Juan Antonio Rosado Z.
Introducción prescindible
La literatura cubana es, desde los inicios de los años 60 del siglo XX, una de las más complejas de Hispanoamérica, si no es que la más compleja desde el punto de vista de su recepción y estudio. La razón es que, por un lado, existe una literatura más o menos «apolítica» (si este concepto puede existir en la realidad) que se genera en el interior de la isla (por ejemplo, Leonardo Padura), pero asimismo (y esto es lo que ha cambiado de forma considerable), una obra generada también en el interior del país, pero combativa (sutil o abiertamente) en favor o en contra del régimen; por otro lado, se encuentra la literatura de la diáspora, la que se ha generado en otras naciones, sea por motivos de exilio político (por ejemplo, Reinaldo Arenas) o porque el autor decidió continuar su vida en otro territorio, y en este caso también hay tres direcciones: las letras a favor y en contra del régimen, y las letras desentendidas o apolíticas, lo cual es ya, en sí misma, una actitud política, puesto que, como afirma el ecuatoriano Jorge Icaza, en rigor toda literatura es política (e ideológica, yo agregaría), lo quiera o no, ya que el ser humano es animal político y siempre, ya en boca de algún personaje (coincida o no con la postura del autor), o del mismo autor en ensayos o poemas, se defenderán y atacarán posiciones o relaciones humanas, y en esto tiene que ver, sin duda, el poder y, por ende, la violencia. Por supuesto, hay muchos tipos de poder (y de violencia), pero las letras son capaces de representar a todos por igual, y a menudo sin una toma clara de posición por parte del autor.
El siguiente recuento (ahora le llamaría síntesis) es producto de tres experiencias personales. La primera se dio el 28 y 29 de abril de 1995, cuando participé como ponente en el Segundo Festival de Ediciones Vigía, que tuvo lugar del 26 de abril al 1º de mayo en Matanzas, Cuba, con el fin de conmemorar el décimo aniversario de dichas ediciones. El día 28 leí mi ponencia «Memorias del subdesarrollo, de Edmundo Desnoes: entre el subsuelo y la Revolución», que años después aparecería publicada en mi libro Palabra y poder (Conaculta, 2006). En aquella ocasión, participé también en una de las mesas de lectura de poesía. Un poema mío saldría publicado en una antología de Ediciones Vigía, titulada Memorial de las ciudades. Como producto de esta experiencia, salió a la luz un reportaje en el suplemento El Gallo Ilustrado, del periódico El Día, el 3 de diciembre de 1995. Parte de dicho reportaje se reproduce en este recuento.
La segunda experiencia se dio el 21 de febrero de 1996, con la lectura del mi texto «Armando Pereira: en busca de la revolución perdida», justo en la presentación del libro Novela de la Revolución Cubana, de Pereira, que se llevó a cabo en la Biblioteca Simón Bolívar de la Torre I de Humanidades, en Ciudad Universitaria. La tercera experiencia fue del 4 al 15 de junio de 2007, cuando participé como ponente en el seminario Arte, Cultura y Educación Artística en Cuba, con el tema Literatura de la Cuba moderna, en los planteles Centro Histórico y San Lorenzo Tezonco de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. En 2009 publiqué el «Breve repaso a la historia literaria de la Cuba moderna», en Cultura urbana, revista de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, año 3, núm. 22-23. Sección Cuba en la cultura, págs. 73-82. Espero que la información sea de interés.
El breve repaso
La heterogeneidad de la literatura cubana del siglo XX, desde el modernismo y el llamado negrismo hasta la novela de la Revolución Cubana y autores como Senel Paz y los poetas del grupo Vigía durante los años noventa, ha estado —cuando nos referimos a la literatura producida en el interior de la isla— marcada fuertemente por el contexto social y político. Incluso los miembros de la revista Orígenes, a quienes sólo les interesaba el fenómeno literario como tal, padecieron, a lo largo de años, la injerencia de esos contextos. No puede olvidarse el ostracismo en que vivió José Lezama Lima, ni el caso Heberto Padilla, que estalla a inicios de los 70. Pero ambos casos poseen claros antecedentes. Para comprenderlos mejor, es necesario hacer un poco de historia.
