Portada-Dos obras de León Béjar W.

Juan Antonio Rosado

Desde hace tiempo, una buena cantidad de lectores de narrativa se ha acostumbrado a esquemas fáciles y predecibles no sólo desde el punto de vista temático, sino también  estructural y estilístico. Lo que en algunos ensayos he llamado «novelas enlatadas», adjetivo que también puede aplicarse a gran cantidad de canciones populares, cuentos, películas y obras dramáticas, entre otros fenómenos culturales, se reproduce hasta la náusea y comprueba una y otra vez su éxito comercial y efímera resonancia, a pesar de que a muchos de esos autores se les pongan estrellitas en la frente, es decir, reflectores que conllevan los famosos premios literarios, curioso fenómeno social relacionado íntimamente con la lotería y demás juegos de azar, cuando no intervienen, por supuesto, los compadrazgos o intereses editoriales (léase económicos). En ese sentido, pocos somos quienes nos arriesgamos en medio del mediocre y raquítico mundito literario y cultural. Por ello felicito a León Béjar y a su editor por este nuevo riesgo, por un intento más de generar arte en un ámbito en que el trabajo artístico y el dominio de las técnicas son cada vez más escasos.

Cuando conocí al escritor León Béjar a través de su escritura, de inmediato experimenté una afinidad por el tratamiento de sus temas, personajes, escenarios y atmósferas. Tal afinidad, tal coincidencia producto del azar, como mucho de lo bueno en la vida, se convirtió en complicidad: la complicidad del lector con el autor, de la que tanto hablan algunos de nuestros grandes escritores, como Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Inés Arredondo o Juan Vicente Melo, todos ellos pertenecientes a una generación de ruptura que se hizo cómplice, entre otras, de las concepciones heterológicas de Georges Bataille, Henry Miller o Pierre Klossowski. Guardando toda proporción temporal y espacial, León Béjar se halla en esa sintonía: las situaciones que nos plantea suelen ser límites, a las que se llega tras una bien lograda tensión narrativa que implica, en este caso, tensión sicológica. Los personajes no son estereotipos ni figuras acartonadas; son seres de carne y hueso con contradicciones, afectos, temores, sorpresas, angustias, deseos, cuerpo. No se trata de títeres del autor, sino que este último los respeta sin emitir juicios: deja al lector la última palabra y ello se le agradece.

La novela corta Majestic contiene la suficiente cantidad de elementos como para adaptarse al teatro: su dramatismo y los contados escenarios donde se mueven los personajes, cada uno definido por sus acciones. En lugar de describir a cada persona, León utiliza una técnica llamada «presentación dramática»: los individuos se van definiendo por sus acciones, gestos y lenguaje. Y si en la vida cotidiana un cerrajero y un carpintero ejercen oficios dignos, que a cualquier individuo benefician, en esta obra, por el contrario, dichos personajes se resignifican para adquirir dimensiones siniestras, pero no por ello menos simbólicas en una situación límite en que la mejor salida, la más digna, la más humana, la más clemente, es morir en el acto. El título de la obra evoca una canción popular del grupo Wax Fang, de 2008, donde el yo lírico prefiere el sueño a la conciencia de soledad, pero en la obra de León se carga de irónica crueldad.

El drama de León Béjar es de un realismo crudo y el escenario se transforma en un laberinto sin salida. La paradoja es que hay un cerrajero, encargado de abrir, de liberar puertas, pero aquí se libera una para conducir a una familia entera al infierno de la tortura y la muerte. ¿Cómo? Que el lector lo averigüe y experimente por sí mismo. Es de mal gusto contar las buenas obras. El aludido dramatismo de Majestic surge desde el inicio y nos atrapa: «La cabaña, en un bosque cuyas sombras y fantasmas nos cazan, se yergue oculta como toda protección frente al abismo. Michael está más enfermo. Vomita sangre, hierbe en fiebre: la muerte se le acerca con clemencia». Esta situación inicial genera la suficiente intriga para seguir leyendo, ya sea por morbo o por curiosidad, sobre todo cuando nos enteramos de la existencia de una guerra, lo que aumenta la vulnerabilidad de la familia que vive en una apartada cabaña con un hijo moribundo.

En Majestic, el drama pesadillesco no deja de tener insinuantes evocaciones irónicas que rayan el humor negro. Se entiende que el Cocinero, el Cerrajero y el Carpintero son especies de asesinos, torturadores o perturbados, monstruos sadianos que despliegan sus desórdenes mentales sobre realidades vulnerables, débiles, a la intemperie. El carpintero «trabaja» con el cuerpo como con la madera. Lo desconcertante es cuando el Cerrajero le dice al psicópata Bob: «¡No, jefe! Va a distraerme. Solo para que yo muera es capaz de todo. Le ruego que mande a otro hombre. El Carpintero está loco. Mande a Asturias, o a Roa Bastos, o a cualquiera, pero no a él. Se lo ruego, mi señor». Los nombres de dos de nuestros más grandes escritores (Asturias y Roa Bastos) mezclados con el Carpintero, no deja duda de la asociación irónica a Alejo Carpentier, uno de los más audaces innovadores literarios, sobre todo de la materia temporal en la narrativa. Basta leer su libro Guerra del tiempo para notar las diversas experimentaciones que lleva a cabo, sobre la materia temporal, este autor de estilo barroco, acumulativo y preciosista. No me parece gratuito que el Cerrajero lo considere loco.

