Juan Antonio Rosado
La literatura mexicana acaba de perder a una de sus más grandes escritoras, maestra de una buena cantidad de autores (entre ellos, Juan García Ponce, José Luis Ibáñez, Nancy Cárdenas, José Emilio Pacheco y Miguel Barbachano). Alumna de Rodolfo Usigli, Luisa Josefina Hernández se inició como dramaturga a principios de los cincuenta, con obras como Los sordomudos y Aguardiente de caña, y más tarde con La llave del cielo y Los frutos caídos. En los años sesentas, continuó impulsando el teatro mexicano con La paz ficticia (1960), Historia de un anillo (1961), Escándalos en Puerto Santo (1962), La hija del rey o Electra (1965) o Quetzalcóatl (1968). Como novelista, supo imprimir a sus narraciones profundos elementos dramáticos y, a la vez, ha tratado sus temas con originalidad, sencillez y realismo, sin escatimar la profundidad sicológica. Su producción durante los sesenta abarca novelas como Los palacios desiertos (1963). Aquí me referiré a dos: la que abre la década y la que la cierra: La plaza de Puerto Santo (1961) y Nostalgia de Troya (1970). Me extenderé más con la segunda.
Desde su título, La plaza de Puerto Santo encierra una ironía. El nombre del pueblo veracruzano implica la hipocresía que subyace en toda santurronería, a la que sólo le interesan las apariencias. La obra trata de seis ociosos y frívolos hombres de clase alta que espían a las mujeres mientras se desvisten para dormir. Todo se convierte en una cadena de miradas en la que el voyeur es a su vez espiado y consignado. El desprestigio de la clase superior es inminente. La mojigatería y el cuidado a toda costa del honor y de las apariencias son temas recurrentes en este microcosmos donde, de alguna manera, se reproducen el rencor, el resentimiento social y la lucha de clases.
Nostalgia de Troya es un acercamiento psicológico, desde distintos enfoques y ángulos, a un personaje llamado René. La palabra nostalgia significa «dolor por el regreso». ¿A dónde? A la patria de Eneas, quien huyó de allí para sobrevivir, no se comprometió con Dido en Cartago y finalmente fundó Roma. Pienso que simbólicamente no es otra la trayectoria de René, el protagonista, a quien conocemos desde distintos lugares y puntos de vista. Las perspectivas sobre su persona son variadas, pero todos los caminos conducen a Roma. ¿Quién es René? Un inadaptado que huye de sí mismo e, inseguro, no se compromete con nadie: es un adolescente prolongado. ¿Por qué? En su infancia sufrió el abandono de sus padres, y la ruptura fue en Roma.
Cada capítulo de esta deliciosa novela empieza con un mapa de la ciudad en que se desarrolla: primero, La Habana de 1963; luego, París en 1950, Ixtapan de la Sal (acaso símbolo de purificación) en 1958, Roma en 1936 (donde se da la ruptura), Ottawa en 1957 y, por último, la Ciudad de México en 1965, cuando René ha ya adquirido y quizá fundado un proyecto de vida. Sólo dos capítulos están narrados por René y otro por su madre. Los demás son narrados por distintos amigos.
Hay en Nostalgia de Troya varios símbolos en los que sería dilatado detenerse: el barco de papel es el viaje, la huida, pero también la inestabilidad, lo frágil y a la vez lúdico; nos remite al mundo infantil; por el contrario, la semilla denota estabilidad, permanencia: se arraiga y forma un árbol. Roma (otro símbolo) es el origen del desajuste, a pesar de que históricamente es el arraigo, la firmeza y la fuerza; Troya, en cambio, aparece como un ideal, pero en la historia fue destruida. Eneas huye de allí y, tras largas peripecias, funda Roma, como lo hará René, quien al final se funda a sí mismo en la escritura. Se trata de una bella y profunda novela sicológica de la que podría decirse mucho más.
Parte de este texto fue tomado del libro Avatares literarios en México, publicado en 2017 por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.