En 1905, durante el auge del modernismo, con autores como Julián del Casal y algunos años después de la muerte de José Martí, Cuba se convierte en neocolonia estadounidense por obra y gracia de la Enmienda Platt. Durante la primera mitad del siglo XX era mínimo lo que se publicaba de poesía y literatura. Existía en Cuba una sola editorial y editaba libros de medicina o de texto. El destino del escritor cubano era, o pagar sus propias ediciones, o publicar en el extranjero. Alejo Carpentier, por ejemplo, publica prácticamente toda su obra en el extranjero. Severo Sarduy salió de Cuba a inicios de los sesenta y nunca regresó. Mariano Brull, diplomático en varias ocasiones, saca sus poemarios en ediciones particulares. Nicolás Guillén vivió casi toda su vida en el extranjero y regresó a Cuba con el triunfo de la Revolución. Antes de dicho fenómeno socio-político de gran trascendencia, se vivía en Cuba una suerte de asfixia cultural. Lezama Lima fue uno de los pocos que permanecieron toda la vida en la isla. Antes de la Revolución, había fundado tres revistas y salido de Cuba una sola vez.
Orígenes es la publicación más importante anterior a la Revolución. Dura más de diez años y Lezama fue su creador y difusor. El grupo que hacía esta revista, donde podemos ubicar a Eliseo Diego, Fina García Marruz y Cintio Vitier, entre otros, no tuvo problema con la dictadura porque en Orígenes no se trataban asuntos políticos. Este es el proyecto cultural más destacado de la isla anterior a Fidel Castro, pero no el único. Virgilio Piñera y Cabrera Infante, con la efímera revista Ciclón, propugnaron la vanguardia, a diferencia de Lezama, aliado a la tradición clásica y barroca. Otro grupo anterior a la caída del dictador Batista fue el de Nicolás Guillén: una literatura popular de tema negrista, comprometida social y políticamente. Muchos autores miembros del Partido Comunista colaboraban con este grupo.
Después de la llegada de Castro al poder, se funda Casa de las Américas, dirigida por Haydé Santamaría. Este organismo fue el vínculo de Cuba con América Latina: promovió la idea de revolución en el resto del continente. Casa de las Américas, con cine, teatro, bibliotecas y editorial, fue también la revista más importante después de Orígenes, aunque, en este caso, de corte oficialista.
En 1961, con sus «Palabras a los intelectuales», Fidel Castro plantea tres tipos de intelectuales: el revolucionario, el contrarrevolucionario y el honesto o indeciso. El gobierno revolucionario se plantea convertir al intelectual vacilante e indeciso en un revolucionario convencido. Para ello, el subjetivismo o el tema de carácter individual debía ubicarse dentro de un contexto social y revolucionario, ya que el hombre no puede desprenderse de la sociedad ni, en el caso de la Revolución, ser indiferente ni desentenderse de ella. Al año siguiente surge la Unión Nacional de Escritores y Artistas Cubanos (UNEAC), con su editorial Unión. Este nuevo organismo pretende unificar las distintas tendencias en la isla: las agrupa, las controla. El presidente de la UNEAC fue Nicolás Guillén. Se edita entonces la revista Unión. La UNEAC es de carácter interno, a diferencia de Casa de las Américas, que se lanzaba hacia el exterior. Si esta última no tenía una definición política clara, pues requería la simpatía de la mayor parte de los intelectuales, en la UNEAC, en cambio, sobresalía la tendencia marxista.
Desde 1961, la libertad del escritor tiene limitaciones: las propias limitaciones ideológicas que emanan de la Revolución. Sin embargo, hubo un ambiente de relativa libertad hasta 1968. En 1965, Edmundo Desnoes publica su novela Memorias del subdesarrollo. El caso de Desnoes es el del intelectual que, por un lado, accede a la petición oficial de dar cuenta del proceso revolucionario de Cuba, pero, por otro, no escatima el alto nivel artístico y la importancia del ser humano concreto e individual. No cae, como suele ocurrir cuando existe un compromiso político explícito, en el panfleto ni en la propaganda, como lo hace, por ejemplo, José Soler Puig en su novela Bertillón 166.