Aunque Majestic y Yo, el que ve no son las únicas obras que he leído de León Béjar, ambas constituyen, en un solo volumen, su opera prima. Muy diferente y más cercano al ensayo, sin renunciar a un carácter narrativo, es el blasfemo e irónico Yo, el que ve. El tono y el ritmo son distintos, lo que nos da idea de la flexibilidad estilística y capacidad por parte del autor para adaptarse a diversos tipos de sicologías. En esta ocasión, nos enfrentamos con un místico, seudomístico o maniaco que sincretiza creencias y cuestiona la concepción del dios semítico, ese loco narcisista que se desdobla y a quien sólo conocemos a través de libros, llámense Biblia o Corán o Nuevo testamento, pero que ha hecho que sus supuestas criaturas produzcan gran variedad de locuras colectivas a partir de su concepción unitaria. En el texto de León, leemos, por ejemplo: «¡Me alegro de que la verdad retorne a su inescrutable diversidad! De que el Uno vaya a ser desplazado por lo diverso. ¡Que la mentira de judíos, cristianos y musulmanes se vaya a la mierda!». Sólo así, dice el personaje, nos liberaremos del Cielo y del Infierno. En esta obra es enriquecedor el diálogo de tipo teológico encaminado a la pluralidad, a la aceptación de la alteridad, hacia la diversificación y multivocidad. De repente me recordó a esas absurdas discusiones buñuelescas en torno a la única verdad y a las herejías, que pueden apreciarse en La vía láctea.

Presentación_LeonBejarLa verdad absoluta, la univocidad —parece decirnos León Béjar— es una quimera, como ya lo sostenían los jainas por lo menos seis siglos antes de nuestra era: los seres humanos somos como los ciegos que rodean al elefante, y cada ciego cree que el elefante es la parte que sus manos tocan, cuando en realidad no es sino una parcialidad. Lo peor es cuando los ciegos defienden hasta la muerte esa supuesta verdad y son capaces de matar o morir por ella.

En ambas obras —Majestic y Yo, el que ve— hay un sentido de lo sagrado ajeno a lo que los lectores simples están acostumbrados. Es mentira que lo sagrado haya desaparecido de nuestras vidas: simplemente se ha diversificado, fenómeno que no les agrada a las religiones semíticas, puesto que ellas quieren tener el control absoluto sobre lo que es y no es sagrado; sobre lo que, según ellas, debe serlo y no debe serlo. Antes de nuestra era, durante el mal llamado «paganismo», lo sagrado abarcaba muchas más facetas y no era un fenómeno reducido a esa ridícula entelequia platónica que tanto nos vende el cristianismo y otras posturas idealistas. La realidad, con sus contingentes e innumerables secuencias simultáneas, es en general incontrolable; y por más que el ser humano pretenda controlarla, sólo podrá limitarla en la representación, sea o no  artística o religiosa. En estos textos, León nos presenta, por un lado, una situación límite que podría ocurrir (y de hecho ha ocurrido); por otro, un delirio teológico resuelto en una suerte de sano relativismo cultural y religioso, aconsejado, entre otros, por Umberto Eco, y en el que yo coincido plenamente. El mensaje al fin es el respeto o, por lo menos, la tolerancia hacia la alteridad.

Por los temas y su tratamiento; por su postura ante la vida, su preocupación y compromiso con el arte literario y no con los esquemas exitosos; por su intensa visión heterológica y plural sobre las alteridades, así como por sus personajes anómalos y las situaciones límite que propone, León Béjar ha demostrado una vez más la tesis que sostiene la gran Inés Arredondo, una de nuestras mejores narradoras: el auténtico creador permanece en la marginalidad. La misma Arredondo afirmó que «los actos sociales de la literatura no me interesan, son vacuos», y con ello coincide con autores como Karl Kraus. Finalmente, cada lector tiene sus autores y cada autor sus lectores. Yo me cuento entre uno de los agradecidos lectores de León, y espero que continúe desarrollando, siempre con arte e intensidad, todas sus ideas y obsesiones.

Muchas gracias.


Texto leído en la presentación de estas obras, que se llevó a cabo en el Centro Cultural Casa Lamm el 26 de abril de 2018 a las 18:00 horas.