, Madrigal. Yo sé lo que hago.
Después se adentró al hueco. Me apresuré a ver el interior, pero sólo descubrí una pesada oscuridad, y el miedo atroz me impidió introducir la mano. Corrí por Sergio y Lulú, pero ellos se limitaron a decirme que Andi regresaría. Pasaron los días, y cuando la familia de él por fin lo reportó como desaparecido, la realidad nos golpeó a Sergio, a Lulú y a mí. Callamos; teníamos miedo de que al contar la verdad, nadie nos creyera. Dejamos pasar los días, y luego meses. Todos pensaban que Andi cumplió su promesa de largarse, y en algún punto también nos engañamos, creyendo que estaba en un buen lugar. Visitábamos el amate a la espera de su regreso, pero aquel fenómeno de la naturaleza parecía haberse ido. Ahora no creo que Sergio y Lulú recuerden nuestras andanzas en Río Pequeño, ni a ese árbol, ni a ese ser, ni siquiera a Andi. Yo lo hago, porque mis pesadillas siempre lo evocan. Es un bucle infinito con la misma imagen: Andi, en el estómago del ser, nadando entre los desperdicios que le ofrendamos, perdido en la negrura. Y, aun así, pese a todo, sé que sigue creyendo que ese lugar es mejor que La Elvita, pueblo de calles adoquinadas, de tierra muy fragosa y áspera, con lomas y barrancos y pasos muy estrechos, donde sepultamos nuestros sueños para olvidarlos. Solamente así, en la penumbra íntima de mi habitación, me recrimino no haberlo seguido.