En Memorias del subdesarrollo existe un equilibrio entre lo social y lo individual, entre el compromiso político y el tema metafísico: la novela concilia con gran fortuna lo psicológico con lo social, lo reflexivo con la intención política. Malabre, protagonista de esta obra, experimenta un cambio paulatino: «Todavía no acostumbro a colocarme dentro de la revolución, todavía no veo que todo ha cambiado», afirma, y también: «yo siempre he preferido la comodidad a la verdad». Pero ya desde el instante en que prefiere permanecer en Cuba y no seguir a su esposa a los Estados Unidos, actúa contra la fácil comodidad. Ninguna otra novela —ni La situación, de Lisandro Otero, ni La última mujer y el próximo combate, de Manuel Cofiño López, por más buenas que sean—, expresan con tanta fortuna, a mi juicio, el proceso de cambio cubano, el paso de la dependencia mental y del subdesarrollo a la independencia espiritual y al desarrollo social. En su libro de ensayos Punto de vista, el mismo Desnoes advierte que
La revolución estalló en mi vida cuando yo tenía veintiocho años. Todos sabemos con demasiadas palabras y cifras lo que veintiocho años de república mediatizada, de explotación económica, de injerencia, de dependencia, de ocupación extranjera, de subdesarrollo representan en la historia de nuestra isla, pero muy pocos sabemos lo que representan veintiocho años de explotación psicológica, de injerencia espiritual, de dependencia, de subdesarrollo, de ocupación extranjera de nuestra conciencia.
Desnoes le otorga un lugar indispensable al subdesarrollo mental; propone que se debe explorar y dudar de todo «para ser profundamente revolucionarios», como ha dudado su personaje.
Pero más allá de la imagen literaria del intelectual cubano, Lezama Lima, poeta cultista y hermético, ajeno a los valores de la Revolución, empezó a tener problemas por su deseo de que se tradujeran y difundieran en Cuba escritores que el gobierno consideraba poco prioritarios. Lo prioritario, literariamente hablando, era el realismo socialista, dar cuenta del proceso revolucionario. Cuando Lezama publica Paradiso, no transcurre una semana para que este gran poema en prosa sea retirado de la venta. No hay allí valores revolucionarios, sino incluso —de acuerdo con cierta interpretación bastarda— valores contrarrevolucionarios; además, Lezama, como homosexual, tenía todas las de perder. El poeta es destituido como maestro y se convierte en una especie de apestado. Paradiso no se volvió a publicar en Cuba. ¿Qué había ocurrido con la libertad en materia de arte? Para colmo, en 1968, Heberto Padilla gana un concurso de poesía con el libro Fuera del juego. Entre el jurado se encontraba Lezama. En teatro, gana Antón Arrufat con Los siete contra Tebas, una alegoría de dos hermanos que luchan en las murallas de Tebas, alegoría que presenta una situación similar a la que vivía Cuba: los que estás afuera de la isla y los que están adentro… La obra fue muy mal vista. Se le prohíbe a Arrufat publicar y no lo hace hasta muchos años después, en 1990. En cuanto al libro de Padilla, tuvo una suerte peor que el de Arrufat. Incluso fue atacado y calumniado. Se llegó a decir que Padilla era agente de la CIA. En 1971 explota el llamado caso Padilla. De 1968 a 1971, este poeta publica crítica; habla bien de Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, autor contrarrevolucionario, y mal de Lisandro Otero, quien en esa época era revolucionario. Padilla es encarcelado en 1971 bajo la acusación de que transmitía secretos de la cultura cubana a agentes franceses y alemanes. Pasa como un mes en la cárcel, donde hace su autocrítica, a la manera como la hacían ciertos intelectuales durante el stalinismo. Sartre, Simone de Beauvoir, Octavio Paz, Vargas Llosa y otros intelectuales apoyan a Padilla, quien finalmente, gracias a la intervención del presidente francés Mitterand, abandona Cuba, donde no se acepta ningún tipo de ideología diferente de la Revolución
Hasta los años 90 predominó el realismo socialista, la narrativa de la revolución, que el crítico y ensayista Armando Pereira ha estudiado en su libro Novela de la Revolución Cubana. Este autor divide el tránsito de la novela cubana en tres décadas, cada una con rasgos específicos: de una narrativa épica que da cuenta de la insurrección armada y de las luchas populares que derrocaron a Batista (autores como Soler Puig, Jesús Díaz y José Lorenzo Fuentes), a aquellos textos que tratan del problema del intelectual de transición (como en Memorias del subdesarrollo, de Edmundo Desnoes; o La situación, de Lisandro Otero); de una escritura barroca que pone énfasis en el lenguaje (Paradiso, de Lezama), al realismo socialista de los setentas (por ejemplo, La última mujer y el próximo combate, de Cofiño López) y a la novela-testimonio de Miguel Barnet, para finalizar con una literatura de índole intimista a partir de los años ochenta, representada por autores como Senel Paz y Antón Arrufat. El lector se percata de que el tema épico de la revolución se va quedando atrás para llegar a una novela con motivaciones más personales. Pereira emprende la búsqueda de esa Revolución, de ese cambio social radical que motivó la creación de una nueva literatura y de cómo esa literatura se ha transformado dentro de la misma Revolución. En la evolución de las letras cubanas, las propuestas épicas se van perdiendo paulatina-mente. Antes ocurrió lo mismo en México respecto de la Revolución Mexicana.
En 1991 el escritor cubano Senel Paz publica lo que se ha considerado un libro de ruptura: el relato El lobo, el bosque y el hombre nuevo. Los alcances sociales de una obra literaria son determinados por muchos factores, y de éstos, acaso el más decisivo sea el contexto cultural, la tradición de la sociedad donde surgen los textos. Arnold Hauser sostiene que «toda obra de arte se produce por la tensión entre una serie de propósitos y una serie de obstáculos». El lobo, el bosque y el hombre nuevo no deja de ser —si atendemos el contexto histórico y político de Cuba— una obra de ruptura; ruptura que quizá no sea notoria para la mayoría de los lectores no cubanos.
Después del caso Padilla, la isla se volvía cada vez más dura y solemne. No se publicaban libros ajenos a la Revolución. Los homosexuales, al igual que los yorubas, eran perseguidos. Ninguna «desviación» ideológica (ni sexual) era admitida. Las obras debían ser realistas. El intelectual debía tomar un «baño social» y proletarizarse. Armando Pereira, el estudioso de las letras cubanas de la época castrista al que ya me he referido, advierte que es a partir de los años 80 cuando empieza a abrirse de nuevo hacia el exterior la literatura cubana. Una temática más intimista es recibida y publicada. En El lobo, el bosque y el hombre nuevo, sin atacar al régimen, Senel Paz se permite citar a autores contrarrevolucionarios: «Vargas Llosa era un reaccionario —dice el protagonista—, hablaba mierdas de Cuba y el Socialismo dondequiera que se paraba, pero yo estaba loco por leer su última novela y mírala allí: los maricones todo lo consiguen primero». También hace constantes alusiones a Lezama y a Paradiso; el protagonista asegura que, entre sus papeles, lo más preciado son «siete textos inéditos de Lezama». Alude asimismo a la novela Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, lo que hubiese sido imposible durante los años 70.
En el relato de Paz, además de las reflexiones metafísicas sobre la conciencia individual, la contraconciencia y la situación de crisis, hay una actitud tolerante hacia la homosexualidad. Ya desde el principio, el protagonista nos revela la teoría de uno de sus amigos sobre los homosexuales, quien distingue al homosexual del maricón. También habla de las «locas» y de los afeminados, temas novedosos para la literatura cubana.
El autor establece el tono antisolemne y juguetón que seguirá la obra hasta el final. El centro de reunión de los amigos (Coppelia, la Catedral del Helado), es del mismo modo el lugar donde uno se puede alejar de la crisis, de la solemnidad y del rechazo para «luchar por un mundo mejor». El mensaje no es tan sólo de tolerancia hacia los grupos segregados; también hay un fin político. El protagonista le dice a su amigo David: «No dejes de ser revolucionario. Dirás que quién soy yo para hablarte así. Pero sí, tengo moral, alguna vez te declaré que soy patriota y lezamiano. La Revolución necesita de gente como tú, porque los yanquis no, pero la gastronomía, la burocracia, el tipo de propaganda que ustedes hacen y la soberbia, pueden acabar con esto, y sólo la gente como tú puede contribuir a evitarlo». Si leemos con atención, hay una crítica a los errores de la Revolución y cómo es posible, con voluntad, enmendarlos. En primer lugar, el hecho de ser lezamiano no significa, como se pensó durante los años 60, ser contrarrevolucionario. En segundo lugar, la burocracia, la propaganda, la soberbia, han aportado sólo males a la Revolución.
El humorismo, consustancial al espíritu cubano, es fundamental. Dice Senel Paz, en una entrevista, que «el socialismo —y sobre todo en Cuba— perdió el sentido del humor y de la imaginación a favor de un encartonamiento y una rigidez que nada tiene que ver con la esencia de este país». Lejos de ser antirrevolucionario, Paz desea que la Revolución mejore y para ello es necesaria la autocrítica. El autor ha confesado que se introdujo al medio intelectual lleno de prejuicios: «Para mí en un principio ser revolucionario era muy fácil porque no veía nada malo en la Revolución». Con el tiempo se percató de lo que ella le había tratado de quitar a Cuba: el humor, y es eso lo que, entre otras cosas, desea rescatar en su relato.
El lobo, el bosque y el hombre nuevo no sólo reivindica a escritores condenados por el régimen, con lo cual se propone una apertura cultural y mayor tolerancia por parte del gobierno; hallamos igualmente la propuesta por un mundo revolucionario, donde todos, sin importar la raza o la preferencia sexual o religiosa, se acepten como son, sin censura ni autoritarismo.
En la actualidad, confluyen en Cuba muchas generaciones de poetas y narradores, muchas de ellas herederas de la Generación de la célebre revista Orígenes. Hoy existe un grupo muy variado de tendencias y de formas de asumir la poesía y la narración. No hay una línea única: por un lado, escritores pro-revolucionarios y anti-revolucionarios; escritores apolíticos o simplemente indiferentes, y por otro, escritores exiliados, que trabajan y producen fuera de la isla, y autores que lo hacen en el interior, con una visión más cercana y, por tanto, más vivida, aunque no por eso menos certera y auténtica. Si Orígenes desempeñó un papel fundamental antes y después de la Revolución, la llamada Generación de los 80 creó una poética que, a su vez, ha influido en generaciones anteriores, que empezaron a escribir con ese influjo y a tratar de hacerlo como los jóvenes.
Las revistas literarias en Cuba experimentaron una crisis muy fuerte por las carencias económicas a partir de 1990. Pero publicaciones de la importancia y trascendencia de Orígenes no hubo. La Gaceta sería quizá la más establecida. En algunas provincias como Santa Clara, con su Editorial Capiro, hay grupos literarios que difunden sus producciones. Sin embargo, no hubo durante mucho tiempo un momento que pueda considerarse a la altura de los escritores de Orígenes en cuanto a la difusión de sus textos.
En 1985, un conjunto de poetas y artistas de la ciudad de Matanzas decidió romper con los formalismos de la industria editorial y creó, apelando acaso a los antiguos códices anteriores a la imprenta, una «industria» de libros hechos a mano, libros artesanales: Ediciones Vigía. Según el poeta Eliseo Diego, ganador del premio Juan Rulfo, esta editorial es «Una lección sobre cómo la belleza no está jamás opuesta a la sencillez y a la modestia», y Fina García Marruz, otro miembro del grupo de Orígenes, comenta que esta familia de trabajadores, dibujantes, artistas, «sin faja ni premio» como decía Martí, jamás tienen la excusa de la prisa para argumentar descuido: «ni un solo rincón de la página hay en que no se sienta el ojo atento, la mano cuidadora, el primor del detalle que vuelve exquisito el conjunto. Estas ediciones artesanales, de pobreza carmelitana, quizás algún día sean buscadas. La obra de amor es la que persiste y esta es obra de amor».
Vigía surge en Matanzas justo como una necesidad de ir contra la estética oficial y del estancamiento. Lo más interesante de estas ediciones es que sus fundadores lograron crear un arte no sólo difícil de imitar, sino que transformaron la sencillez y acaso la fealdad de la producción de un esténcil y de un mimiógrafo, en belleza. Sus creaciones son originales, no sólo desde el punto de vista conceptual, sino laboral: cada libro se repite doscientas veces y cada ejemplar, numerado, es único. Nunca hubo una distribución coherente. Durante seis años obsequiaron los libros y se agotaban en un día. A partir de la situación crítica de los noventa, las ediciones se empezaron a vender para sobrevivir. Vigía no comercializaba sus libros ni tampoco surgió por una necesidad económica, sino por la necesidad de hacer un libro bello.
En 1995 me comentó Rolando Estévez, pintor, escenógrafo, poeta y cofundador de Vigía, que si dentro de diez años Cuba viviera un cambio económico «y en este país se tuviera el papel votado y estuvieran las posibilidades editoriales por todas partes», seguirían empleando esténciles y la misma estética. Pero esto no ocurrió. En la actualidad, ya muchos poetas se han exiliado de Cuba.
Pero sigamos haciendo historia. Vigía nunca se consideró grupo literario, como podría ser Orígenes. Publicaban a todos los poetas sin distinción, pues la estética que defendieron fue la calidad, no la tendencia a seguir determinada poética. En el Consejo de Redacción, integrado, entre otros, por los poetas Teresita Burgos, Gisela Baranda, Laura Ruiz, Estévez, Carlos Zamora y Charo Guerra, hay un criterio de selección que cada vez se hizo más riguroso.
Al quinto año de la fundación de Vigía, aparece La Revista del Vigía, donde, en el texto editorial de su primer número se dice que la publicación «nació de la vigilia y también de los sueños, pero aún más del eterno duermevela, entre papeles de estraza, pinceles y acuarelas, retazos de lienzos, hebras de yute, pegamentos y manos dispuestas a rasgar, hasta armar los impresos más humanos del mundo». También se afirma que textos inéditos en Cuba o totalmente inéditos tendrán su sitio aquí. En efecto, en el primer número de la revista aparece, por vez primera en Cuba, un texto de Octavio Paz. Entre otros autores, también se encuentran Juan José Arreola, Fina García Marruz, Luis Cernuda, Fernando Pessoa, y uno de los fundadores de las ediciones, Alfredo Zaldívar.
Este último me explicó que Vigía tuvo como propuesta publicar buena literatura, sin importar quién la haya escrito y por ello nunca tuvo censuras. Un poeta como Gastón Baquero, autor de Palabras escritas en la arena por un inocente, y que, por discrepancia política, se exilió de Cuba, es uno de los principales poetas de toda la poesía cubana y Vigía fue la primera editorial en publicarlo durante el régimen de Castro. Incluso Baquero les llegó a enviar textos inéditos. Afirma Alfredo Zaldívar que «A Octavio Paz no se le publicaba y Vigía publicó por primera vez un ensayo suyo sobre la poesía, pero jamás hemos tenido problemas porque jamás hemos hecho ninguna referencia política o ideológica», y agrega: «Yo no voy a publicar un artículo donde Octavio Paz hable mal de la Revolución; yo voy a publicar la buena poesía o la buena ensayística de Paz, y eso ha hecho que se respete este criterio nuestro. Está en nuestros planes publicar este año una antología de Gastón Baquero, la primera que va a salir en Cuba en estos tiempos y, por supuesto, no vamos a tener ningún problema porque no existe ninguna implicación política, ideológica, etc. Nosotros hemos tenido más incomprensiones provincianas, diría yo, más bien provincianismo que incomprensiones políticas o censuras políticas, pero no a partir de los textos, sino de los dibujos. La gran pintora cubana Zaya del Río hizo un dibujo de una mujer enseñando su sexo y ya sencillamente eso motivó un escándalo en esta ciudad, pero eso era una tontería porque hubo que aclarar que el sexo de la mujer es lo más importante de la humanidad: ¡por ahí sale el ser humano, que es lo más importante de la humanidad! Entonces solamente es la cabeza que lo vea. Esa incomprensión hemos tenido en Vigía».
En una entrevista que tuvo lugar en la sede de Vigía, en Matanzas, Cuba, durante el Segundo Festival de la editorial (esta vez por su décimo aniversario), en abril de 1995, le pregunto a su fundador: «A pesar de que en Vigía haya una confluencia heterogénea de poéticas, la editorial tiene una herencia o varias influencias que la hicieron surgir, ¿cuál sería la herencia de Vigía?». A lo que responde: «Desde el punto de vista poético hemos sido fieles a Orígenes. Pero no sólo nosotros; creo que todas las promociones de poetas posteriores a Orígenes de alguna forma. Yo pienso que de José Martí hasta Orígenes hay figuras aisladas muy importantes, pero no grupos. Y de Orígenes a la promoción de los 80, lo mismo».
Rolando Estévez piensa, sin embargo, que Vigía, desde el punto de vista poético, tuvo una intención más abierta y abarcadora que la de Orígenes, a pesar de que Orígenes fue un movimiento muy heterogéneo y variado, de donde surgieron los grandes poetas de la Cuba del siglo XX. La gente que en los años 60 hacía la gran poesía cubana, salió de allí. Vigía ha sido deudora de Orígenes en ese sentido de aglutinar lo que tiene calidad, lo que también hacía Lezama. Durante los dos primeros años de trabajo, la editorial emprendió la búsqueda de la expresión y no fue hasta el tercero cuando se logró una unidad expresiva. Rolando Estévez, diseñador principal, supo mantener la unidad artística y conceptual. En 1987 se empezaron a hacer públicas algunas colecciones. Además, la editorial dio a conocer a muchos jóvenes escritores de otras provincias de Cuba. Un año después publicaron allí algunas de las personalidades vivas más importantes de la cultura cubana, como Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Roberto Fernández Retamar (sí, el autor de Calibán, a quien tuve el gusto de conocer en aquella ocasión), y otros. Todos confiaron en Vigía y entregaron sus inéditos. Esto hizo crecer el prestigio de la editorial, que en 1990 lanza La Revista del Vigía y la revista para niños Barquillos del San Juan (San Juan es el nombre del río principal de Matanzas).
Luego le pregunto al poeta Alfredo Zaldívar: «¿Vigía surgió como un grupo literario?» A lo que responde: «No creo que fuera un grupo literario. Realmente el movimiento de escritores de Matanzas existía. Hay un movimiento de creadores en la ciudad, lo cual es tradicional en Matanzas desde el siglo XIX, donde tuvo una gran fuerza la literatura y confluyeron no solamente los escritores y poetas nacidos en Matanzas, sino que a Matanzas venían escritores nacidos en todo el país e incluso de otros países; se establecían en esta ciudad y hacían su vida literaria y aquí se escribieron muchísimas de las obras más importantes de la literatura cubana del siglo XIX. Asentaron las bases para que se estableciera un movimiento literario que duró todo el siglo con la Peña Literaria de Matanzas, con figuras que mantuvieron ese hálito poético de la ciudad.
Entre los años 80 y 85, el movimiento se renueva, a partir de una crisis conocida en los años 70, cuando el movimiento de escritores y artistas fue resquebrajado por cuestiones muy distintas, como incomprensiones de su labor, etc. Muchos de estos escritores, incluso de Matanzas —había un movimiento muy fuerte en los años 60 y 70— se fueron del país y es en los 80 cuando el movimiento resurge y de ahí la necesidad de un lugar. El lugar fue La Casa del Escritor, donde surgieron las Ediciones Vigía como necesidad de esa misma casa de promover la literatura a partir de algo que es la publicación».
Vigía, pues, surgió como una iniciativa privada dentro de La Casa del Escritor. No hubo ninguna orientación oficial o estatal que dijera: «La Casa del Escritor tiene que hacer una editorial y tiene que publicar». Dice Zaldívar: «Fue una necesidad de los escritores que estábamos vinculados a esa casa. En 1985 surge la propia casa como necesidad para promover sus actividades, o sea, que viniera el público y los propios escritores. Empezamos a hacer recitales, a tener encuentros. Para que la gente viniera, hicimos invitaciones. No como tradicionalmente sucedía, que las instituciones tenían una invitación oficial con un logotipo oficial que decía «La Casa de la Cultura tiene el gusto de invitarle a:» (dos puntos, y ahí se ponía cualquier cosa). Vigía empieza a hacer invitaciones originales, con los recursos que teníamos a la mano: un mimiógrafo, nuestras manos, un poco de papel de envolver, porque no había papel tampoco, aparte de que creíamos en esa estética de hacer arte de la nada, y empezamos a trabajar en la promoción a partir de estas invitaciones que siempre llevaban un fragmento de un poema o un poema del poeta que iba a leer o versos de un grupo de poetas que iban a encontrarse ese día y un dibujo original de algún artista de la ciudad. Esto nos dio pie a pensar que aquel método de impresión que siempre se usó para exámenes escolares, que se usaba para planillas burocráticas, no sólo podía servir para eso, sino que, explotando y aprovechando las posibilidades del esténcil, tan discriminado incluso por nosotros, se podía hacer algo como lo que después fue Vigía. Independientemente de que en nuestros propósitos estaba que si lo hacíamos a partir de un medio tan rústico, tan primitivo como el mimiógrafo, por supuesto había la intención de que también hubiera un carácter primitivo, rústico, pero sobre todo humano, que estuviera lo más lejos posible de la industria, de la tecnología, que fuera lo más cercano al hombre».
Pero Vigía no ha sido la única propuesta estética cubana en la historia inmediata de las letras en esta isla caribeña. En 2005, la revista mexicana de literatura universal Blanco Móvil, que se ha dedicado a difundir las literaturas de distintos rincones del mundo, a veces mediante traducciones y otras, como en el caso de Cuba, con textos originales en nuestra lengua, no perdió la oportunidad de dedicar su número 97 a algunos poetas y narradores cubanos vivos, hombres y mujeres, de entre 20 y 75 años de edad. El poeta mexicano de origen argentino Eduardo Mosches, director de Blanco Móvil, habla de Cuba en su texto editorial como de una «isla hecha viejo caimán» que «no solamente flota, grita, inspira, refocila», sino donde también sus hombres y mujeres «escriben y lanzan las imágenes de un mar de los suspiros, múltiples quejidos» porque «en todo humano hay dolor» y «la sonrisa se desliza por el oleaje, y el lenguaje se anida en poesía». Vivian Romeu, en su texto de presentación, titulado «De la bendita circunstancia de la dispersión», toca el tema de la diáspora cubana, «con sus conocidas y desconocidas causas, excusas y desprendimientos sociales y culturales» que «comenzó en la década de los 80 y continúa hasta hoy». Para el público mexicano y el público adonde llegue la revista Blanco móvil ha sido reveladora esta monografía de literatura contemporánea cubana, que pretende dar fe de las manifestaciones producidas tanto en el interior como en el exterior de la isla. Desde el exterior, escriben ensayistas como Nara Araújo o Rolando Vilasuso, poetas como Aralia López (autora de El agua en estas telas y Un país sin invierno) e Iván Portela (Poeta de dos islas, El cisne esclerótico, entre otras muchas obras), y narradores como Carlos A. Aguilera, becado en Alemania. Poetas que en 2005 aún vivían y tal vez sigan viviendo en la isla son Domingo Alfonso, nacido en Matanzas, y de quien Blanco Móvil presenta su poema «Matadero», Sigfredo Ariel, autor de «En nombre propio» y Antonio Armenteros Álvarez, con su poema «Virginidad». Otros escritores jóvenes a los que puede accederse gracias a este número de Blanco Móvil son Léster Alfonso, Jorge Luis Arcos, Yanitzia Canetti, Jesús David Curbelo, Daína Chaviano, Karla Suárez y Susana Haug, todos ellos nacidos entre fines de los cincuenta y 1983. Pero podemos leer también a José Kózer, nacido en 1940, a Víctor Casaus, de 1944, a Lorenzo García Vega, de 1926, residente en Miami, y por supuesto, poemas del ya mencionado Antón Arrufat, nacido en 1935. Esta antología es, hasta donde sé, una de las últimas manifestaciones que despliegan la heterogeneidad de propuestas estéticas que siguen produciendo los cubanos, ya sea en la misma isla o en el exterior. Antes, la revista austriaca Lichtungen había dedicado un número de 2004 a la literatura cubana, y mucho antes, en 1996, Ediciones Vigía había publicado 200 ejemplares de la antología Memorial de las ciudades, con poetas cubanos y mexicanos poetizando sus respectivas ciudades: La Habana y México. Esta antología merecería una reedición.
Como hemos visto, sin considerar las ideologías, la literatura cubana, una de las más prolíficas, polifacéticas e importantes del continente, se resiste a morir, debido a su propia tradición y al grito interior, individual, de la ruptura. Ya sea desde el interior o el exterior de la isla, cualesquiera que sean las razones de la dispersión —económicas, políticas o estéticas—, la voz cubana sigue propagándose más allá de ese Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar del que hablaba el gran investigador Fernando Ortiz, autor también del célebre Glosario de afronegrismos y uno de los ensayistas, junto con Natalia Bolívar Aróstegui (autora de Los orishas en Cuba) de lo que ha solido llamarse la «cubanidad».
Este texto fue publicado originalmente en Cultura urbana, revista de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, año 3, núm. 22-23. Sección Cuba en la cultura, págs. 73-82, 2009. Aquí se reproduce con algunas variantes y correcciones.